Se narra aquí cómo Federico conoció a su mujer, Tete, y cómo se enamoró de ella. ¿Creen ustedes en el amor a primera vista?
Había sido un día emocionante. La había visto. Se había cruzado con ella por casualidad, en un andén de Metro, mientras esperaba el autobús. Era ella. «La» mujer.
Federico volvió a su casa agotado y se acostó en la cama de la que disponía para esos casos. Cuando por fin comenzaba a dormirse, oyó unos ruidos raros en el cuarto contiguo.
—¿Quién es? —inquirió.
No obtuvo respuesta.
—¿Será algún ladrón? —se preguntó en voz alta.
—Yo no he hecho ningún ruido —le contestó una voz—. Además, yo ya me iba.
«Entonces, ¿qué es eso? Tendré que verlo por mí mismo», se dijo.
Se levantó y se dirigió al cuarto de al lado. El ruido procedía del armario. Se acercó, lo abrió y se llevó un descomunal susto. Allí estaba el propio dios Cupido, con su arco y sus flechas, acurrucado encima de una caja de pañuelos.
—Haga el favor de conducirme hasta una silla, ¿quiere? —le dijo éste—. Aquí me hallo bastante incómodo.
—¿Desde hace cuánto tiempo que está usted ahí?
—Dos horas —respondió el diosecillo—. Yo estaba esperando a que usted se durmiera. Tenía frío y por eso me refugié en el armario.
Nuestro hombre no encontraba la puerta para salir de su asombro.
—Así que usted Cupido, ¿eh? —preguntó con desconfianza.
—Sí —le respondió—. Machín para los amigos.
—Pues permítame que lo dude.
—Dude usted todo lo que quiera, ¡pues no faltaba más! Si es lo natural... Pero, mire, para que se convenza... —y sacó una foto virada en sepia en donde se le veía a él con la madre Venus, apoyados los dos en un triglifo.
Ya no cabía dudar.
—¿Puedo inquirir a qué debo el honor de su visita? —preguntó Federico, más muerto que todo lo contrario, de puro estupor.
—Yo he venido a hablarle de Beatricita. Es un servicio gratuito que incluyo en mi labor.
—Pero ¿se llama Beatriz?
—Pues ¿qué esperaba usted?
—No, si es un nombre muy bonito.
—Bueno, a lo que íbamos —siguió el Amor—. Yo vengo a facilitarle datos interesantes sobre Beatriz, que no dudo que le servirán en lo futuro... Pero, oiga, ¿no tiene usted una estufa? ¡Me estoy quedando hecho un carámbano. Como voy desnudo...
—Ahora la enciendo —dijo Federico, poniéndole a la obra las manos—. ¿No quiere tomar algo? —ofreció.
—Ya he comido unas bolas de menta que tenía usted metidas entre la ropa del armario.
—¿Bolas de menta?
—Sí, unas bolas redondas muy raras... una menta muy peculiar.
—¿No serían de color blanco, por un casual? —inquirió el humano, asaltado por una desagradable sospecha.
—Yo no distingo los colores. Ya sabe usted que soy ciego. Pero se me ha quedado un saborcillo extraño, ya le digo. Así que no me desagradaría el tomarme una cerveza.
Federico se la trajo.
—Y unos calamares.
Se los trajo, asimismo. Cupido comenzó a comérselos.
—Tráigame un almohadón, haga el favor, para el asiento.
Obedeció.
—Y cierre aquella ventana. Y ponga el arco y las flechas en aquel rincón. Y sírvame una copa de jerez. Y acérqueme un cigarrillo. Y deme fuego. Y tráigame un cenicero. Y una alfombra para los pies, sí.
Ahora Federico entendía por qué llamaban tirano al amor.
Luego que hubo satisfecho sus necesidades estomacales y se hubo repantigado en el sofá, Cupido reanudó la conversación que se había desanudado.
(Entre paréntesis diremos que la figura del dios del amor no podía ser más prosaica. Era gordo, con una panza descomunal, que destacaba aún más debido a su pequeño tamaño, y la venda que llevaba en los ojos no hubiera perdido nada si la hubieran lavado y hubieran dado de azulete.)
—Pues verá usted —habló el dios—. El caso es que ya está usted enamorado. Ahora ya no hay más tu tía que aguantarse, que dijo el otro —comentó el dios de los sentimientos delicados—. Pero a la chica solo la ha visto usted una vez, así que será mejor que se la describa en detalle.
—Sí, sí, ¡venga! —dijo Federico, entusiasmado con la idea.
—Primero le describiré su cuerpo y...
—...y luego su alma, ¿no?
—¡No gaste bromas, hombre!
—¿Cómo? ¿Es que no tiene alma?
—Tanto como no tener, no tener en absoluto... Un trocito, un trocito de un alma grupal. Pero ¿es que no ha leído usted a Unamuno?
—Mire, verá...
—¡Qué vergüenza! Pues era español, como usted. Si los españoles no leen a sus autores... Eso en Francia no pasa. En fin. Su persona: Tiene catorce mil ciento dos millones, setecientas ochenta y nueve mil doscientas veinticuatro células, si mal no recuerdo y según el último censo.
—Y yo ¿qué voy a hacer con tantas células?
—Eso usted verá.
—No, si lo que quiero decir es que ¿de qué me sirve a mi saber detalles tan exactos? Hábleme en general.
—Pues en general Beatricita consta de cabeza, tronco y extremidades.
—¡Hombre, yo decía en general, pero no tanto!
—¿Quiere usted detalles técnicos, como la presión arterial, el número de leucocitos o cosas así?
—No, no.
—En cuanto a personalidad, tiene muchos melindres. Es de las que tropiezan en un garbanzo. Cuentan que de pequeña vio un escarabajo y fue tal la impresión que tuvieron que trasplantarle algo. Pero, por lo demás, es encantadora. Bueno, ¿para qué ponderar? Ya usted la ha visto
—Sí, claro.
— Ahora, con su permiso, permítame que me retire. Yo ya finalicé mi trabajo. Ahora es su turno de llevar adelante el asunto y galantear a la muchacha. Me temo que vaya a ser algo dura de pelar, pero no se desanime. La constancia es un arma que vence imposibles.
Fue a coger su arco y flechas y se le rompió la cuerda al primero.
—¡Oh! —dijo con desencanto—. No me extraña. Está muy viejo, el pobre. En la primera ocasión me compraré una escopeta. Hay que modernizarse. Bien. ¿Puede acompañarme hasta la ventana?
—Pero, oiga —le dijo Federico cuando el otro ya se iba— ¿cómo puedo ponerme en contacto con usted?
Cupido sonrió amargamente y dijo:
—Probablemente no tendrá usted necesidad de ello. Ya le he herido una vez. Si es usted sensato, como parece...
Y añadió, mientras se largaba volando:
—«Gato escaldado...»
Nuestro héroe no pudo oír el final de la frase. Así es que se quedó sin saber qué había querido decir.
Y así fue cómo Federico se enamoró.
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