El estudiante de Salamanca

 


 

Don Félix de Montemar,

un pillín decimonónico

era un estudiante en Sa-

lamanca. Estudiaba poco,

si hemos de decir verdad.

Se pasaba por el forro

todas las asignaturas

de leyes y protocolo,

pues estudiaba Derecho

con el insano propósito

de ser luego diputado

por Teruel o por Logroño.

 

Disipaba los dineros

de su padre (Sinforoso)

en darse la buena vida.

Le daba al coñac y al mosto,

al aguardiente y al ron,

a la cerveza y a todo

aquello que se ponía

por delante de sus morros.

 

Para colmo de maldades

tenía un vicio horroroso:

le gustaban las mujeres,

que en aquel tiempo, ser homo

no estaba tanto de moda

como hoy en día, que como

no lo seas un poquito

como mínimo, no hay modo

de trabajar en la «tele».

Era viril, como un oso

y si a esto le sumamos

que era esbelto y apuestoso

y que tenía los cuartos

de su padre (Sinforoso,

como ya hemos dicho antes)

pues resultaba muy lógico

que se llevase de calle

a muchas hembras del coso.

Además, en estos casos

suele ocurrir un fenómeno

producido por la envidia

y que estudian los psicólogos.

Y es que aquellas despreciadas

por cualquier galán hermoso

se ofrecen muy fácilmente

al hecho carnal y al gozo

por no ser menos que nadie.

Y de una en una, a lo tonto,

los donjuanes coleccionan

un montón de hembras muy gordo.

 

En fin, sigamos la historia

de nuestro héroe famoso.

Estaba el hombre jugando

en un bareto infeccioso

una partida a las cartas

cuando le salieron mocos

y salió para sonarse

a la calle. Estaba todo

muy oscuro aquella noche.

Era «como boca ‘e lobo»,

que dicen en las milongas.

Don Félix estaba solo

en la calle y vio pasar

un bulto negro. Mirolo

y decidió que ocultaba

unos cabellos de oro

pertenecientes a una.

Ni corto ni perezoso

comenzó a seguir a aquella

sombra (que quizá era un sombro)

convencido de que había

allí tema para un polvo.

(Perdonen la grosería

del verso anterior. Yo sólo

quise expresarme con brío

mas sin faltar al decoro.)

 

Montemar sigue a la dama

por caminos cochambrosos

y llegan al extrarradio.

Ella se detiene un poco

y él da saltos de alegría

desabrochándose todo

y preparando in mente

para algo fabuloso.

 

Mas resulta (¡oh, triste sino!)

que la mujer (¡oh, penoso

final!) no es mujer ni nada,

sino un espectro asqueroso,

un esqueleto anoréxico

hecho de huesos sabrosos

para caldo de cocido

pero no para amoroso

encuentro. Don Félix grita:

«¡Córcholis! ¡Cáspita! ¡Troncho!»

Pero de nada le valen

sus gritos, porque aquel monstruo

tiene algunas intenciones

que no contemplan lo erótico

y atenaza con sus garras

del buen don Félix el cogo-

te, apretándole con fuerza

y dejándole muertoso.

 

Aprended de este suceso

fatal, jóvenes fogosos,

que quien persigue a una chica

al final se encuentra al coco.

 

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