La cura mundial

 


          —Perdonen que les moleste, señores.

          Todos los ocupantes del vagón de Metro fruncieron el ceño y se dijeron: «Otro pedigüeño molestando».

          —Soy mago —continuó el desconocido, levantando las dos manos, como si la policía le fuera a detener—. He adquirido enorme poderes, meditando en una cueva en los Himalaya y ahora he venido a emplearlos para el bien de los hombres. Voy a curarles de todos sus males. Ahora mismo.

          Antes de que los viajeros pudieran asimilar estas palabras, uno de ellos se levantó de su asiento y gritó:

          —¡¡Veo!! ¡Soy ciego de nacimiento y ahora veo!

          —¡Ya no me duele la espalda! —gritó otro.

          Como se pudo comprobar luego, todos habían quedado aliviados de sus males.

          No solo ellos. Todos los enfermos del planeta. Los poderes de aquel ser eran, en verdad, prodigiosos. Toda la humanidad quedó curada de repente por aquel milagro.

          Los hospitales se vaciaron. El mundo vivió una breve época de felicidad sin par y los homenajes al Benefactor, como se le llamó, parecía que no iban a acabar nunca.

          Los médicos, sin embargo, no estaban felices, ni los enfermeros ni otros muchos profesionales del ramo, porque todos se quedaron sin trabajo.

          El Benefactor murió asesinado a los pocos meses. Dicen que fueron las farmacéuticas, pero nunca se pudo probar.

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