Un cineasta patrio

 


Nada más abrir la puerta me di cuenta de que no tendría que vérmelas, después de todo, con un vendedor de aspiradoras. Era aquel individuo que me había pedido una cita por teléfono el día anterior. Claro que sí llevaba encima unas cuantas aspiradoras pero, según me dijo luego, no eran para vender.

Ahora bien: yo no suelo conceder citas a hombres desconocidos. Una cláusula de mi contrato me lo impide. Los directores de cine españoles como yo estamos todo el día muy ocupados estudiando el despertar sexual de los niños durante la posguerra para elaborar nuestros guiones. Así es que no sé por qué me dejé convencer para prometerle a aquel señor que hablaría con él. Ahora que lo pienso bien, quizá lo hice porque su voz, por teléfono, me recordaba la de un chiguagua que tuve una vez y que me quería un horror. El caso es que le recibí y le hice pasar. Era alto, rubio, algo pelirrojo y también un poco moreno, aunque el pelo le empezaba ya a blanquear alrededor de la calva.

—Y bien: ¿qué desea usted de mí? —le pregunté. No dio respuesta a mi pregunta, por lo que me vi precisado a hacerle otra de más fácil respuesta.

—¿Quién es usted?

Al parecer, ésa tampoco se la sabía, porque no contestó. Me lo quedé mirando.

—¿Así es que no me conoce? —dijo, de pronto, con un punto de amargura—. Soy el público.

Yo no le entendí bien.

—¿El público? ¿Qué público? —quise saber.

—¿Cómo que qué público? ¿Cuál va a ser? El público. El que ve sus películas.

—Quiere usted decir que forma parte del público —aclaré.

—Quiero decir que soy todo el público. Yo lo integro.

—Pues si es usted todo el público, me voy a morir de hambre —exclamé.

«El público» se sentó en el sofá que tengo en el salón para el caso de urgencia de que alguna visita quiera sentarse.

—Con permiso —dijo.

—O sea —creí mi deber decir—, que es usted una figura...

—El público nada más, ya le dije.

—...una figura retórica. ¿No es eso?

—Precisamente. Yo soy el público sano —y se golpeó el tórax como demostración—. Y usted es una especie de criado mío. Trabaja, en definitiva, para mí.

—¡Yo no soy criado de nadie! —grité, indignado, dando una fuerte patada en el suelo.

El vecino de abajo subió a protestar, me insultó, le pegué, vino la policía, me detuvieron, fui a la comisaría, llamé a mi abogado, pagué la fianza, cogí un taxi, regresé a casa y la conversación se reanudó.

—Vengo a pedirle algo —me dijo el tipo aquel. Yo estaba ya un tanto desconcertado. Le atajé:

—Espere un momento, espere un momento. ¿Viene a decirme que es usted una figura alegórica, un alma grupal, un símbolo andante y que va a pedirme algo? Esto parece el guion de una película.

—Y es que estamos en una película, señor mío —replicó con firmeza.

Yo había creído todo el rato que nos hallábamos sólo protagonizando un cuento corto, pero no tuve ánimos para discutir.

—Resumiendo —prosiguió—. Su cine es malo. Sólo se preocupa de ganar dinero, cosa que tampoco consigue, sin preocuparse para nada de la calidad.

—¡Oiga, oiga!

A esas alturas yo quería gritar e incluso agredir a aquel hombre importuno, pero no podía ir de nuevo a la comisaría y pagarme otro taxi de vuelta.

—¿Que mis películas no dan dinero? —clamé

—No sólo eso, sino que sus guiones son infames. Por no hablar de la interpretación, ya que muchos de los actores que emplea dan verdadera pena. Así es que he venido a solventarle la papeleta.

—¿Sí, eh? —repliqué con sorna—. Pues bien, listillo, ya que se las sabe todas, dígame ahora y de una vez qué debemos hacer yo y mis compañeros de profesión para dignificar el cine español.

—Es muy fácil —replicó el majadero aquel—. Todo lo que tienen que hacer es...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(No es que éste sea un cuento de final abierto, de ésos que están ahora tan de moda. El espacio en blanco de más arriba está destinado para que el lector inserte su propia solución, mejorando el cine español de una vez por todas. Recurro a este procedimiento, como ustedes imaginarán, porque, por más vueltas que le doy, no se me ocurre forma humana de solucionar este acuciante problema.)

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