Adivinando el futuro

 


(Cuento sin final. Los cuentos sin final se escriben por dos razones: para dárselas de moderno o porque no se te ocurre cómo acabarlos. A mí no me gustan. Prefiero los finales cerrados, muy cerrados: que el protagonista muera, que lo entierren, que se pudra bien podrido, que se lo coman los gusanos y que estos a su vez pasen a la colección de un profesor de entomología que acabe jubilándose.)

 

 ¡Toda una vida sufriendo los envites de la mala suerte!

Lucas y Renato eran gaffes: eso era algo indiscutible. El fracaso les perseguía allí donde fueran. Solo tenían como consuelo su mutua amistad.

Pensaron, desengañados de lo que la vida les prometía, en el suicidio colectivo, pero, antes de que lo pudieran poner en práctica la casualidad hizo que Lucas leyera en un diario, en la sección de anuncios, (la de anuncios por palabras, que era la legible) algo que le sorprendió. Era un anuncio singular.

 

 

El adivino Méndez

le resolverá

todos sus problemas

por una módica cantidad.

Méndez tiene a su servicio

una clara visión

del futuro.

¡Lea su mente y sepa, por lo menos, a qué atenerse!

 

 

Como Méndez todo lo sabía, no cayó en la cuenta de que a la gente normal era imprescindible darles la dirección del consultorio, si se quería que acudiera. Pero no constituyó esto impedimento alguno para nuestro Renato quien, tras ir a casa del desconsoladamente deprimido Lucas y llevárselo a la rastra, se dedicó a buscar al desconocido Méndez por Madrid.

(Y ateniéndonos a la moderna teoría de que el escritor no ha de hacerlo todo, sino que solo ha de sugerir para que el lector medite de una vez, diremos sencillamente que lo encontró y el que quiera, puede inventarse el cómo).

Antes de llegar a la casa de Méndez, Renato puso en conocimiento de su amigo la capacidad de la que aquel hombre blasonaba y lo útil que esta podría serles. Al llegar a la casa del adivino, ambos amigos iban corriendo. Tenían tanta prisa en llegar que subieron las escaleras de tres en tres. (Eran, en total veintisiete peldaños, así es que no nos explicamos cómo pudieron subirlos de tres en tres sin que les faltara ni les sobrara ninguno, pero el lector ha de saber que lo normal era que lo sobrenatural y lo extraño rodearan a nuestros personajes. Estos entraron en el despacho-consultorio del adivino que, al verlos, comenzó a gritar desaforadamente.

—¡¡Tifón!! ¡¡Tifón!!

El mago se subió a la mesa y por poco se queda sin bola.

— No señor: Renato Puerta y Lucas Angulo, para servirle.

—¡No se acerquen! ¡Quietos! ¡Lo veo! ¡Lo veo!

De pronto se calmó por completo. Se bajó de la mesa derramando un tintero (felizmente sobre un papel secante) y dijo:

—Nunca me acostumbraré a que no se pueda evitar lo inevitable. Siéntense. No hay por qué temblar.

A Lucas le extrañó esta calma repentina, pero ya se sabe que tras la tempestad viene la calma.

El otro prosiguió:

—Ustedes creerán probablemente que lo que anuncio en el periódico no es del todo cierto y habrán venido solo por curiosidad. Pero es verdad y mucha verdad —y agregó misteriosamente—: Yo lo sé todo . Sé que ustedes... bueno, eso. Y que vienen a consultarme. Yo veo el futuro con claridad, ¿saben ustedes? Pero no me acostumbro.

—¿Y Tifón?

—Sí; Tifón, hombre, Tifón, hermano de Osiris, el dios egipcio de la mala sombra.

—¡Ah!

—¡Siéntense! Trátenme con confianza. Al fin y a la postre también yo he sido marcado por la fatalidad.

—¿...?

—Sí; esto que ustedes pueden creer un don, es algo fatal. Sufro mucho —hizo una pausa—. Porque sé cuándo me voy a morir.

Ambos amigos se espeluznaron de espanto al imaginarse lo que significaba un adivino que adivinaba en serio.

—Permítanme —prosiguió Méndez— que les cuente mi desgracia. No lo creerán posible, pero yo no tenía antes es tos poderes. Mucha gente cree que para obtener la clarividencia hay que hacer ejercicios durante años y años, concentración y otras zarandajas por el estilo. ¡Nada de eso! Se levanta uno un día por la mañana y ¡zas!

Renato y Lucas se asombraron un poquito.

—Cuando me sucedió lo que les cuento, salí a la calle y percibí con asombro que, a más de los letreros de las tiendas, podía leer las mentes de las personas. ¡Se leía cada cosa! Nunca he sabido de nada igual.

La boca de Lucas se abría paulatinamente.

—Como no podía hacer otra cosa tomé una solución drástica: traspasé m establecimiento y, para poder leer mejor los acontecimientos futuros, me compré una bola. Vean.

La bola, estaba, efectivamente, allí. Renato se acercó y contempló detenidamente su superficie de vidrio. Se leía en una esquina: «Made in Italy».

—Pero, oiga —inquirió Renato—, ¿cómo se le ocurrió pensar que el cristal puede servir para ver?

—Yo era oculista.

—¡Ah!

—Pero, bueno —prosiguió Méndez—, vamos a lo suyo. En primer lugar les diré que no tienen que acobardarse. La metempsicosis juega a veces estas malas pasadas. Esto ha sido solo una aglomeración.

—¿Una aglomeración?

