Una zarzuela que fue
un hito: Jugar con fuego,
compuesta por ese monstruo
musical: Francisco Asenjo
Barbieri, que dedicó
su sudor y su talento
con las blancas y las negras
a recuperar un género
que allá por el XIX
estaba megaobsoleto.
Con esta pieza logró
meter al público dentro
de los teatros, razón
por la que comienzo el verso
sin usar tono de broma,
sino, al contrario, muy serio,
con elogios hiperbólicos
a este señor. Como el tiempo
es oro, comenzaré
a contar de qué va esto
con mi propio estilo cómico,
para así tomarle el pelo
y reírme de la pieza,
recalcando sus defectos,
que —como es genial la música—,
están en el argumento.
Para empezar, es un robo
total, un plagio directo,
pues Ventura de la Vega
birló todos los sucesos
de La Comtesse d’Egmont,
de Jacques Ancelot y Alejo
Becombereusse, dos autores
más galos que los Capeto,
que no protestaron porque
llevaban seis años muertos
y ya les daba lo mismo
ocho, ochenta que ochocientos.
«Fusilar» de los franceses
piezas teatrales a cientos
con completa desvergüenza
y llevarse todo el mérito
de la invención de la trama
no era entonces nada nuevo,
sino costumbre común
desde Andorra hasta Marruecos.
El «autor» se limitó
a cambiar los Eliseos
Campos por el Manzanares
y se quedó tan contento.
Cobró sus buenos reales
por amañar el libreto
francés con muy pocos cambios
(porque la obra fue un éxito)
y nadie le ha reprochado
nunca que fuera tan fresco.
Yo se lo censuro e-
jerciendo de justiciero,
porque el plagio no me gusta
(que a mí también me lo han hecho
y les puedo asegurar
que es motivo de cabreo
y te sienta como una
patada en los mismos... Dejo
que el lector se haga una idea
de lo que le estoy diciendo).
En la noche de San Juan
ha salido de paseo
la duquesa de Medina,
aristócrata de peso
(que en las zarzuelas las tiples
tienen alto y ancho el cuerpo)
y dueña de seis palacios,
diez mansiones (y un convento).
Va disfrazada de pobre
para meterse entre el pueblo
sin recibir bofetadas
por los muchos privilegios
que tienen los de su clase,
pues se ha citado en secreto
con Félix, un hidalguillo,
un tenor que está en los huesos,
no tiene un real y no sabe
hacer nada de provecho
(razón por la que ha venido
a la corte desde Oviedo
a pedir —aunque sea inútil—
un destino o un empleo),
pero que le ha caído en gracia
y al que ha largado el camelo
de que es solo una criada
que se gana su sustento
a base de darle coba
a la princesa del cuento.
Pero antes de esa cita
sucede algo muy molesto,
porque aparece de pronto
un hombre pomposo y necio:
el marqués de Caravaca,
un perfecto majadero
que pretende a la duquesa
con piropos, con requiebros
y bombones de licor,
pues tiene pedido un préstamo,
no tiene con qué pagarlo
y necesita el dinero
de la duquesa. La ve
y se monta tal enredo
que ella tiene que coger
un taxi y salir corriendo
para que no se descubra
que tiene amores plebeyos.
Empieza el acto segundo
(que va después del primero,
porque, si se hiciera antes,
sería un lío tremendo)
y en Palacio se comenta
cómo se la dio con queso
la duquesa a Caravaca,
que hizo un ridículo inmenso
y se quedó allí, pasmado,
sorprendido y patitieso
mientras la otra se largaba
más veloz que un tren expreso.
Pero el marqués —que es un tuno
y canalla, a más de abyecto,
un gran sinvergüenza y
muy poco caballeresco—
tiene una carta de ella
que iba a falta de franqueo,
(pues la duquesa, en sus prisas,
olvidó ponerle el sello)
y que estaba dirigida
a su querido mancebo
con palabras de pasión
muy ardientes, por lo menos
—y no exageramos nada—
de cuarenta grados Celsius.
Intenta hacerle un chantaje;
ella, por salvar el cuello,
jura que todo es mentira
y el marqués, un embustero
e intenta recuperarla
con triquiñuelas de Eros:
es decir, con un abrazo,
dejándose dar un tiento.
Pero, ¡oh, maldita fortuna!,
en ese mismo momento
llega Félix, ve a la prójima
colgada del estafermo,
haciéndole carantoñas
y otras mil muestras de afecto,
piensa que le han engañado
por ser bobo, naïf y crédulo
y, sin poder contenerse,
jura recio en arameo,
maldice en bable y después
se pone bastante histérico.
A sus gritos, llegan los
cortesanos: hay un lleno
en el salón y el honor
y el decoro están en riesgo.
La duquesa dice que
no conoce a aquel sujeto,
que no le ha visto en su vida,
que le parece un paleto
y que debe ser probable
que esté escasamente cuerdo,
pues tiene toda la pinta
de ser loco y epiléptico.
Félix pega un grito tal
que se escucha en Sarajevo.
«¡Un orate!», dicen todos
los nobles en cuchicheos
y se meten en los palcos
para huir, de puro miedo.
Mientras Félix, hecho migas,
se dedica al lloriqueo
y deja todo empapado
con lagrimones patéticos,
irrumpen en el salón
—armando ruido y estrépito
y volcando tres jarrones—
seis o siete alabarderos
que tienen cuerpos de armario
muy vigorosos y atléticos,
unas lanzas afiladas
y cara de muy mal genio,
y se llevan al tenor
cautivo, amarrado y preso
para meterle en un ma-
nicomio que no está lejos,
donde pasarán los próximos
veintisiete años bisiestos.
El remate de la obra
—reconozcámoslo— ¡es pésimo!
La duquesita consigue
hacerse con uno de esos
salvoconductos que sirven
para salir de un aprieto
y rescata a su querido
sin que se diga qué método
emplea, cómo lo resuelve,
cómo triunfa en sus intentos.
Y en lo que al marqués respecta,
por un recurso complejo
que no se explica tampoco,
es víctima de un encierro
con los orates y queda
metido para los restos,
sin estar loco ni nada,
sin comerlo ni beberlo
mientras Félix y la otra
se parten de risa al verlo:
un final, como se ve,
previsible y chapucero.
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