Leopoldo II

 


El rey Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha y Borbón-Orleans, más conocido en su palacio a la hora del banquete diario como Leopoldo II de Bélgica, fue un empresario modelo. Pero de qué fue modelo exactamente es lo que vamos a contar a continuación.

Fue propietario en solitario del Congo belga, así como suena. Se hizo con ese país para él solito y lo explotó como si se tratase de una empresa privada sin sindicatos que le incordiasen ni le diesen la lata. ¿Cómo se convierte un país entero en una firma comercial que manufactura un producto como los coches Ford, el chocolate Nestlé o las galletas Fontaneda? Ahora lo contamos para ilustración de los lectores desinformados.

No cabe duda de que el colonialismo ha sido el invento más rentable desde el Pleistoceno, pues hace falta mucho talento para exprimir adecuadamente a un territorio y seguir sacándole zumo cuando parece que ya no se puede conseguir más. Pues bien: Leopoldo poseía a raudales ese talento.

Para lograr la prosperidad a la que aspiraba tuvo que mandar al otro barrio a quince millones de congoleños. Pero la verdad es que la historia le dio la razón, porque nadie en toda Europa les echó de menos. Y lo que pudieran pensar en África eso no cuenta, ¿no les parece a ustedes?

Lo divertido del caso es que esta macroexplotación esclavista empezó como un proyecto filantrópico. ¡Para que se fíe uno de la bondad del prójimo!

En el año de 1876, Leopoldo, con toda su cara, convocó y presidió la Conferencia Geográfica de Bruselas, destinada a proteger al continente africano de desaprensivos, erradicar la trata de esclavos y asegurarse de que no faltara papel higiénico en donde fuera menester.

Los miembros de la conferencia, para no tener que hacer el trabajo ellos mismos, crearon un organismo permanente, la AIA (Asociación Internacional Africana), presidida por el propio Leopoldo, y que muy bien podía haberse llamado la AIPQLHLQLDLGEA (Asociación Internacional para que Leopoldo hiciera lo que le diera la gana en África), con la sola condición de que les invitase regularmente a todos a una conferencia anual con muchos banquetes con el pretexto de ponerles al tanto de lo que hubiera hecho.

La AIA (Leopoldo) envió al explorador Henry Morton Stanley a conseguir contratos con los incautos jefes indígenas para que la AIA explotase las regiones descubiertas, convirtiéndolas en «estados libres».

 

Las potencias europeas pusieron a Leopoldo por las nubes, diciendo que era un benefactor de la humanidad, un tío muy majete y tal. En la Conferencia de Berlín (1885) se reconoció la creación del Estado Libre del Congo como un territorio perteneciente a Leopoldo a título personal. Esto fue una jugada maestra, porque el Congo no pasó a ser simplemente una colonia de Bélgica, como hubiera sido lo lógico, sino de Leopoldo. Era «propiedad privada». Leopoldo, que se vio amo de un país, podía hacer de él un parque de atracciones o un zoo con selva o podía pegarle fuego tranquilamente sin que nadie tuviese derecho a preguntarle por qué lo hacía. Optó simplemente por convertir al país en un campo de trabajos forzados, en una cárcel sin barrotes, para lo cual envió a unos dieciséis mil carceleros-capataces a sueldo, que se ganaron el sueldo.

Leopoldo se hizo plentimillonario, archiopulento y multirrico.

Por aquellos años, John Dunlop acababa de llevar a cabo los dos grandes inventos con los que ha pasado a la posteridad: los filetes empanados y los neumáticos de caucho. Se disparó la demanda de este material para fabricar ruedas de bicicleta y para acolchar las paredes de las celdas de los sanatorios psiquiátricos y se inició una carrera comercial internacional para controlar el mercado cauchífero.

Para competir con los caucheros latinoamericanos y sudesteasiáticos, Leopoldo se vio forzado a producir más y más barato. Como no podía reducirles el sueldo a los trabajadores (que no cobraban sueldo alguno) ni privarles de sus incentivos (que no existían) ni aumentarles el horario laboral (que ya era de dieciocho horas diarias) ni tomar ninguna otra medida de este tipo, tuvo que inventar el concepto de «destajo a latigazos», para sacar un poco más de caucho que antes.

La explotación fue coercitiva, que es una palabra culta que viene a significar que los capataces les pegaban a los negros unos trompazos mayúsculos para que trabajaran más deprisa. El castigo por desobediencia era la amputación violenta de una mano. Para delitos menores, como dormirse de pie en horas de trabajo de puro agotamiento o hacerse un poco el remolón, el castigo era también la amputación de una mano, sólo que entonces no era violenta, sino que te la hacían con cariño.

De 1885 a 1908 la población congoleña se quedó temblando y reducida a su mínima expresión, debido a los asesinatos laborales, al hambre, al agotamiento, a las enfermedades y al desplome de la natalidad, porque los negritos, tras acabar su trabajo diario, no estaban para nada. El historiador congoleño Ndaywel e Nziem habla de trece millones de muertos, mientras que los historiadores belgas afirman tan panchos que Nziem era un exagerado de marca mayor y que ya serían unos cuantos menos. Seguro que de once millones no pasaban. Además, como en aquellos años no había censo ni datos de población, no se podía demostrar nada. Igual no murió ninguno, alegaban.

