(Un salón rectangular de inmensas dimensiones en el castillo de Camelot. No hay ningún mueble a la vista. Aparece el rey Arturo Pendragón, seguido de sus doce principales caballeros que, como no se han conseguido poner de acuerdo acerca de la importancia de cada uno y de quién debe entrar primero en las habitaciones, han decidido hacerlo siempre en riguroso orden alfabético. Así es que salen sir Bevedere, sir Bors de Ganis, sir Elian, sir Gaheris, sir Galahad, sir Gawain, sir Kay el Senescal, sir Lamorac de Gales, sir Lanzarote del Lago, sir Leon, sir Perceval de Gale y sir Tristán de Leonis. En realidad no hacía ninguna falta que los presentáramos a todos, porque la mayoría de ellos no van a decir ni una sola palabra en toda la comedieta, pero, en fin: ya está hecho y no es cosa de borrarlo. Al ver el cuarto vacío, Arturo pone una tremenda cara de asombro, como si acabara de ver a los cuatro evangelistas y a dos amigos suyos vestidos de pierrot y sentados en el suelo, jugando al tute arrastrado.)
Arturo.—(Con indignación) ¿Y la mesa?
(Los caballeros se miran unos a otros, sin saber qué responder.)
Sir Perceval.—¿Qué decís, mi señor?
Arturo.—¡La mesa! ¡La tabla redonda! ¡Mi tabla!
Sir Perceval.—(Mirando en derredor.) ¡Ay, es verdad! No está.
Arturo.—¿Cómo es posible?
Sir Lanzarote.—Ayer estaba aquí, ¿no es así?
Todos.—Sí, en efecto, claro, por supuesto, ya lo creo, sin duda, ciertamente.
(No es que todos los caballeros digan todas estas frases a la vez, como si fueran un orfeón bien sincronizado, sino que cada uno dice una, la que más le gusta. Arturo, con un cabreo bretón, se dirige a la puerta por donde ha entrado y grita hacia dentro.)
Arturo.—¡Guardias! ¡Llamad a la reina Ginebra! ¡Que venga de inmediato a mi presencia!
Sir Perceval.—(Aparte, a Lanzarote.) ¿Vos sabéis algo de esto, por ventura?
Sir Lanzarote.—En absoluto.
Arturo.—(Llevándose las manos a la cabeza.) ¿Cómo ha podido desaparecer de un día para otro? ¡Si pesaba un quintal! ¡Y medía…! ¿Cuánto medía, sir Galahad? Vos lo sabréis, que tenéis buena memoria para estas cosas.
Sir Galahad.—Medía treinta y cinco metros de diámetro, majestad.
Arturo.—Eso.
(Sale a escena, majestuosa, la reina Ginebra. Pasa por delante de los presentes, lanzándole una sonrisa seductora a sir Lanzarote sin que el rey se aperciba. Los caballeros se dan codazos de connivencia.)
Sir Lanzarote.—(Aparte.) Esta Ginebra me embriaga.
(No se nos oculta que este chiste es malísimo, pero no nos hemos podido resistir a la tentación de hacerlo, porque la situación lo estaba pidiendo.)
Ginebra.—¡Dios os guarde a todos, flores de la Cristiandad!
Sir Galahad.—(Aparte, a sir Perceval.) ¿Qué ha dicho? ¿Nos ha llamado lo que creo que nos ha llamado?
Sir Perceval.—(Aparte, a sir Galahad.) No penséis mal. Creo que lo ha hecho sin segundas. Pretendería llamarnos «flor y nata de la Cristiandad», solo que se le ha olvidado la nata. ¿Os habéis fijado cómo favorece al caballero del Lago?
Sir Galahad.—(Aparte, a sir Perceval.) ¡Hombre, por supuesto! ¡Sea usted rey para esto…! Está claro que no se debe envidiar a nadie en esta vida.
Ginebra.—A ver: ¿cuál es el problema que os tiene tan soliviantados? ¿Por qué esos gritos, Turete?
Arturo.—(Aparte, a Ginebra.) ¿Cuántas veces os he rogado que no me llaméis así delante de mis caballeros? Luego me cuesta mucho hacerme respetar por ellos.
Ginebra.—Eso te va a pasar te llames como te llames.
Arturo.—Ya sabéis que son muy levantiscos y rebeldes, y que no obedecen a nadie.
Ginebra.—¿Ah, sí? Yo creí que solo les pasaba contigo.
Arturo.—(En voz alta. En tono de enfado.) Amada esposa: he convocado a los Caballeros de la Tabla Redonda a un solemne Consejo de urgencia para ver si nos ponemos de acuerdo de una puñetera…
Ginebra.—(Reconviniéndole.) ¡Arturo!
Arturo.—(Moderando su tono.) … para ver si nos ponemos de acuerdo y dejamos solventado de una vez por todas quién va a ir a buscar el Santo Grial, que parece que a nadie le apetece especialmente y es algo que hay que hacer, un tema que tenemos pendiente desde hace tiempo. Y ya comprenderéis, señora, que un asunto de tanta trascendencia requiere un entorno digno, que no podemos tratarlo poniéndonos en corro y que los caballeros de la Tabla, sin Tabla, no hacen muy buen papel, que digamos. Así es que os conmino a que me digáis dónde está mi querida Tabla, honor y prez de Camelot y de la caballería sajona.
