Marco Antonio y Cleopatra

  


La última reina del anti-

guo Egipto, la gran Cleopatra,

se llamaba en realidad

con un nombre horrible: Lágida.

Fue hija de Ptolomeo

número doce y hermana

del trece, al que se cargó

una bonita mañana

de abril para hacerse sitio

y encontrarse así más ancha

en el trono, que reinar

mano a mano con un plasta

(como había estipulado

la tradición egipciana)

es cosa nada agradable

y poco recomendada.

 

Por su belleza sonaron

las trompetas de la fama,

pero hay que reconocer

que eso fue una gran patraña,

porque la chica no era

bella, sino fea con ganas.

Tenía enormes las narices,

pecas en toda la cara,

las orejas de soplillo,

varias verrugas en ambas

mejillas, boca torcida,

dientes negros y papada.

Por si esto no era bastante,

tenía una chepa en la espalda,

al contrario que en el pecho

—lugar en el que era plana—,

las piernas cortas y gordas

y una cervecera panza.

Entonces, ¿a qué se debe

que se la considerara

una señora estupenda

de esas que tiran de espaldas?

La respuesta es bien sencilla:

si alguno no la alababa,

si no elogiaba su rostro,

si no la piropeaba,

si no juraba por Ra

que era inmensamente guapa,

hermosa, bella, bonita,

divina, linda y galana,

ella se sentía muy mal,

se frustraba y mosqueaba,

y entonces, acto seguido,

les ordenaba a sus guardias

que cogieran al blasfemo,

al punto le propinaran

una paliza tremenda

y luego le despojaran

de aquella parte del cuerpo

a la que se tiene en tanta

consideración, de forma

que nadie quiere extraviarla

y menos que se la corten

con cuchillos o tenazas

de una manera violenta.

(Suponemos que la causa

de los elogios a la

reina ha quedado bien clara.)

 

Si Cleopatra es hoy famosa,

es porque estuvo liada

con el Cayo Julio César

(y que era un Cayo con calva,

por extraño que resulte),

quien cruzó la mar salada

con un montón de soldados

romanos para dar caza

a Pompeyo, un enemigo

que había salido por patas

huyendo de él, pretendiendo

hallar escondite en Karnak,

en Luxor o en cualquier otra

ciudad que fuera barata.

 

César le siguió hasta allí

y le zurró la badana,

cortándole la cabeza

con el filo de su espada,

porque cortarla con otra

cosa (con una almohada,

por ejemplo, o un silbato

era empresa complicada).

 

Tras cargarse a su enemigo,

César se tomó unas vaca-

ciones, se instaló en Egipto,

conoció a la soberana

y se cayeron tan bien

que al poco rato ya estaban

quitándose los ropajes

y folgando entre las sábanas.

 

César padecía de ataques

de epilepsia, lo que daba

bastante morbo a la reina,

a la que le iba la marcha

y era aficionada al sado.

Por eso, si se terciaba

que estando en medio del goce

él ponía caras raras,

sacudía la cabeza,

daba gritos y saltaba,

ella se ponía contenta

y enseguida aprovechaba

y daba de puñetazos,

tortas, pellizcos, patadas,

coces, capones y bofe-

tadas muy bien propinadas

a su pobre amante, que

no se enteraba de nada.

Ella así satisfacía

sus perversiones más básicas

y se quedaba feliz;

y él, cuando se levantaba

y encontraba todo el cuerpo

hecho una pena, con ara-

ñazos, golpes, moratones,

contusiones y otras marcas,

no entendía ni una jota

y creía que era magia.

 

Con el hijo que tuvieron

—Cesarión— César tramaba

que Egipto y Roma tuvieran

una estirpe real romana,

más la cosa no cuajó.

A Roma no le gustaba

tener una reina gorda,

sino que la quería flaca

y Cleopatra no cumplía

lo que de ella se esperaba.