En 1895, el famoso misionero y viajante de corbatas de plastrón Henry Grattam Guinness protestó ante el monarca por los abusos cometidos sobre la población del Estado Libre del Congo. Leopoldo le prometió que haría algo al respecto y Guinness se marchó tan contento, con la conciencia muy limpia de haber cumplido con su deber. Claro que Leopoldo no hizo absolutamente nada, porque el negocio le iba viento en popa y no iba a pegarse un hachazo en su propio pie, pero Guinness quedó estupendamente ante los ojos de los demás y los suyos propios, como un hombre bonísimo y amante de su prójimo.

Edmund Dene Morel, un periodista británico, denunció los crímenes leopoldinos a la Cámara de los Comunes inglesa, pero hasta 1901, año en que murió la reina Victoria, no le hicieron ningún caso. Luego trascendió el hecho de que Leopoldo y la reina Victoria eran primos. Finalmente se creó una comisión que encargó un informe que se presentó a un comité que nombró a un experto que convenció al parlamento de que, efectivamente, se cometían muchas tropelías en el Congo belga. El gobierno inglés, en un arrebato de humanidad raro en él, decidió que aquello no podía ser y que era imprescindible hacer algo al respecto. Y lo hizo: le envió a Leopoldo una carta de protesta afeándole su conducta. Leopoldo se rio tanto al recibir aquella misiva que, en vez de romperla, le puso un marco para conservarla y carcajearse siempre que le apeteciera.

Los propios belgas también intentaron parar aquello, hay que reconocérselo. Enviaron al Congo una comisión de investigación que confirmó las salvajadas que allí se cometían. Leopoldo contraatacó y formó su propia comisión de investigación, en cuyo informe se leía que a los negros se les trataba estupendamente, que eso de que eran esclavos era una calumnia que habían propagado envidiosos de los que nunca faltan, que los trabajadores libres del Congo recibían unos honorarios principescos y que gozaban por contrato de semana inglesa, seguro dental, vacaciones pagadas, participación en los beneficios y una cesta de turrones por Navidad.

Cuando la presión internacional se hizo muy fuerte (y se descubrieron algunas toneladas de huesos de obreros en fosas comunes sospechosamente cercanas a las plantaciones de caucho), Leopoldo les echó la culpa de los asesinatos a unos cuantos soldados del Estado Libre. Diecisiete soldados fueron condenados a muerte. Pero de haber sido ellos los únicos culpables de los trece millones de muertos de los que hablaba Nziem, tendría que haber matado cada uno a 764.705 negros y pico, lo que resultaba poco convincente.

Por fin, en 1908, como ya tenía el riñón bien cubierto y para evitarse dolores de cabeza, Leopoldo aceptó traspasarle el Congo a Bélgica, para que hiciera con el país lo que más le apeteciera (más o menos lo mismo que había venido haciendo él). A este proceso se le llamó «donación real», pero de donación tuvo poco, porque lo que en realidad hizo Leopoldo fue venderle el Congo a su país por cincuenta millones de francos de aquella época, lo que era una cantidad tan respetable que tenías que hacerle varias reverencias.

Así fue como la propiedad personal de Leopoldo, que era el rey de Bélgica, pasó a manos del rey de Bélgica, que era Leopoldo.

El país de Hercule Poirot «heredó» el territorio y continuó explotándolo tan ricamente durante unas décadas más, porque la administración del Congo seguía en manos de las mismas compañías concesionarias, cuyos directivos y consejeros de administración no vieron ninguna razón especial para cambiar unas políticas de trato laboral que había funcionado tan estupendamente durante tanto tiempo.

Unos años después, la demanda internacional de caucho comenzó a reducirse, con lo que pareció que las ansias explotadoras iban por fin a llegar a su fin y que los europeos dejarían al Congo en paz.

Entonces se descubrieron diamantes.

Leopoldo, por su parte, fue uno de esos reyes que empezó no teniendo nada, se dedicó a negocios turbios y a cobrar comisiones, y acabó siendo rico como un Creso. Ha habido muchos monarcas de esos, como lector no ignora.

Si dijéramos que Leopoldo amasó una fortuna con la explotación del Congo estaríamos faltando a la verdad, pues no amasó una fortuna.

Amasó un montón de fortunas, una encima de la otra.

Se compró bosques, fincas, campos de golf y castillos a gogó, pero, claro, todo le parecía poco después de haber sido el dueño directo de un país para él sólo (aparte de ser el rey de otro).

Cuando leemos acerca de los grandes canallas de la historia es frecuente descubrir que muchos psicópatas y sociópatas eran personas cariñosísimas en el plano familiar y querían mucho a sus hijos y a sus perros. Pero Leopoldo no. Se casó con María Enriqueta de Austria, a la que ignoraba cuando no la trataba a patadas, y, tras lograr de ella la descendencia deseada, la repudió miserablemente.

 

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