Morir en escena

  


Yo crecí en el mundillo del teatro, mi padre —Rafael Gallud— era actor cómico y yo los amaba fieramente a los dos: jamás me perdía una actuación de mi progenitor, porque las risas que sabía arrancar al respetable me inundaban siempre de orgullo alegre o de alegría orgullosa, que también de esta manera puede decirse.

Cierto día de 1970 mi padre sufrió un colapso sobre el escenario; quedó inconsciente, se hubo de suspender la obra y nunca más volvió a interpretar. A los pocos días, moría del corazón.

Aquella actuación fue la única, la única que yo no presencié. Recuerdo que me dijo «¿Nos vamos?», con la certeza de que yo, ¡claro!, iría con él al teatro. Pero quiso el destino que yo estuviese leyendo a la sazón una novela de Julio Verne muy interesante y decidí —¡oh, ignoto y compasivo destino!— quedarme en casa a acabarla. Podría apostar una mano y algunos dedos de la otra a que se trataba de César Cascabel, pero es posible que de hacerlo perdiera dicha mano hasta el codo, pues muy bien podría tratarse de Aventuras de un niño irlandés.

(Como dato para mis futuros biógrafos reseñaré que yo tenía entonces doce años y que ambos vivíamos solos.)

Se sorprendió de mi decisión de no acompañarle, pero la respetó. Me dejó hecha la cena y se fue.

Horas más tarde me lo trajeron inconsciente a casa sus compañeros de reparto, que habrían obrado de manera más cuerda llevándolo directamente a La Paz, como se hizo luego.

Tras agonías sin cuento mi padre murió en una cama de hospital pero, para todos los efectos morales y estéticos, había muerto en escena, como los bravos: con la peluca puesta. Yo odié los hospitales desde entonces (caso bien fácil, como es sabido) y ya está.

Y ahora la ucronía: de haber yo presenciado su caída mortal sobre las tablas en medio de un parlamento, jamás hubiera podido yo subirme a un escenario ni siquiera pasar por calles cercanas a calles con teatros. Freud, Adler y Jung darán razón.

Tal como fue la cosa, puedo amar el teatro con pasión y sin complejos —de hecho, lo hago— y el arte de Talía me ha proporcionado algunos de los goces más puros que ni se imaginan algunas almas bienaventuradas que tocan el arpa.

Nuestras vidas y nuestras futuras neurosis penden siempre de un hilo.

Hay actores que se deben a ellos mismos: su gloria, por así decirlo, es suya. Todos los aplausos que reciben son para ellos, se los merecen íntegramente.

Yo, en cambio, cuando consigo en algún momento arrancar alguna risa a los públicos, siento en un sitio de mi alma (que no voy a especificar por pudor) un delicado beso de cariño y de aprobación.


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