La historia que les contamos,
que se titula El asombro
de Damasco, es una ope-
reta con un tema erótico,
en la que interviene un médico
que es turco y con mucho morro,
un Cadí que está salido
en tocante a lo amatorio
y un Visir que solo piensa
en leer novelas porno
ambientadas en harenes
y en cosas de dormitorio.
El asunto está en Las mil
y una noches (que es anónimo).
Vale la pena que escuchen
este relato precioso.
Hay una mujer, Zobeida,
que está más buena que el choco-
late y tiene una hermosura
que no hay adjetivo idóneo
que la pueda describir
ni dar idea de cómo
está la buena señora,
que al verla te quedas bobo.
Bien; ya ustedes se hacen cargo
de aquello que me propongo
explicar y a la beldad
la imaginan a su antojo.
Esta Venus mahometana
viene de Mosul. Su esposo
se halla enfermo y el culpable
es un estafilococo
de esos que se meten dentro
de ti y te dejan muy pocho.
Ella necesita perras
para curar a su cónyugo
y como un tal Ben Ibhén
—un médico muy famoso—
le debe algunos dinares,
ella viene por el cobro.
Ben Ibhén es un farsante,
un pillo de tomo y lomo,
un pillastre muy astuto
más largo que el Orinoco,
que hace todos sus jarabes
solo con agua del pozo,
que empieza a matar enfermos
y al rato se queda solo.
Resumiendo: que es el tipo
más trapisonda del globo.
Pero como allí en Damasco
hay mil males patológicos,
nunca le faltan pacientes
a este doctor nada docto,
por lo que tiene un buen gato
y bien guarecido el forro.
Mientras la hermosa le cuenta
que su esposo tiene un cólico
miserere y necesita
de aquel préstamo el reembolso,
ella se tapa la cara:
se le ve un ojo tan solo.
El doctor quiere saber
a quién va a entregar el monto
y pide que se destape
para poder verle el rostro.
Cuando Zobeida lo hace,
Ibhén siente un terremoto
que le hace temblar los brazos...
y las piernas... y otro corpo-
ral apéndice importante
(mencionarlo sería impropio).
Al contemplar su belleza,
su cuerpo se pone tórrido
y, cegado de pasión,
le dice con desahogo
que si quiere su dinero,
que deje abierto el cerrojo
de la posada en que esté
y que él llegará muy pronto
para así jugar con ella
durante la noche al corro
de la patata, al parchís,
al tute o a cualquier otro
juego. Zobeida se indigna
y rechaza este soborno.
¿Qué hacer? Su amiga Fahíma
le consuela en su sollozos
y maldice a aquel canalla
con cien males espantosos:
«¡Así te infectes de cólera!
¡Así tengas reuma crónico!
¡Ojalá Alá te condene
a tener que ir al psicólogo!»
Se escuchan unos redobles
de tambor y llega al zoco
el Cadí, Ali Mon, un juez
más feo que Quasimodo
y que es un tremendo experto
en hacer su propio elogio;
vamos: presume de ser
un funcionario muy probo
que cumple con su deber
y mete en el calabozo
a su padre, si hace falta,
porque es todopoderoso
y su vara de justicia
nunca jamás se le ha roto
ni combado ni un poquito,
que es de un material muy sólido.
Pero cuando ve a Zobeida,
y sus curvados contornos,
pretende darle un bocado
por sus instintos de lobo
y encuentra muy natural,
muy comprensible y muy lógico
que el médico Ibhén hubiera
querido pegarle un sobo.
Le dice que, si no hay cita,
no habrá justicia tampoco.
Ella, viendo que el Cadí
no le va a dar ni un autógrafo
ni a hacer ninguna justicia,
dice: «¡Mi gozo en un pozo!»,
mas como lo dice en árabe
no lo entendemos nosotros.
Al cabo de un rato llega
el Visir, con veintiocho
guardias, que casi lo tapan,
que él es bajito y rechoncho
(‘bajito’ es un eufemismo:
es más pequeño que un gnomo,
por lo que no usa turbante,
que el peso le causa ahogos).
Zobeida le da un papel
donde ha escrito sus oprobios
y él hace que se lo lean,
como manda el protocolo,
para así evitar cansarse.
Se cabrea más que un mono:
«¡Ese médico es un jeta
y ese Cadí es un gran golfo!
¡Esto no ha de tolerarse!
¡Qué indignidad! ¡Es el colmo!
¡Del sopapo que les doy
darán vueltas como un trompo!»
En fin: hace juramentos
hasta que se queda ronco.
La mujer quiere enseguida
agradecer el socorro
y, levantándose el velo,
deposita un casto ósculo
en la mano del Visir.
A este, al verla, le entra el morbo,
se siente como un diabético
que quiere comerse un bollo,
arde de pasión su pecho,
en su cuerpo entra el microbio
de la lascivia y pretende...
lo mismito que los otros;
lo dice sin perder tiempo
y sin usar circunloquios.
Zobeida y Fahíma están
llenas de rubor, sofoco,
pudor, malestar, vergüenza,
turbación, asco y sonrojo;
no saben cómo salir
de ese singular embrollo.
Entonces se les acerca
un mendigo —que olía a oso
y al que nadie da limosna
por no acercarse a lo hediondo—
y les dice algo al oído
—que no escuchamos nosotros
bien porque habla muy bajito
o bien porque estamos sordos—
que convence a las mujeres:
un remedio muy heroico
para acabar aquel lío
de un modo satisfactorio.
Fiando en el pordiosero,
dan cita a los tres pipiolos
por separado esa noche,
pidiendo que acudan solos
y sin acompañamiento
a ese momento amoroso,
que tener veintiocho guardias
allí, contemplando un coito,
chafa la sensualidad
y hasta transgrede el decoro.
