Aventuras en la selva

  


En el verano de 1972 (yo era un chiquillo de 14 años) emprendí junto con mi madre un singular periplo: el recorrido de un buen número de templos shivaítas de Tamil Nadu, en el sur de la India. A lo desusado de la empresa había que sumar el hecho de que el medio de locomoción escogido no iba a ser el tren, sino la moto, lo que allí se denominaba scooter, más concretamente de la marca «Lambretta».

La razón de esta elección no era el desprecio por el inmenso sistema ferroviario indio —creado por los ingleses como un magnífico instrumento de progreso y de expolio a la vez— sino el legítimo afán de no ser meros turistas, sino viajeros en el sentido clásico del término, y poder disfrutar de todos y cada uno de los momentos de aquella que prometía ser —y fue— maravillosa y romántica experiencia.

En las carreteras indias sólo se veían en aquella época autobuses de línea y carros de bueyes. Los particulares no solían desplazarse por su cuenta en su propio vehículo fuera de las ciudades, lo cual hacía aún más insensata nuestra aventura. Una mujer extranjera, un chaval de catorce años, dos bolsas, una cantimplora y una moto (ni siquiera nueva) ante la inmensidad de la India. Todo el mundo dijo que estábamos locos y no les faltaba razón. Pero aquel viaje irrepetible incluyó algunos de los días más inolvidables de mi existencia.

Las «buenas gentes» nos previnieron sobre todo de una fatídica y terrible posibilidad:

—Si atropelláis a alguien, huid. No lo penséis dos veces. No os detengáis. Peligraría vuestra vida —aseguraron.

—No digáis tonterías —recuerdo que respondió mi madre—. ¿Qué pensáis? Los indios no son salvajes.

—No estés tan segura, Mariluz. Bastante locura es ya intentar ese viaje. Además, con un niño... ¡Y en una moto, por Dios! ¿Sabes lo fácil que es caerse?

En esto sí tuvieron razón. Durante el transcurso del viaje, de un mes de duración, debido al mal estado de las carreteras, a pinchazos (o a la falta de pericia conductora de mi madre, todo hay que decirlo), nos caímos nada menos que siete veces, afortunadamente sin consecuencias demasiado graves.

Pero en una de aquellas ocasiones, la caída fue muy diferente.

Subíamos un puerto de montaña en los Nilgiri, en el límite del estado de Tamil Nadu con Kerala. Viajábamos a 50 km/h, nuestra velocidad de crucero habitual. De pronto, de entre los arbustos que bordeaban la carretera, salió corriendo inesperadamente una niña de no más de cuatro años de edad. Cruzó sin vernos y el accidente fue inevitable. Mi madre la intentó esquivar, pero la golpeó con la chapa frontal de la moto. El ruido del impacto fue sordo y aterrador. Todo sucedió con extrema rapidez.

Recuerdo haber salido volando, como corresponde al «paquete» y haber chocado contra el reborde de la cuneta. Vi la moto en el suelo, a mi madre junto a ella y, metros más allá, caída, a la niña. Manaba abundantemente sangre de su cabeza y una fracción de segundo bastó para convencerme de que habíamos matado a aquel ser humano: había tenido lugar un suceso del que no cabía vuelta atrás. Y tuve la distinta impresión de que nuestro futuro se había visto igualmente truncado.

He olvidado mencionar que, según la leyenda, el dios Shiva reside en aquellos montes. Por tanto, la niña no estaba muerta. Tras unos instantes interminables de acongojante silencio, comenzó a llorar. Yo me hallaba conmocionado y no sentía mis heridas (que las tenía, y muchas, como luego pude comprobar). No sé cómo estaba mi madre, pero la vi levantarse rápidamente y coger a la niña, mientras escuchaba la algarabía que producían las gentes de la aldea vecina, que de inmediato nos rodearon.

Recordé entonces las advertencias que nos habían hecho antes de iniciar el viaje y el peligro que nos habían anunciado. ¿Huir? Sí, pero ¿cómo? La moto estaba deteriorada y nosotros rodeados —lo supimos más tarde— por toda una comunidad de gentes pertenecientes a una etnia tribal de las montañas, que vivía al margen de la sociedad tradicional hindú y cuyos miembros tenían fama de violentos.

Me levanté con dificultad y me acerqué al grupo.

Mi madre presionaba con un dedo una brecha en la cabeza de la niña, impidiendo el flujo de sangre.

—¡Algodón! —me gritó.

Corrí hacia la moto, desaté nerviosamente nuestro pequeño botiquín y llevé algodón y polvos de sulfatiazol, que aplicamos sobre la herida, ante la mirada expectante de lo que me parecían cientos de personas (sólo serían algunas docenas). Hicimos presión durante dos o tres minutos y la sangre dejó de manar.

La madre de la niña, que había presenciado todo sin articular palabra, cogió entonces a la pequeña y nos sonrió.

De repente, todo aquel pueblo que había contemplado en dramático silencio la improvisada cura cambió de actitud. Todos comenzaron a hablarnos y a interesarse por nuestras heridas. (No les entendíamos. Mi madre hablaba muy bien la lengua hindi, pero aquella tribu sólo conocía el idioma tamil.) Por señas nos indicaron que les siguiéramos. Parecía que el estado de la niña ya no era el centro de la atención, una vez que se convencieron de que estaba relativamente bien. Tan sólo se interesaban por nuestra salud, aunque era evidente que nuestras heridas eran superficiales.

Nos sentimos llevados hacía la aldea, que distaba unos quinientos metros del lugar del accidente. No había manera de negarse. Volví la cabeza y contemplé como tres fornidos jóvenes levantaban la «Lambretta» y la llevaban casi en volandas tras nosotros, por el camino de barro.

Una vez en la aldea nos hicieron sentar y nos ofrecieron té, yogur y unas pastas caseras. Todo el mundo nos sonreía, en ninguna mirada pude observar ni el más leve reproche. Llamaron a una persona de la aldea que sí conocía el hindi y que inquirió acerca de nuestra vida y nuestro viaje y nos ofreció toda la ayuda que precisáramos. Nos invitó a pasar la noche allí, se ofreció a llevar la moto a la ciudad más cercana, por si había que arreglarla (no hizo falta), se puso, en fin, a nuestra entera disposición. La madre de la niña la dejó al cuidado de otra persona y, comenzó a aplicarnos sobre las heridas de las piernas un ungüento que alguien había traído en un pequeño cuenco.

Han pasado muchos años y todavía me conmuevo cuando recuerdo aquel incidente y cómo todas aquellas personas calificadas de semisalvajes por los tratados de sociología no dejaron ni por un instante de ofrecernos alimentos y de interesarse por nuestro estado.

Tardamos varias horas en poder huir del cariño de aquellas gentes.


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