Además, como la tipa

era bastante antipática,

no supo ganarse al pueblo

de Roma, que la miraba

con bastante asquito. En fin:

aunque hubiera sido amada,

habría dado un poco igual,

pues César palmó en las gradas

del Capitolio, al sufrir

cuarenta y tres puñaladas.

Su proyecto se quedó

sólo en agua de borrajas

y ella tuvo que volverse

con el rabo entre las patas.

 

Al regresar, vio que Egipto

se encontraba hecho una lástima.

(Fue entonces cuando la reina

le dio a su hermano una horchata

que estaba rica y fresquita,

además de envenenada.)

Otra hermana, Arsinoé,

también se levantó en armas

y armó una guerra civil

de esas que salen muy caras.

Cleopatra le pidió a Marco

Antonio —un cantamañanas

del ejército de César

que no había vuelto a casa

porque viviendo en Egipto

podía hacer su real gana—

que matase a Arsinoé, la

puñetera de su hermana,

por rebelde, y que lo hiciera

aquella noche sin falta.

 

Marco Antonio, por quedar

bien, se cargó a la muchacha

bien muerta y pensó cobrarse

el servicio que prestara

a la monarca en especie.

Ella le invitó a su cama

y de esos amores suyos

(más bien de esas cochinadas)

se han escrito cien poemas,

tragedias, comedias, dramas

y hasta en alguna ocasión

se han llevado a la pantalla

en algún film de esos que

cuestan una millonada.

 

¿Cuánto duró aquel idilio?

Pues no duró mucho: hasta

que Octavio, cónsul de Roma,

se decidió a armar jarana,

porque —todo hay que decirlo—

estaba ya hasta las napias

de Marco, que por haberse

desposado con Octavia,

su hermana, era su cuñado.

Pero Marco era un pelanas

que por orden de la egipcia

fue y repudió a la romana.

Para vengarse de Marco,

Octavio mandó sus trapas

(queríamos decir «sus tropas»,

pero entonces no rimaba)

para hacer migas a Egipto

en una sola batalla.

 

Cuando Marco Antonio supo

la suerte que le esperaba,

cogió un caballo veloz,

muchos víveres y un mapa

y no se le ha vuelto a ver

el pelo. No nos extraña.

En cuanto a Cleopatra, sepan

ustedes que la monarca

quiso hacerse el harakiri

para que no la pillaran

las tropas de Roma, pero

como no tenía katana,

pensó pasar al plan B:

permitir que le picara

una serpiente de esas

tan asquerosas que campan

por sus respetos allí,

cerca del Nilo y sus aguas.

Como no tenía una a mano,

se la encargó a una criada,

con instrucciones de que

fuese al mercado a comprarla.

Eso hizo la sirvienta,

y, en verdad, halló una ganga,

porque se encontró a un áspid

(o, mejor dicho, a una áspida)

con garantía de veneno

que le salió bien barata,

por lo que pudo sisar

y hacerse con una capa

de brocado que le hacía

tremenda ilusión comprársela.

 

Cuando tuvo la serpiente,

se la presentó a su ama

en una cesta hecha ad hoc

y entre varias piedras planas.

Aquí los historiadores

no coinciden y dan varias

versiones de cómo fue

tan histórica picada.

Unos dicen que en la mano,

otros dicen que en las nalgas,

otros que en el pecho, otros

que en una parte más baja

que ya ustedes se imaginan

y no es menester nombrarla.

Como fuere, le mordió.

Cleopatra estiró la pata,

se fue con la mayoría,

llevó a cabo la mudanza

al otro barrio, murió

y luego fue embalsamada,

lo que nos parece bien,

porque una historia que pasa

en Egipto o tiene momia

o no es historia ni es nada.

 

Aquí se acaba el poema

de Cleopatra y damos gracias

de haber llegado al final

de esta relación tan larga,

porque, en verdad, la leyenda

se estaba haciendo pesada.

 

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