Gigantes y cabezudos

  


          La acción de esta obra esencialmente típica y regionalista comienza en una plazuela de Zaragoza, mientras dos vendedoras de hortalizas se tiran de los pelos. El simbolismo inicial es ya impactante: un mercado sucio donde las gentes tienen la educación de verduleras y se atizan entre sí.

          Como se ve, abundan los significados subliminales. Sigamos.

Llega la autoridad, personificada en un municipal, que comunica que el alcalde les sube a todas la contribución. Las verduleras se rebelan, abandonan su enemistad para aliarse contra un tercero, le pegan al guardia y dicen que la contribución la van a pagar a medias el alcalde y su señor padre. Este es el espíritu indómito e individualista de la raza, que se muestra en todo su esplendor cuando se enfrenta al duro trance de pagar impuestos.

          Las mujeres (que han empezado la escena cascándose de lo lindo entre ellas y la han acabado arreándole al municipal) cantan una bonita jota que dice:

Si las mujeres mandasen

en vez de mandar los hombres

serían balsas de aceite

los pueblos y las naciones.

 

Dicho lo cual, le atizan de nuevo al guardia, cogen sus mercancías y se van todas de allí, porque la tiple tiene que cantar una romanza y no puede hacerlo en medio de tanta gente y tanta fruta.

          La tiple tiene un problema de «cuidiao», porque ha recibido una carta de su novio, que está en la guerra de Cuba, y ella es muy devota de la Pilarica, eso sí, pero analfabeta. Y se pregunta en una bonita pieza musical: «¿Por qué, Dios mío, no sé leer?» Pero no halla la respuesta y se limita a llorar e imaginarse lo que le dirá su novio y a guardarse la carta en el bolsillo internacional (ya saben dónde), porque la pobre no se ha aprendido todavía el mecanismo de los bolsillos que tiene en la falda. El público simpatiza con ella y se limita a sorprenderse de que el novio sí supiera escribir.

          Ella le pide a un sargento malvado que se la lea y el muy canalla le miente y le dice que es una carta de ruptura, que el novio no la quiere, que se ha casado, que no va a volver nunca y tal. (Este sargento es, ¡cómo no!, andaluz. Porque en el tradicional pintoresquismo de nuestra literatura costumbrista, en cada región los malos son siempre los de otra región.)

          Al escuchar estas noticias, ella se desconsola o se desconsuela, porque no está muy segura de cómo se conjuga el verbo, y se va a rezarle a la Virgen, como es su obligación de novia afligida. Afirma, sin embargo, que se casará con el novio, porque se ha empeñado y los aragoneses siempre se salen con la suya, ya se trate de matrimonios o de otra cosa.

          Aparece entonces inesperadamente el novio, junto con otros soldados heroicos que llegan triunfantes después de perder la guerra de Cuba. Han arribado ellos antes que las noticias, pero no importa. La literatura se puede permitir estas licencias. De hecho, en aquella época los periodistas no tenían teletipos de donde copiar las informaciones, así que no es extraño que los periódicos españoles no se hubieran enterado del final de la guerra.

          Los soldados cantan y cuentan que añoraban mucho el Ebro. El malvado andaluz le dice al novio que la tiple se ha ido a Calatayud, a ayudar a su prima Dolores en un boyante negocio que tiene allí. El novio queda también hecho migas, pero también es cabezón e insiste en que se acabará casando con la tiple, aunque tenga que tomarle en traspaso el negocio a la Dolores.

          La Virgen del Pilar nada menos tiene que intervenir en la zarzuela para arreglar este conflicto, porque, si no, no había manera. Durante la procesión, el novio y la novia se encuentran y todo se aclara. Corren a gorrazos al sargento andaluz y el novio jura por lo más «sagrao» que ya nunca se separará de la tiple, así es que no le escribirá más cartas y ella no tendrá que aprender a leer.

          Como el argumento se ha acabado y la historia se queda corta, el libretista y el músico añaden una jota al final a modo de «¡Viva Cartagena!», para que el público aplauda. En la jota se dice que los aragoneses son gigantes y cabezudos.


 

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