Don Juan Tenorio (acto quinto)

 


Acto quinto del Tenorio.

Don Juan invita a una cena

—para presumir de macho—

a un comendador de piedra.

Hay otros dos convidados:

Rafael Avellaneda

y el Capitán Rayos (no:

me parece que es Centellas),

canallas profesionales,

que te roban la cartera

a poco que te descuides

y sin que te des ni cuenta.

 

Están meneando el bigote

y suena un golpe en la puerta.

Ciutti se dispone a abrir

con más miedo que vergüenza.

Pero, ¡oh, misterio!, no hay nadie

y la calle está desierta

con la excepción de seis gatos,

dos mendigos, una vieja,

cuatro alguaciles, tres músicos,

seis o siete proxenetas

veinte fulanas y un hombre

que viene de Cartagena.

 

«No hay nadie, señor.» «¡Qué raro!

Bien, sigamos con la juerga.»

Suena otro golpe. «Este miedo

me va a volver majareta»,

dice Ciutti. «Abre.» «Ya voy.»

Se va y vuelve. La sorpresa

llena su rostro. Parece

que ha escuchado las trompetas

del Juicio Final tocando

algún trozo de zarzuela

(como, por ejemplo, el paso-

doble de La calesera)

o que ha visto de repente

llegar a Santa Teresa

junto a San Juan de la cruz

montados en una hiena

y bebiendo al mismo tiempo

uno ron, la otra, ginebra.

 

«¿Qué te sucede», pregunta

don Juan. «Señor...» «¡Vamos, venga!

Dí, ¿qué pasa?» «Que los golpes

han sonado en la escalera.»

Escuchando esta noticia

el Tenorio se cabrea.

«Como vuelvan a llamar

les mandas a hacer puñetas.»

«¡Pero, señor...!» «No rechistes

y sirve ya las chuletas.»

Ciutti se dispone a hacerlo

pero se escucha una nueva

llamada. «Esta vez, señor,

ya no ha sido en la escalera,

que han llamado en esta sala.»

 

Hay una pausa tremenda.

Dice don Juan: «Los fantasmas

han de atravesar las puertas,

conque ¡ya me estás tardando!»

Un viento apaga las velas.

Ciutti tiene que cambiarse

los calzones con urgencia

y escapa. Los dos amigos

de repente se marean

y desmayan. Se oye un trueno.

Una figura penetra

atravesando los muros

y con voz ronca y siniestra

que, si la escuchas un rato

hiela tu sangre en las venas

y hace encanecer tu pelo,

le dice a Tenorio: «¡Buenas!

Vengo a cenar.» Y la esfinge

del otro mundo se sienta

y con sus manos marmóreas

despliega la servilleta.

 

Don Juan pregunta: «¿Has venido

a tomar venganza fiera

de mis desmanes? ¿Acaso

porque a la madre abadesa

le pegué una bofetada

que se escuchó desde Lérida?

¿O acaso porque seduje

a tu hija Inés? ¿Tu presencia

indica que mi alma irá

al infierno de cabeza?

Dime algo, estatua, fantasma,

espíritu o lo que seas,

que tengo curiosidad

por saber lo que me espera.»

 

Habla la sombra: «Don Juan:

no me vengas con monsergas.

Yo ya estoy muerto y me importa

un pepino lo que cuentas.

Y si he acudido a tu casa

en esta noche tan negra

es porque me has invitado

a cenar. ¿No lo recuerdas?»

«Sí, claro», dice don Juan.

«Pues venga, sirve. ¿A qué esperas?»

 

Don Juan empieza a sacarle

muchas viandas diversas

y el Comendador de mármol

pone a trabajar sus muelas.

Empieza por una sopa

de tortuga con almendras

y luego perdiz en salsa

y rapé a la vinagreta.

 

«Trae vino.» «¿De cuál lo quieres?

¿De Jumilla o Valdepeñas?

¿Blanco o tinto?» «Me da igual

tinto que blanco: tú, echa.»

Come pollo con tomate

y huevos con mayonesa,

fruta del tiempo, natillas

y Cola-Cao con galletas.

 

«¿Ya no tienes más?» «Vacía

me has dejado la despensa.»

«Pues bien: ahora volveré

a mi tumba bajo tierra;

pero antes de irme te haré

una pregunta.» «¿Qué? ¡Suelta!»

«¿No tendrás bicarbonato?»

«Lo siento, pero no queda.

Te puedo dar sal de frutas.

¿Cuántas cucharadas?» «Treinta,

porque menos no hace efecto

en mi estómago de piedra.»

 

Tras tomarse este remedio

dice: «Ahora que me doy cuenta:

se ha hecho tardísimo. Tengo

que marcharme ya.» «¡Qué pena!

Vuelve otro día con más calma.

Te acompaño hasta la puerta.»

«¡Adios, don Juan!» «Don Gonzalo:

¡adiós! ¡Vuelve cuando quieras!»

«Bien, mas antes te convido

a mi vez, para que vengas

al cementerio a comer

gusanos y sierpes muertas,

alacranes y murciélagos.»

«Mañana me voy a Cuenca

a pasar diez u once meses»,

dice don Juan con presteza,

«así es que, si te parece,

ya me invitas cuando vuelva.»

 

Don Juan jamás regresó

a Sevilla, según cuentan,

y el Comendador está

allí espera que te espera.

 

 

 

 

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