Progelómeno
Prolemógeno
Promenólogo
Prolegómeno (¡Uf, lo que nos ha ha costado!)
Diremos, como prolegómeno (¡ahora ya no se nos olvida!), que es de todos sabido que los boy-scouts tienen por costumbre efectuar diariamente una buena acción consistente, por lo general, en hacer que una ancianita cruce la calle (cosa que le obligan a hacer aunque ella no quiera cruzar).
Nosotros, la buena acción diaria que hacemos por la Humanidad (y eso que no somos scouts y hace años que dejamos de trabajar como boys) es regalar algo de cultura a nuestros semejantes, que buena falta les hace.
Así, hoy contaremos algo sobre la historia del café con leche, para que cuando degustemos una taza delante de una chica guapa, podamos presumir de listos y cultivados.
Vamos allá.
La historia de la cosa
Corría que se las pelaba el año 850 d. de J.C. (después de Julio César) cuando un pastor de cabras de la región de Kaffa (en Abisinia, ya saben ustedes dónde les digo) llamado Kaldi (tuerto de un ojo y rotario, para más señas) se encontraba en el campo pastoreando sus susodichas. Éstas masticaban semillas de un arbusto y se ponían contentas, saltando alegremente (triscando, para ser exactos: hay que emplear el idioma con precisión).
Pero Kaldi era más tonto que otra cosa y no se dio cuenta de nada: por eso se tardaron muchos más años en descubrir el café.
Claro que la historia dice que fue él. Pero nosotros aconsejaríamos a nuestros lectores que no hicieran caso alguno de la Historia. A fin de cuentas, y como ya se ha dicho muchas veces, la Historia es algo que nunca sucedió, contado por alguien que no estaba allí.
De ser verdad esto (aunque ya hemos dejado claro que no nos lo creemos), podríamos decir que el pastor le llevó las semillas de la planta a un abad que abadaba por las cercanías[1]. El abad se las comió crudas y, al no gustarle, las arrojó al fuego desdeñosamente, donde se tostaron y empezaron a emanar un olor apetecible.
Dicen los que saben que hasta que el siglo XII no estuvo bien entrado a nadie se le ocurrió cocer los granos del café para beberse el líquido resultante; lo que se hacía era que se extendían los granos cuidadosamente por el suelo y se les ponía encima un colchón sobre el que se dormía. Esta práctica continuó hasta que el erudito árabe Abdul-ben-al-Kafetin dedicó prácticamente toda su vida sensible (hasta su muerte a una edad bastante avanzada) a escribir una serie de opúsculos científicos —varias decenas de miles de páginas, sin contar las ilustraciones— demostrando que tal práctica no servía absolutamente para nada.
Por fin, el café decidió cambiar de aires y pasó de Abisinia a Arabia, donde se dio a conocer como ‘kawa’. De ahí el nombre del santuario de la Kaaba, en la Meca, ya que en los chiringuitos de alrededor lo servían riquísimo (pero la cosa ha degenerado mucho y ya no es lo que era, o sea: que si van por allí, pídanse mejor un té).
La variedad más famosa de esta planta —con la que se envenenaron Bach, Balzac, «Voltaire», Proust y muchos otros— era la cultivada en la ciudad de Moka. Claro está que cultivar el café en medio de la ciudad presentaba sus dificultades. Las vías públicas estaban copadas y el tráfico rodado se enfrentaba a problemas importantes.
El café llegó a Europa en el siglo XVI y, nada más llegar, descansó una buena temporada, porque venía rendido.
Parece ser que la Señoría de Venecia lo vendió durante un tiempo como medicamento para curar enfermedades del estómago. Así cundía más y se le sacaban mayores beneficios. Luego, cuando los turcos asediaron Viena y finalmente acabaron por marcharse (aburridos, tras tener que verse muchas veces Sonrisas y lágrimas), se dejaron abandonado un saco de café que los exasediados consumieron con un no disimulado deleite. Como, por otra parte, el consumo de café en Turquía estuvo castigado con la muerte durante los siglos XVI y XVII, no entendemos qué diablos hacía allí aquel saco ni por qué lo habían llevado ni por qué se lo dejaron. Pero, ¿qué sería de la existencia sin misterios, verdad?
Nos detendremos durante unos renglones en este episodio vienés para dar algunos datos fidedignos que proporcionen empaque y dignidad a nuestra relación, pues ya vamos estando bastante harto de que mucha gente diga que nos inventamos las cosas y que en nuestros libros ponemos lo que nos da la gana.
Datos fidedignos
El gran visir turco que, ante el empuje de los cristianos, tuvo que salir pitando de Viena un lunes (porque muchos de sus soldados se fueron de puente y no acudieron a sus puestos de trabajo en la defensa de la ciudad) se llamaba Kara Mustapha (y efectivamente tenía cara de llamarse Mustapha).
El polaco que encontró el saco se llamaba Georg Kilschitzky (el equivalente eslavo de ‘González’). Era un soldado que espiaba a los turcos para beneficio del rey Jan III, a cambio de muy pocas monedas al mes, todo hay que decirlo. (La moneda de aquel tiempo y lugar se denominaba polker. O sea, que podemos decir que el hombre tenía un sueldo que era una polkería[2].)
González se hartó del espionaje —que era poco emocionante, porque consistía principalmente en quedarse observando algo durante horas y más horas— y abrió una cafetería en Viena el 12 de septiembre de 1683, exactamente a las cinco y veintidós minutos de la tarde (como se puede apreciar, a la hora de encontrar datos concretos no hay quien nos supere). Allí el propietario rentabilizó el contenido del saco, vendiéndolo como infusión y diciendo que era una variedad exótica, denominada «manzanilla de Indias».
El producto se puso de moda y empezó a comercializarse a litros. Un sábado en que la afluencia de clientes era mayor de lo habitual y los camareros no daban abasto, uno de ellos se confundió de jarra y, sin querer, mezcló el brebaje con leche. Los clientes a los que se les sirvió el mejunje resultante no se quejaron; al contrario: alabaron las excelencias de aquel combinado, circunstancia que aprovechó González para bautizar la mezcla como «café vienés» y, consecuentemente, cuadriplicar de inmediato el precio de la taza.
El nombre del camarero que cometió aquella rentable hamartía ha quedado ignoto y ya no manera de enterarse de cómo se llamaba. Pero nos apostamos cualquier cosa a que su apellido tenía muchas menos vocales que consonantes.
Otras anécdotas relacionadas
La historia del café encierra otras muchas anécdotas curiosas y divertidas, pero como resulta que nosotros las ignoramos completamente, pues no se las podemos contar, con lo que nos vemos en la imperiosa necesidad de dejar en blanco esta sección.
Moraleja y cierre
Aunque la Historia nos enseña que nadie aprende nunca nada nunca de la Historia, parece que se tiene la obligación de hacerlo, por lo que haremos una breve reflexión sobre el posible simbolismo del café con leche, que nos hace pensar de inmediato en antropologismos sobre el mestizaje.
Los indoeuropeos eran pastores y ganaderos. Eran un pueblo nómada que iba de acá para allá en busca de pastos para sus vacas. La leche, blanca, era su principal alimento así como sus derivados: yogur, mantequilla... Pero principalmente la leche.
Y por otra parte tenemos el café, oscuro y caliente, originario de Asia Menor, luego cultivado en África y Sudamérica.
Hubo uno —como ya hemos visto— que los mezcló inadvertidamente e inventó el brebaje con el que muchos disfrutamos. Hasta ahí todo iba bien.
Sólo que ahora han surgido (o resurgido) en nuestra sociedad algunas voces lechíticas o anticaféticas, como se quiera, que dicen que la leche blanca es cosa nuestra de toda la vida y que nada tiene que ganar mezclándose con bebidas oscuras que llegan de África.
Consideran que el café va a quitarle el puesto a la leche en nuestros desayunos y meriendas autóctonos. El café colapsa nuestros bares y le priva a la leche una oportunidad de beneficiarse de la sed de las gentes.
Por ello propugnan la restricción de la entrada del café en el país y su inserción definitiva en nuestra culinaria.
Pero olvidan (o no quieren ver) dos realidades fundamentales:
Primero: que el café con leche no se puede desmezclar, se pongan como se pongan, porque su fusión es ya una parte de nosotros.
Y segundo: que su unión es altamente deseable, porque tanto un líquido como el otro saben mejor mezclados.
[1] ‘Abadaba’: tercera persona del pretérito imperfecto del verbo ‘abadar’, que viene a significar «hacer lo que sea que suelen hacer los abades». Nos gustaría mucho que el vocabulario de nuestros lectores fuera más amplio para no tener que ir explicando las cosas, lo cual resulta una pesadez.
[2] Pedimos humildemente perdón a los lectores por este chiste tan malo que Gallud Jardiel se ha empeñado en meter aquí. (Nota del editor.)
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