—Sí, mis queridos señores. Las propiedades funestas que ustedes... iba a decir gozan... padecen, debieron ser suyas en otros cuerpos anteriores y, como Dios las cría y ellas se juntan, se les han manifestado todas juntas en este: las de ahora y las atrasadas, como los impuestos.

—¿Quiere usted decir que hemos tenido otras vidas anteriores...?

—¡Claro! Otras encarnaciones.

—¿Qué? —Renato no entendía nada.

—¿No saben lo que significa «encarnar»?

Méndez le dio a Renato una enciclopedia en donde se podía leer: «Encarnación: Ciudad del S.E. de Paraguay. Capital del Departamento de Itapúa, en el curso alto del Paraná.»

Ya aclarada la duda, la conversación prosiguió.

—Y en cuanto a sus vidas anteriores, si quieren, les puedo contar algunas. Se divertirán.

—¿Usted cree? —inquirió Lucas. Evidentemente, no estaba muy convencido.

—Sí; algunas de estas vidas son como una novela.

—Que podría titularse El antepasado de sí mismo.

—Efectivamente. Permítame. Présteme sus gafas, ¿quiere? Me concentro mejor.

Renato le cedió sus lentes que Méndez palpó repetidamente

—No se extrañen de que me ayude con ellas. En realidad, yo más que a la clarividencia o a la clariaudiencia, me he dedicado a especializarme en la claritocancia; puedo decir el grado de adulteración de un producto con solo tocarlo y hasta el porcentaje de metales en las aleaciones.

Méndez acabó por ponerse las gafas.

—Ahora, déjenme que me concentre —Lo hizo—. ¡Ahí está! Lo veo. Se llama usted Dupont. Jean-Pierre Dupont.

—¿Yo? —preguntó Renato.

—¡Sí, hombre! Usted antes. ¡Mire! ¡Ahí está usted!

Renato, despistado, miraba a una consola a la que Méndez parecía señalar mientras Lucas seguía boquiabriéndose.

—Lleva usted calzones cortos y una flor de lis en la camiseta. ¡Acaba usted de ser nombrado camarero encargado de hacerle los lazos a los zapatos de S.M. el cristianísimo Rey Luis XVI Capeto.

—Para una vida ya es bastante mala sombra.

—Iré más adelante —siguió diciendo Méndez, aún en trance—. Ahora es Mr. Swift. Anda por una calle de casas de madera. Es forastero en el lugar. Acaba de llegar en un tren. Es el 18 de abril de 1906.

—¿La ciudad? —preguntó nuestro hombre ansiosamente.

—¡San Francisco de California!

Un estremecimiento se dio un paseo por la espina dorsal de Renato.

—Ya es bastante —dijo.

En cuanto a Lucas, Méndez dijo cosas sorprendentes palpándole intensamente los tirantes. Aparte de la historieta de Tifón, ya horripilante de por sí, el mago afirmó que Lucas había sido Cristóbal Colón en persona y que había ejercido sobradamente sobre sus contemporáneos su nefasta influencia descubriendo América, cuando muy bien podía haberse estado quietecito.

—Podría ir ahora hacia atrás y remontarme al inicio del ciclo —prosiguió Méndez—. Los cenizos son los descendientes directos de Caín. Son de su estirpe. Ya sabrán ustedes que el pobre Caín tenía tan mala suerte que no conseguía hacer una ofrenda a derechas. Y también los historiadores dicen que mientras que el estacazo que Abel le propinó a Caín no le produjo a este heridas de pronóstico reservado, el que Caín le devolvió se cargó al otro como a un pajarito, lo que también era mala pata. De ahí la cosa fue de mal en peor.

—¿Por qué se pelearon Caín y Abel? —quiso saber Renato.

—La taba con la que Abel jugaba estaba trucada. ¡Y se apostaban un becerro!

—Pero ¿de qué nos sirve a nosotros todo esto? —protestó Lucas—. ¿No nos puede ayudar con una solución práctica?

—A lo de su mala fortuna, no, sinceramente. Ahora, que si quieren saber algo de su porvenir, entonces sí puedo ayudarles.

—Venga!

Méndez sacó un papel de un cajón (un folleto) y releyó las instrucciones que en él se contenían sobre el manejo de la bola. Luego se acercó a donde estaba y, sacando una gamuza, la frotó intensamente con agua y alcohol. Se detuvo de pronto.

—Pero les costará algo de dinero. No, no me crean interesado, pero yo sigo los rituales antiguos que obligan, tras consultar la bola, a estarse lavando continuamente. Si no gano para jabón, me arruino.

—Bueno, lo que sea —dijo Lucas, impaciente—. Díganos que va a pasar con nuestro futuro.

Méndez miró.

Vio.

Y se desmayó.

Cuando, a los dos días de lo narrado, regresó en sí, gritó, aterrorizado:

—¡No puede ser! ¡Ha de haber un error! ¡Una interferencia! ¡No puede ser verdad! ¿Por qué este error en la bola? ¿Dónde he puesto la tarjeta de garantía?

Parecía como loco, teniendo visiones.

Pero una reiterada contemplación de las imágenes del vidrioso esferoide le indicó que no había posibilidad de engaño.

Cuando le obligaron a hablar, Méndez balbuceó:

—Según lo que la bola dice de sus posibilidades futuras, no tienen ustedes forma humana de triunfar en la vida—. Y recalcó la palabra «humana».

No consiguieron que les explicara nada más ni que añadiera ni una sola palabra. Únicamente, cuando nuestros dos amigos ya se iban, desengañados, les aconsejó desde el rincón en donde se había acurrucado, de puro canguelo:

—Compren ustedes acciones de la Telefónica.

El conocimiento del futuro tiene unas posibilidades muy limitadas.

 

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