Ginebra.—Es bien sencillo. La he tirado.
Todos.—(Con gran sorpresa.) ¿Eeeeeeh?
Arturo.—¿¡Que la has tirado!?
Ginebra.—A la basura. Bueno, no exactamente: la he mandado hacer astillas para las chimeneas.
Arturo.—(Que no da crédito a lo que está oyendo.) ¡Astillas para la chimenea!
Ginebra.—Claro, hombre. Tenía la carcoma, Turete. Ya no valía para nada. No sé por qué te empeñabas en conservarla. Ya el año pasado te dije que te deshicieras de ella. Me aseguraste que lo harías, me lo prometiste. Pero como eres como eres y tienes esa manía de ir acumulando cosas viejas por si algún día pueden servir para algo…
Arturo.—Os digo que la mesa, con un poco de cuidado, hubiera podido servir muy bien unos años más.
Ginebra.—¡Qué va! Se caía a pedazos.
Arturo.—¿Y dónde celebraré ahora mi Consejo?
Ginebra.—¿Qué tal bajo un árbol?
Arturo.—¡Bajo un árbol…!
Ginebra.—O puedes hacer las sesiones más cortas y celebrarlas de pie. de esta manera decidiréis menos cosas y eso saldremos todos ganando. Además, recuerda que también te dije entonces que si tanta falta te hacía la dichosa mesa, que te mandaras fabricar una nueva.
Arturo.—¡Una nueva! Pero, señora, ¿vos sabéis, por ventura, cuánto cuesta una mesa?
Ginebra.—(Con ingenuidad.) Pues no.
Arturo.—¡Un Potosí!
Ginebra.—¿Un qué?
Arturo.—Un Poto… Bueno, no lo entenderíais porque aún no se han descubierto las Américas, pero creedme que es algo muy costoso.
Ginebra.—¿Muy costosa una mesa?
Arturo.—Es que somos muchos a sentarnos, y como las sillas son duras y las sesiones se nos hacen muy largas, ya que las sillas son incómodas, por lo menos la mesa tiene que ser grande para que estemos anchos y podamos hacer los desayunos de trabajo como es debido.
Ginebra.—Mira, Turete: no me vengas con historias, que te conozco. La mesa era un trasto asqueroso y muy mal construido. Era inmensa, por lo que teníais que chillar como energúmenos para que os oyeran los que estaban lejos. Pero ese no es el asunto. Lo esencial es que la mesa estaba más podrida que las muelas de una bruja y no he tenido más remedio que deshacerme de ella, en pro de la buena imagen y la higiene del reino.
Arturo.—(Pasando del enfado al desconsuelo.) ¡Mi Tabla Redonda de ciento cincuenta plazas, mi orgullo! ¡El lugar donde se trataban los asuntos cruciales para la seguridad del reino…! (Deja escapar un suspiro.) Siempre esperé que se hiciera célebre en la posteridad, que, pasados los siglos, las gentes recordaran las gestas de los caballeros que se sentaron en ella.
Ginebra.—Eso es una solemne tontería. Las gestas, caso de que algunos de estos caballeros las lleven a cabo, cosa que dudo muy mucho y que aún está por ver, las harán en otra parte sin que ninguna mesa intervenga en ellas para nada.
Arturo.—(Se deja caer en el suelo y sigue lamentándose, próximo a las lágrimas.) ¡Un regalo tan bonito que con tanto cariño nos hizo tu padre, el rey de Leodegrance, con motivo de nuestros esponsales…!
Ginebra.—Te equivocas de medio a medio. La mesa no nos la regaló mi padre.
Arturo.—¿Ah, no?
Ginebra.—No. Mi padre nos obsequió con un juego de café con ribetes de oro.
Arturo.—¿Ese que se rompió en seguida?
Ginebra.—Ese mismo.
Arturo.—¿Estáis segura?
Ginebra.—Completamente.
Arturo.—Pues yo habría jurado… Si no fue vuestro buen padre, ¿quién diantres nos regaló la mesa, entonces?
Ginebra.—No tengo ni la más mínima idea.
Sir Lanzarote.—(Interviniendo.) Si me permitís, mi señor, quizá yo pueda avivar vuestra memoria. La Tabla la creó Merlín, con sus artes mágicas, como imitación de la mesa de José de Arimatea, que a su vez era una imitación de la mesa de la última cena de Nuestro Señor.
Arturo.—Estáis muy puesto en el tema, caballero Lanzarote. Os felicito por vuestra erudición cristiana.
(Arturo rompe a llorar de nuevo y queda en el suelo, arrugado y hecho un guiñapo.)
Sir Lanzarote.—(Intentando calmarle, para que no llore y que luego no se burlen de él las flores de la Cristiandad.) No os aflijáis tanto, mi señor.
Arturo.—(Sollozando desconsoladamente y a moco tendido.) ¡La Tabla! ¡¡Mi Tabla!!
(Lanzarote aprovecha que el rey no mira para guiñarle el ojo a la reina Ginebra, que le devuelve el guiño con una sonrisa que promete mucho. Todos los presentes, menos el rey, se dan cuenta de esto y hay más risitas y más codazos.)
Sir Perceval.—(Aparte, a sir Galahad y refiriéndose al guiño.) Mas le valiera al rey llorar por esto y no por lo otro.
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