El niño judío

 


          Esta simpatiquísima zarzuela de Pablo Luna, Antonio Paso y Enrique García Álvarez es lo que se llamaba un «viaje», un asunto destinado a que los protagonistas fueran de allá para acá y hubiera ocasión de mostrar lugares exóticos, preferiblemente donde las indígenas fueran con plumas en la cabeza o en algún otro sitio de su anatomía y bien ligeritas de ropa.

          Estamos en el Madrid de 1917 y conocemos a Samuelito, un joven judío que trabaja para el librero Jenaro y que, como se espera de cualquier dependiente en su situación, se ha enamorado de la hija de su jefe, Conchita, que tiene unas redondeces mórbidas y está de muy buen ver, sobre todo de cerca.

          De pronto, aparece Jenaro por una esquina y le dice a Samuelito que se vaya a su casa sin perder un minuto y sin perder el tranvía, para recoger el último suspiro de su anticuario padre, que está que si se las lía o si se las deja a la intemperie en su último cuarto de hora y parece ya una momia faraónica. Pero ya le advierte de antemano que no se apene apenas, que se aflija pero que no se preocupe, porque el susodicho dueño del puesto de las «Antiquités antiquísimas» no es su padre en absoluto. El joven se va corriendo por el suspiro y el librero le revela a su hija que el moribundo le ha contado que Samuel no es su hijo en absoluto, sino en realidad hijo de Barchilón, un judío de Alepo tan rico que a su lado Creso era un colillero. Su supuesto padre lo robó de pequeño (para hacerle la puñeta al otro, por motivos que no hacen al caso) y ahora, en su catre de muerte, ha decidido contar la verdad para que en la zarzuela empiece a pasar algo, porque hasta el momento estaba siendo bastante monótona.

          Jenaro advierte a su hija que permitirá su boda con Samuel (algo que antes ni se le pasaba por el caletre) solo después de que el «niño judío» haya heredado y ella sea condueña de los millones de su verdadero padre. Claro que, para casarse con Conchita, Samuel tendrá que hacerse cristiano; pero si no quiere, Jenaro se hará judío o lo que haga falta, porque por los cuarenta millones del de Alepo, él está dispuesto a hacerse liliputiense si hace falta. En cuanto a Conchita, no tiene nada de extraño que acabe siendo judía, ya que su madre era de La Granja.

          En el acto segundo ya han llegado los tres a la destartalada ciudad de Alepo, en Siria, con muchas esperanzas y una guitarra. Han tenido que vender el puesto de libros para costearse el viaje, porque Alepo no está precisamente limitando con Torrelodones y los billetes de barco han sido caros.

          Los españoles curiosean por el exótico mercado, aunque viendo los precios que por allí se gastan, les parece que no han salido de Madrid. Compran alguna tela ocho veces más cara de su precio real y, al rato, aparece por allí Barchilón, que se las apaña para contarle su vida a un tendero con el único objeto de que el espectador se entere de qué va la cosa. Así sabemos que, al parecer, tuvo un niño (Samuel) al que quiso con toda su alma durante dos o tres días nada más, porque luego se enteró de que su mujer le había sido infiel con el rajá de Baroda, que había venido de la India con el único propósito de correrse algunas juergas y que, sin ser especialmente un Adonis, lo parecía al lado de Barchilón, tan feo que dolían las pupilas al mirarle.

Cuando Barchilón se enteró de la cosa, quiso matar al niño, pero ya este había desaparecido. Juró entonces acabar con aquel fruto maldito del adulterio si alguna vez se le ponía por delante. Desde ese momento su odio hacia las mujeres es tal que todos los días va él mismo a la compra... a la compra de esclavas en los mercados para darse el gusto de martirizarlas. Además, como es tan sumamente rico, las compra por cientos, como si fueran tarjetas de visita.

          El caso es que Jenaro, preguntando, preguntando, encuentra al opulento israelita, se presenta muy educadamente y le anuncia que le va a dar un regalo que le hará feliz: el pequeño Barchiloncito, su hijo adorado. Samuel coge carrerilla y salta a los brazos del judío al grito filial de «¡Padre amado!». Y el otro, con un rugido que habría avergonzado al león de la «Metro», comienza a estrangular a Samuelito, mientras le maldice con palabras que no escribimos aquí, porque hasta el papel se sonroja.

          Las buenas gentes les separan y Barchilón desaparece de la escena, porque realmente su presencia ya no hace falta para que continúe el argumento.