Lo que sucede de noche
en el siguiente episodio,
en la casa de Fahíma
tiene, lo menos, dos rombos.
Ben Ibhén llega el primero,
porque está ya deseoso
de «hacerse» a la mosuleña;
y como esta lleva velos
que son tan transparentosos
que no dejan nada oculto
sino muy visible y obvio,
queda medio cataléptico
y cuatro quintos afónico.
Cuando allí llega Ali Mon,
se sorprende y queda atónito
viendo al médico. Fahíma
se lo explica en un monólogo:
Zobeida se sintió mal,
sufrió de un dolor de estómago
y hubo de llamar a Ibhén,
que es tan diestro en su negocio
que tan solo con nombrarle
huyen los estreptococos.
El Cadí no se lo cree.
Pero da igual, porque pronto
suenan ruidos en la puerta
y aparece por el foro
el gran Visir en persona
para aumentar el incordio.
Se dan mil explicaciones,
con excusas y diagnósticos
y entonces vuelve Fahíma
con un ataque espasmódico:
la casa en que están se encuentra
en un conflicto horroroso,
en poder de unos bandidos
que son más malos que ogros,
que roban al que se tercie
y dan más miedo que el coco,
porque su jefe, Kafur, es
más bruto que un algarrobo
y les da a sus prisioneros
tres tormentos horrorosos:
les unta miel y les deja
desnudos al sol de agosto,
y las moscas se los zampan
cual si fueran un bizcocho;
les encierra en un recinto
con siete gatos u ocho
que no han comido en un mes,
o, peor, les sienta, incómodos,
sobre un palo puntiagudo
y hace algo muy doloroso:
les hace dar varias vueltas
hasta que entran a torno.
Los tres amantes se quedan
que se les tumba de un soplo,
con las tripas de jalea
y con la lengua de corcho
de puro miedo. Fahíma,
propone un plan ingenioso:
dirá que son sus esclavos
para que salven el moño.
Dicho y hecho: se desvisten,
ponen cara de ceporros
y, para no destacar,
se retiran hasta el fondo.
Entra Kafur, pide vino,
algunas frutas y pollo,
y los tres falsos criados
tienen que seguirle el rollo.
Zobeida ve que Kafur
es el mendigo andrajoso,
se tranquiliza y disfruta
oculta tras un biombo.
El bandido se hace honrar
y agasajar por los tontos,
pero, al cabo, los descubre
y los tres lloran a moco
tendido, porque su muerte
es segura, cual cerrojo.
Entonces Kafur añade
un concepto muy curioso:
«Yo a los hombres honorables
los asesino y les robo
sin importarme un ardite.
En cambio, con los ladrones
me siento muy generoso,
porque son gentes afines
y como a tales los tomo.
Si vosotros fuerais de esos,
mangantes de tomo y lomo,
salvaríais el pellejo
y os colmaría de tesoros;
y al más malo de los tres
aquí presentes, no solo
perdonaría su vida,
sino que tendría un chollo:
le convertiría en mi hombre
de confianza y mi socio.»
Escuchando esto, los tres
creen haber hecho su agosto.
«Yo soy el más sinvergüenza
que hay desde China hasta el Bósforo»,
dice el médico. «No tengo
de curar ni el más remoto
conocimiento. Les doy
a mis pacientes un lodo
—no un lodo medicinal,
sino uno mondo y lirondo
que hay en mi patio de atrás—,
se lo comen poco a poco
y la mayor parte de ellos
acaban yéndose al hoyo.»
«Pues yo no hago un veredicto
si es que antes no me lo cobro
con una noche de amor
o con un montón de oro.
Así es que yo soy, Kafur,
el más criminal de todos.
Merezco un puesto a tu lado
por bribón y mentiroso.»
«¡Anda, pues eso no es nada!»,
dice el Visir, pretencioso.
«Yo me dedico a vender,
a cambio de sacos gordos
de monedas, los empleos
del califato. Los pongo
en subasta a un precio altísimo
y siempre hay avariciosos
que pujan para tenerlos
y lucrarse de este modo.»
«Lo que hacéis», dice Kafur,
«es totalmente espantoso».
«¡Pues sí!», reconocen ellos.
«En cuanto a viles, no hay moro
que a nosotros nos iguale»,
confiesan los tres mafiosos.
«Y el Califa Soleimán
¿sabe que sois tan tramposos?»,
pregunta Kafur. Las risas
se escuchan desde Logroño.
«¡El Califa... ¡qué infeliz!»
«¡Está más ciego que un topo!»
«¡Él no se entera de nada!»
«¡No sabe ni por asomo
lo que se cuece en su reino!»
Kafur entonces se quita
el parche puesto en el ojo,
se despoja de un tirón
de su disfraz cochambroso
y por sus ricos vestidos
y sus muchos perifollos
sabemos que es el Califa,
que iba por ahí de incógnito.
«¡Alá! ¡Nos hemos caído!»
«¡Nos ha perdido el coloquio!»
«¡Hemos metido la pata
en este interrogatorio!»
El Califa se avergüenza
de tan pésimos burócratos
y los condena a morir
de una vez o bien a trozos.
Las riquezas de los tres
se habrán de invertir en bonos
del Estado y pasarán
a Zobeida, en gesto pródigo.
Con este final se quiere
que nos traguemos el bolo
de que aunque muchos ministros
fueran malvados y odiosos,
los monarcas eran justos
allá por el siglo nono,
aunque el paso de los años
signifique un deterioro
y los gobernantes de hoy
sean corruptos y chupópteros.
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