Tirso de Molina: El conde-
nado por desconfiado:
una comedia teológica
que fue escrita en aquel año
en que Felipe Tercero
se dio un atracón de plátanos
y se puso muy malito
y tuvieron que purgarlo.
Es la obra más famosa
que nos legó el mercedario.
¿Qué por qué esa famosa, dicen?
El asunto está muy claro:
la Contrarreforma tiene
un sinfín de partidarios
todavía en nuestros días:
ya saben de quién les hablo.
La comedia no está mal,
aunque el asunto es extraño:
¿existe el libre albedrío
o estamos predestinados
a cometer mil burradas
y al final pagar los platos
rotos? Lo que Tirso quiere
decir por boca de Ángelo,
su protagonista, es
que aunque seas muy beato
si le das vueltas al dogma
y así, pensando, pensando,
acabas por tener dudas
te condenas ipso facto.
Luego es mejor tener siempre
es seso desenchufado,
no pensar y evitar ir
a ese lugar de allá abajo
donde las temperaturas
alcanzan bastantes grados
y hay unos señores rojos
con cuernos, tridente y rabo
que cobran un sueldo pingüe
por pincharte sin descanso.
El héroe de la comedia
es un asceta pazguato
que está reza que te reza
hasta que un ángel, ya harto
de escucharle, se aparece
y pregunta al mentecato:
«¿Qué quieres?» Y el le responde:
«Quiero estar asegurado
de tener plaza en el cielo
si siguiera así de santo
como hasta ahora lo fui.»
El ángel, por despegárselo
le contesta: «Tu final
será igual que el de un fulano,
de nombre Enrico, de quien
oirás hablar de inmediato.
Sí él va al cielo, tú también;
si al infierno, tú otro tanto.
Eso ha de ser lo que pase
con tu alma. ¿Lo has captado?»
«Gracias, ángel de bondad»,
le dice. «De nada, majo.
¡A mandar!», contesta el ángel.
Y se larga de allí raudo
por tener ocupaciones
urgentes en otro lado.
Ángelo queda contento:
«Enrico será muy santo»,
se dice. «Me salvaré
al igual que él.» Y animado
por esta idea se marcha
en dirección al poblado.
Mas, ¡ay!, al llegar se entera
de que el Enrico es un caco,
un asesino, un cochino,
delincuente redomado
que está en búsqueda y captura
para ser ajusticiado
con el hacha o con la horca,
lo que pille más a mano.
«¡Caramba!», dice el asceta.
«El tipejo es un diablo:
va al infierno de seguro
como dos y dos son cuatro.
¡Qué situación! ¡Qué faena!
El ángel me la ha jugado.
Pues si he de ir al infierno
yo no hago el canelo orando
y haciendo mil penitencias
religiosas. Al contrario:
voy a pasármelo bien
en este mundo y, si palmo,
y me voy con Satanás
¡que me quiten lo bailado!»
A partir de ese momento
empieza a hacer a destajo
tropecientas fechorías
cual si estuviera empeñado
en batir con diferencia
el Record Guinness de malos:
roba a pobres, mata a viejos,
blasfema, juega a los dados,
estupra a niñas y a niños,
lee libros de Saramago,
viaja en metro sin billete,
estafa a mil ciudadanos
y, en fin, ¿para qué cansar?:
comete muchos pecados.
Quizá alguno se pregunte:
¿qué hacía Enrico mientras tanto?
Pues Enrico, que hemos dicho
que es bandido consumado
resulta que quiere mucho
a su padre, Policarpo,
y por su piedad filial...
(Esperen, que me he colado.
No es Policarpo su padre.
¿Cómo se llama? ¿Amaranto?
¿Aniceto? No: Anareto.
Sabía que era un nombre raro
mas no recordaba cuál.
Ya está dicho. Prosigamos.)
Pues Enrico —les decía—
amaba mucho a su anciano
padre y con lo que robaba
siempre le hacía regalos,
de suerte que tenía el hombre
por lo menos siete sacos
con relojes, monederos,
pitilleras y otros varios
objetos curiosos que
Enrico tomó prestados
a sus dueños sin que éstos
se enteraran del traspaso.
Resumiendo: Dios, al ver
este amor exagerado
del hijo al padre, perdona
a Enrico, que es apresado
y ajusticiado y se muere
y se va al cielo de un salto.
A Ángelo le da un soponcio
y muere también; en cambio,
por no haber tenido fe,
por ser tan desconfiado
se condena. Estos follones
teológicos son muy raros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario