¿Cómo el nuevo continente llegó a obtener su nombre actual?
¿Por qué caprichos del destino América se llama América y no Colombia, como hubiera debido ser? (¿O Cristobalistán? ¿O Cristoforolandia?) ¿Qué pasó? ¿Quién tuvo la culpa? ¿A quién podemos cargarle el muerto de tamaña metedura de pata? Son preguntas que no dejan dormir a ninguna persona decente.
La relación de esta cadena de casualidades, equívocos y errores ayuda a hacerse una clara idea de las chapucerías en que incurrían habitualmente nuestros antepasados. Ya se empezó mal, rematadamente mal, porque el primer nombre que tuvieron las nuevas tierras fue el de ‘Indias’, que les aplicó tranquilamente Colón, por confusión con la India Oriental. Después se denominaron ‘Indias Occidentales’ y este nombre fue el usado en España hasta bien entrado el siglo xviii, a falta de otro más fácil de recordar. A partir de ese momento, cada quisque las llamó como buenamente pudo o quiso. La palabra ‘América’ se consolidó bien consolidada con la difusión del mapa del cartógrafo Mercator, en 1541, quien, además, se forró vendiéndolo a precios de escándalo.
El nombre de América deriva del navegante Americo Vespucio que, pese a ser italiano, iba siempre bien peinado. ‘Americo’ es un nombre germánico: ‘Amal-rich’, que significa «fuerte en el trabajo». La historia de esta derivación lingüística es en extremo interesante pero, pese a serlo, a nosotros no nos importa nada, por lo que nos la saltamos alegremente.
¿Cuál fue la razón de que América lleve su nombre? Vespucio no fue quien antes puso en ella el pie. Ni puso ninguna otra parte de su anatomía. Tampoco afirmó falsamente el haber sido el primero en hacerlo y, lo que es más curioso, probablemente no supo nunca nada del asunto: cuando murió era ignorante por completo del lío que se iba a armar con su apellido, que ya hemos dicho que era un nombre germánico y etcétera, etcétera. Durante mucho tiempo se acusó a Americo Vespucio de haber provocado voluntariamente la confusión y se escribieron muchos libros sobre el tema de si Vespucio fue un honesto hombre de ciencia o un sinvergüenza con ansias de notoriedad. Bien es verdad que distribuyó por doquier unas hojas impresas tituladas Mundus Novus [Nuevo Mundo], pero eran sólo publicidad de un bar de señoritas.
No obstante, lo del Mundus Novus fue lo que provocó la confusión que hoy nos ocupa y nos impele a escribir cosas. El caso es que Vespucio sí estuvo en América (a donde marchó, huyendo de sus acreedores); cuando volvió a su patrita («patria chica: de ahí el diminutivo), geógrafos, cosmógrafos, cartógrafos y peluqueros, así como la gran masa instaron a Vespucio a que relatase con pelos y señales sus aventuras y sus exploraciones. En septiembre de 1504 (ese año que nevó tanto, ya saben) hizo imprimir un folleto titulado ni más ni menos que Lettera di Amerigo Vespucci delle isole nuovamente trovate in quattro suoi viaggi, donde relataba sus viajes en 1502, 1499, 1497 y 1504, expediciones interesantes, aunque un poco desordenadas.
¿Qué pasó luego? Pues que en 1507, un impresor pirata de Vicenza, impulsado por la sanísima intención de ganarse unos florines extra, reeditó el folleto vespuciano, titulándolo esta vez Mondo novo e paesi nuovamente retrovati da Alberico Vesputio fiorentino, o sea: «El nuevo mundo y los países recientemente descubiertos por el florentino Americo Vespucio». El sentido quería ser «El nuevo mundo descubierto, escrito por Americo Vespucio», pero la elipsis de ‘escrito’ provocó la fatal ambigüedad. Una simple coma antes de la preposición ‘por’ hubiera aclarado la frase e imposibilitado cualquier malentendido, pero ¿quién sabe o ha sabido nunca usar adecuadamente los signos de puntuación?
El libro —reimpreso muchas veces porque se regalaba en los mercados con la compra de un kilo de cebolletas en vinagre— divulgó la falsa noticia de que Vespucio descubrió aquellos mundos; lo demás se lo pueden ustedes imaginar.
Otro dato curioso: cuando la Lettera de Vespucio se vertió del italiano al latín, muchos traductores tradujeron ‘Americo’ por ‘Albericus’. (No se extrañen: conozco a muchos que traducen peor). Pero en la Cosmographiae introductio, donde se dibujó por primera vez el nombre en un mapa, el traductor Juan Basin escribió ‘Americus’. Si hubiera escrito ‘Albericus’, como era lo frecuente, hoy el continente no se llamaría América, sino Alberica, y parecería talmente una aldea zaragozana.
Y me dirán ustedes: ¿y no intervino en aquel asunto el famoso entrometido del padre Las Casas, que solía meter las narices en todas las cosas que no le importaban? Pues sí lo hizo, ¡faltaría más! Afirmó que Vespucio (que ya estaba muerto y enterrado, y hasta había empezado a ser ya pasto de los gusanos, como es lo correcto en estos casos) había creado la confusión de mala fe, con el fin de escamotear a Colón el honor de ser el descubridor de América; ergo, Vespucio era un impostor de los que sólo entran tres en un kilo.
Resumiendo, que es gerundio: durante todo el siglo XVII se entabla una disputa erudita entre aquellos historiadores que no tenían otra cosa mejor que hacer sobre si Vespucio dijo o no dijo, sobre si hizo o dejó de hacer. Como entonces no había programas de «famoseo», las gentes se entretenían principalmente con estos asuntos y otros aún más estúpidos. En el siglo XVIII, Voltaire, indignado, escupe sobre su tumba (sobre la de Vespucio, ¡claro! Hacerlo sobre la propia hubiera sido más difícil). En el XIX, el mismísimo Ralph Waldo Emerson (famoso filósofo estadounidense, inventor del arroz con leche) llama a Vespucio ladrón y proxeneta (sobre esta segunda acusación no nos decidimos a pronunciarnos por falta de datos fidedignos).
La verdad no resplandecería hasta los estudios del famoso profesor Magnaghi (del que no sabemos nada en absoluto, pues, a pesar de ser tan famoso, no le conocía casi nadie), que demuestran que la frase equívoca se imprimió sin conocimiento de su autor y que Vespucio fue un científico humanista, incapaz de fraude, que pagaba sus impuestos, que donaba sangre con frecuencia, colaboraba con varias ONG’s y acariciaba cariñosamente a todos los perros callejeros con los que se cruzaba.
América lleva, al fin y a la postre, el nombre de una persona
eminentemente digna y respetable, aunque este pormenor no le ha servido al
continente para nada, como su historia no para de demostrar.
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