El concepto de la nueva cocina

 


 

Vamos a tirar fuertemente de la manta y a dejar a la nouvelle cuisine con los pies al aire.

Porque, ¡ya está bien, señores, ya está bien de tanta injusticia! A los escritores, en general, nos sienta muy mal el plagio y nos gusta que cada uno reciba su mérito por sus ideas. Y la cocina moderna se ha arrogado como propia una noción que tiene más de 500 años de antigüedad, como ahora enseguida les detallaremos.

          Veamos antes qué es eso de la nouvelle cuisine con la que tanto nos vienen dando la murga desde hace unas décadas a los ciudadanos de a pie. Se dice que se trata de un acercamiento a la cocina, lo que en principio nos parecería bien, pues si no te acercas al fogón e intentas cocinar desde una distancia, no puedes remover y los guisos se te pegan al fondo. Pero básicamente se trata de innovar en la presentación de los alimentos para poder presumir y poner menos cantidades para así economizar. Como reacción contra la cuissine classique, la nouvelle cuisine da coces contra su maestro, como Aristóteles lo hizo con Platón (y como Platón había hecho antes con Sócrates).

          Si tenemos que ponernos pedantes y mencionar a señores concretos o datos históricos, entonces no tendremos más remedio que hablar de los críticos de alimentos Henri Gault, André Gayot y Christian Millau, que en los años sesenta se sacaron de sus respectivas mangas (cuatro en total, porque Millau solo llevaba chaleco) el Gault-Millau, también llamada La Nouveau Guide.

          Ya desde los tiempos de la haute cuisine postnapoleónica era frecuente que los camareros derramaran en la sopa en los pantalones del comensal al servirle o les chamuscaran las pelucas a los damas al flambear cualquier cosa en su presencia. La nueva cocina decidió sacar los platos ya preparados desde la cocina; eso sí: con los ingredientes bellamente colocados en una composición lo más cercana posible a las proporciones áureas.

          Para ahorrar producto, se empezaron a poner más salsas y caldos. La harina que los había venido espesado desde la noche de los tiempos se vio desterrada del territorio cocineril y sustituida por yemas de huevo, mantecas y cremas.

          Se dejaron de mezclar sabores y se empezó a colocar cada cosa por separado, para que la gente supiera qué estaba comiendo en cada bocado. O sea, que estamos hablando de platos simples y elegantes y de sabores puros.

          Y esta original innovación podría parecernos estupenda, salvo por el detalle minúsculo de que no fue innovación original en absoluto, sino que estaba inventada desde hacía mucho antes, como ya hemos anticipado y pasamos ahora a explicar.

          ¿Quién fue originariamente el inventor del concepto que tratamos? Pues, ¿quién va a ser, señores? Leonardo da Vinci, claro está. Este talento con patas, aparte de pintor, inventor y fundador del partido animalista, fue jefe de cocina de Ludovico Sforza «el Moro», gobernador de Milán, quien le protegió y le pagó religiosamente el sueldo entre 1481 y 1499.

          Leonardo, para contentar a su protector, inventó nuevos platos para él y para sus frecuentes convidados.

          Pero como los banquetes pantagruélicos a base de jabalíes enteros le parecían una ordinariez, el artista comenzó a colocar en grandes platos diminutas porciones de manjares sobre pedacitos de polenta tallados con curiosas formas.

          Entre sus «creaciones» gastronómicas se incluyen una anchoa enrollada descansando sobre una rebanada de nabo tallada a semejanza de una rana, otra anchoa enrollada alrededor de un brote de col, hojas de albahaca de idéntico tamaño pegadas con saliva de ternera y rodajas de pan negro, dos mitades de pepinillos sobre una hoja de lechuga o también la pata de una rana sobre una hoja de diente de león.

          ¡No me digan que esto no es el mismo concepto que hoy nos venden como novedoso!

          Claro que Ludovico no reaccionó demasiado bien a la propuesta de Leonardo. Ante la contemplación de los platos que le servían, se limitaba a protestar y a preguntar «¿Qué mariconada es esta?» Solo que, ¡claro!, lo preguntaba en italiano.

          (Por las notas que Leonardo dejó escritas, sabemos que ya antes le había ocurrido una cosa parecida. Había regentado una taberna llamada Los Tres Caracoles y cuando sirvió a sus comensales platos de este tipo, varios de ellos entraron airadamente y a la fuerza en las cocinas con intención de sacudirle a modo, por lo que Leonardo tuvo que salir corriendo por la puerta de atrás, para mantener su integridad física.)

          Como fuere, aquello no cuajó y durante los cuatro siglos siguientes la gente continuó comiendo como Dios mandaba, antes de que llegáramos a donde hemos llegado.

          Porque ahora han surgido nuevas formas de tomarle el pelo al comensal, como la cocina molecular, cuya masa atómica se consigue —como todo el mundo sabe— sumando el número de protones y de electrones que integran el núcleo. Esta cocina ha hecho que la nouvelle cuisine ya no parezca revolucionaria, sino casi, casi una antigualla.

          Otro nombre alternativo que recibe este invento es el de «cocina tecnoemocional», lo que implica que se emplean las técnicas químicas para cautivar los sentidos del comensal o simplemente para darle un susto cuando se le pasa la cuenta.

          El francés Hervé This y el húngaro Nicholas Kurti fueron los iniciadores de estos intentos de cocinar con probetas y alambiques. Batían los ingredientes, los gelificaban o los viscosizaban para conseguir espumas, emulsiones, geles y otras sustancias igualmente pringosas con las que sorprender a los novogourmets.

          A nadie se le oculta que los molecuchefs cocinan cosas que ni ellos mismos se comerían ni dejarían al alcance de sus seres queridos: platos repletos de aditivos alimentarios que es posible que estén autorizados por las desaprensivas autoridades sanitarias, pero que tienen nombres poco apetitosos, como, por ejemplo, la metilcelulosa.

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