Ésta es la historia terrible
del príncipe Segismundo
que encerrado en una torre
un montón de años estuvo
sin alimentarse más
que de gachas y pan duro,
agua de color terroso
y sabor bastante pútrido.
El porqué de tal castigo
tan cruel y tremebundo
ahora te cuento, ¡oh, lector!,
y de veras te aseguro
que pasó en el siglo xv,
allá por el mes de julio
del año... (¡Pues no me acuerdo
de cuál! ¡Hay que ver qué bruto
que soy! Si saberlo quieres,
yo un día de estos lo consulto
en el Larousse y te llamo.
No sé si tengo tu número.
No importa, ponme un e-mail
esta tarde y yo te juro
que te digo el año exacto
por si es que te importa mucho.)
Al grano: pues sucedió
que a los tres minutos justos
de haber nacido el muchacho
para conocer el mundo,
su padre quiere saber
cómo va a ser su futuro
y manda a por un astrólogo
de los que usan cucurucho.
Mira los astros el hombre
y casi se cae del susto,
que los planetas están
apelmazados en grupo
en conjunción tan siniestra
y en un orden tan absurdo
que muestran que, de mayor,
el niño va a ser muy bruto
y asesinará a su padre
sin mostrar ningún escrúpulo.
«¿Y no tiene vuelta atrás
este pronóstico tuyo?»,
pregunta el rey a su mago.
«Yo, francamente, lo dudo.»
«¿No hay, pues, ninguna esperanza?»
«No doy por él ni dos duros,
que el destino tiene ¡oh, rey!
más tentáculos que un pulpo:
te destroza la existencia
y se queda tan a gusto.»
«¿Y qué solución propones
a problema tan mayúsculo?»
«No hay solución, majestad.»
«¡Tiene que haberla, besugo!»
«O bien le metéis interno
en un colegio de Lugo
u otro sitio más lejano,
o en un calabozo inmundo
le mantenéis encerrado
siete u ocho o nueve lustros.»
Para ahorrarse la matrícula
el rey decide esto último.
Crece así en la torre atado
el muchacho, como un chucho,
y como no va al colegio
se torna un tanto palurdo.
Pasan los años y el rey
se encuentra un poco malucho
y, por ser hipocondriaco,
cree hallarse moribundo
y un buen día duerme al príncipe
dándole en el desayuno
un poderoso narcótico
escondido en un mendrugo.
Cuando el príncipe despierta
le cuentan que es linajudo,
que va a vivir desde entonces
en medio de pompa y lujo,
que le darán a diario
café con leche y un zumo
con tres cruasanes, y así
se pondrá pronto hecho un mulo.
Le cuentan que el rey, su padre...
Y dice el joven: «¿Qué escucho?
Decidme, que yo me entere:
¿Resulta que el rey, injusto,
me privó de mis derechos
por un estúpido augurio?
¡Como lo coja, lo mato!
¡Vamos, que lo desmenuzo!»
Y un cortesano le dice:
«Refrenad tan torpe impulso,
porque puede que soñéis
y aún estéis entre los muros
del calabozo de marras.»
«¿Qué estás diciendo, merluzo?
¿Quieres ver si esto es un sueño?»
Agarra el príncipe un búcaro,
se lo rompe en la cabeza
al pelmazo de su súbdito
y corre a buscar al rey
para atizarle un disgusto.
Entra en su aposento, saca
un puñal que tenía oculto
y le da cien puñaladas
muy cerca del occipucio
dejándole asesinado,
muerto, finado y difunto.
Ciñe entonces la corona
y se dedica con júbilo
a hacer todas esas cosas
que le apetecían mucho.
Primero pide señoras
con las que yace en decúbito,
después convierte la torre
en un museo abierto al público,
después monta en helicóptero,
después se viste de buzo,
después encarga una pizza,
después estudia a Confucio,
después se compra tres hámsters,
después se fuma un canuto,
después sale a la terraza
a empinar un cachirulo,
resumiendo: hace de todo
menos meterse a cartujo.
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