Sendebar

 

 

Hubo una vez un señor

que tenía un papagayo.

(Hay mucha gente que cría

mascotas: no es nada raro.)

Y el animalito aquel

de listo era un rato largo

y no hablaba por los codos

por un motivo muy claro:

los pájaros no los tienen,

porque carecen de brazos.

 

Como fuere, el animal

se pasaba muchos ratos

observando qué acaecía

en la casa y en el patio,

porque era un ave cotilla

que disfrutaba espiando

a los unos y a los otros

desde el alba hasta el ocaso.

Y luego, al caer la tarde,

cuando volvía su amo,

le contaba de pe a pa

todo lo que había pasado,

cómo eran todos y dónde

les apretaba el zapato.

De esta manera, su dueño

se mantenía informado

sobre toda su familia,

sus ocios y sus trabajos,

si algún hijo suyo era

laborioso o era vago,

si la criada sisaba

cuando marchaba al mercado

y, en fin, todas esas cosas

del acontecer diario.

 

Todo marchaba muy bien

hasta que pasó algo malo,

pues sucedió que su esposa

se enamoriscó de un guapo

vecino y, tras invitarle

a merendar Cola-Cao

con galletas y con dos

rodajas de pan tostado,

se fue a la cama con él

en menos que canta un gallo;

y no fue para jugar

una partida a los dados,

como quizá hayan supuesto

los lectores bien pensados,

sino a probar otro juego

muy distinto al mencionado

que es mucho más divertido

y no hace falta explicarlo.

 

Los dos amantes hicieron

de todo enfrente del pájaro:

lo que Góngora llamó

«batallas de amor en campos

de pluma» (por el colchón).

Y hubieron de pagar caro

este error que cometieron

por imprudentes, que cuando

volvió el marido a su casa,

el ave le hizo un exacto

resumen de lo acaecido,

sin olvidarse ni un dato.

 

El marido, como es lógico,

acabo muy cabreado,

y agarrando a su mujer

por los pelos y tirando

con fuerza le dijo: «¡Hembra

sin pudor! ¡Me has engañado!

¡Has deshonrado los votos

que nos hicimos y el tálamo

nupcial!» Dijo muchas cosas

tan cursis como un piano

con la funda de ganchillo

de color violeta. Al cabo,

cuando la mujer negó

haber hecho nada guarro,

el marido contestó

que lo había presenciado

el ave, a quien citaría

como testigo de cargo

en un pleito que pondría

para quedar divorciado.

 

Estaban así las cosas

cuando el vecino y amado

encontró la solución

para evitar el fandango.

Una noche en que el marido

se había marchado a Bilbao

para ver el Guggenheim,

le taparon con un trapo

al papagayo la jaula

y le dejaron cegato.

«¡Qué pronto se ha hecho de noche!»,

dijo ella. «¡Ya han sonado

las doce!», añadió el amante

en voz alta. Y empezaron

a hacer con un abanico

mucho aire en torno al pájaro.

La dueña cogió una lata

y le pegó con un palo

para hacer ruido. «¡Dios mío!

¡Hay que ver cuántos relámpagos!

¡Qué tormenta más horrible!

¡Todo el suelo está inundado!»

Convencieron así al ave

de que se había desatado

la tormenta más tremenda

de los últimos diez años.

 

Cuando dos días después

regresó el dueño, intrigado

por saber qué había hecho ella

durante aquel intervalo,

como tenía por costumbre

le pregunto al pajarraco:

«¿Qué pasó ayer noche?» «¿Anoche?

Que cayeron cien mil rayos

y un aguacero tremendo.

Estuvo lloviendo a cántaros

y tanto soplaba el viento

que he pillado un resfriado».

 

Así que hubo oído esto,

el dueño quedó alelado,

porque él sabía muy bien

que el clima había sido cálido,

sin tormentas y sin lluvias,

sin sirimiris ni orvallos,

de forma que el bicho aquel

mentía como un bellaco.

«Si me mintió sobre el clima,

seguro que me ha engañado

también con lo de los cuernos.

Creo que me he precipitado.

Mi mujer y mi vecino

son inocentes: dos santos.»

 

¿Qué hizo entonces? Agarró

por el pescuezo al alado

y lo espachurró hasta que

quedó muerto y hecho un asco.

 

Luego fue a pedir disculpas

a su esposa, arrodillado,

y a su vecino le hizo

tropecientos mil regalos

para así desagraviarle

por haber de él sospechado.

El vecino, ante sus ruegos,

le perdonó, que era majo.

 

Todos quedaron contentos:

él vivió muy confiado

y la esposa y el vecino

a escondidas inventaron

un método sexual

que te dejaba planchado

y muy a gusto. La pena

es que no lo patentaron,

se perdió el secreto y muchos

no hemos podido probarlo.


 





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