          Un viejo mendigo de esos que hay en todos los mercados y que se acuerdan de los cotilleos del lugar, revela a los viajeros que el verdadero padre del ya crecidito «niño» es Jamar Jalea, el rajá antes mencionado, que es aún si cabe más rico que el otro. Conchita se entusiasma con ser rajadesa y los tres ponen rumbo a la India para aprovecharse del cariño paternal y hacerse con los ansiados millones.

          En el acto siguiente, vemos al rajá y a su esposa, Jubea, entrar en su palacio a lomos de elefantes (en los montajes más modestos de esta obra no salen los elefantes y los soberanos entran a pie).

          Jamar Jalea tiene innumerables riquezas, eso sí; pero también tiene una esposa que no sabe nada de que su media naranja real hubiera tenido niños de extranjis. Como los secretos en las zarzuelas no permanecen ocultos por mucho tiempo, en cuanto Samuel se presenta el rajá y este lo abraza con alegría, la reina se entera también y el monarca tiene que repudiarle para disimular, abofetearle y jurar que todo es una vil impostura y que aquel chico no es suyo ni por asomo, como puede inferirse con solo mirarle las narices.

          Jenaro se desespera, dice estar cansado de aquel niño, que más que judío parece sevillano, porque en todas partes se lo rechazan. Samuel, por otra parte, asegura estar harto de que le vituperen, le improperien y le acardenalen, a lo que el librero le contesta que de todo tiene la culpa su madre, porque su madre debió dejar claro lo de su padre, para que él no se viera en la dura necesidad de criticar a su madre y andar buscando a su padre, oyendo a uno al que cree que es su padre decir que no es su padre, teniendo la seguridad de que por ahí anda su padre.

          Nuestros protagonistas se ven en un conflicto más desairado que el casco de un guardia, porque si Jamar Jalea no reconoce a Samuel, como de capital solamente les quedan cuarenta pesetas en moneda local —con lo cual no tienen ni para ir al cine—, el porvenir se les aparece de color hueco de chimenea.

          Entonces, escondiéndose de su mujer, aparece el rajá, que no puede contener los latidos de su corazón y se dirige a Samuel con ánimo de darle un abrazo, aunque el chico, mosqueado, sale corriendo y al principio no deja que se lo den. Jamar Jalea le besa repetidamente en todas sus mejillas llamándole Jamarito y entonces Jenaro le entrega una carta con la confesión del judío anticuario en la que se supone que está todo explicado, aunque él no sabe lo que pone, porque está escrita en hebreo y, por si esto fuera poco, con una letra pésima.

          Samuel y Conchita aprovechan estos bellos momentos de concordia familiar para colocarle al rajá una canción aflamencada que cantaban las hermanas Catafalco en el «Chantecler», que el compositor mete en la opereta con calzador, porque la tiene compuesta desde hace años y quiere aprovecharla.

          Pero la reina les sorprende y el rajá —con harto dolor de su paternal corazón— tiene que insultar y abofetear de nuevo a Samuel para fingir que está enfadado con aquel falsario y suplantador de personalidades. Jubea ordena a los guardias que cojan a los indeseados visitantes y los abandonen en la indostana jungla para que los tigres y las alimañas se alimenten a placer, que buena falta les hace.

          En el último acto de esta pelierizante historia, nuestros amigos (y los de ustedes) han caído en las garras de una secta de asesinos con turbante que se proponen torturarlos, hacer con ellos un frito variado y finalmente sacrificarlos a la diosa Bowania, que es más fea que Picio y que necesita todos los días sus tres litros y medio de sangre para desayunar.

          Afortunadamente aparece por allí el rajá con medio ejército y les salva la vida en el último minuto, para que los espectadores no se vayan a sus casas con mal sabor de boca.

          Pero un ministro que acompaña al rey les da una noticia que les deja patitiesos. Según la confesión escrita del anticuario, la esposa de Barchilón, temiendo la venganza de su marido, cambió a su hijo nada más nacer por el que había tenido ese mismo día una servidora suya, con lo que el hijo de aquella criada era el verdadero heredero del rajá y Samuel, tan solo, el hijo de una friegaplatos.

          A esto se le llama buscarse un porvenir.

          El rajá repudia por tercera y definitiva vez a Samuel y se va de allí enseguida, antes de que la reina note su ausencia y le eche en falta.

          Ahora, sin padres, sin puesto y sin dinero, se quedan los tres aventureros a merced de la caridad índiga.

          Y como a los libretistas no se les ocurre cómo resolver esta situación, pues simplemente no la resuelven y no nos dicen si Jenaro, Samuel y Conchita volvieron a España a nado o si aún siguen por allí, tocando la guitarra en la puerta de alguna pagoda.

 

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