(La cima de un monte pelado. En escena, una zarza mustia. Aparece Moisés, un vejete muy bien conservado pero con una barba que le llega a la cintura. Lleva un odre, un zurrón y un cayado. Viene jadeante y dando resoplidos.)
Moisés.— Tras la cuesta subir, tan empinada,
llego a la cima y no me encuentro nada.
¡Gran chasco, sí señor! Vi el humo oscuro
allí mezclarse con las densas nubes
y me dije: «Moisés ¿por qué no subes?»
Y al monte me subí con grande apuro;
y trepando por las veredas largas,
llegué hasta aquí, pisándome las barbas.
Pero como el esfuerzo ha sido brusco,
para curarme así de dicho chasco
y para no quedarme muerto de asco
sentarme he a descansar en un pedrusco.
(Se acomoda en la roca de espaldas a la zarza.)
¿Quién me iba a mí a decir por ese risco
que me escalé, cual bestia en el aprisco,
que, tras de malgastar hercúleo brío
al trepar, iba a hallar esto vacío?
En fin, Moisés: no hay que ponerse enfermo;
saca el pan del zurrón, come un pedazo
y arréate después un lingotazo
del chacolí que llevas en el thermo.
(Bebe a chorro en el odre. Come pan del zurrón.)
¡Como vuelva a ver humo en monte frío,
otra vez va a venir un tío mío!
(Se frota las manos, porque hace un frío que pela.)
¡Vaya, hombre! Por Dios, ¡qué mala pata!:
no tengo con qué hacer una fogata.
(La zarza entonces comienza a arder.)
Mas siento un calorcillo por el dorso
que me va rodeando todo el torso.
¡Qué tontería! Pero, hombre: ¿es que no ves
que no hay ninguna zarza aquí, Moisés?
Yaveh.— ¡Moisés!
(El interfecto da un respingo.)
Moisés.— Espero mucho que sea el eco,
que, como no sea así, me quedo seco.
Yaveh.— ¡¡Moisés!!
(Francamente asustado.)
Moisés.— Y ¿quién me manda que me meta
en sitio donde hoy pierdo la chaveta?
Porque esa voz que oí me dijo... ¡Arza!
¿Pues no se pone ahora a arder la zarza?
Yaveh.— ¡Al hablar de la zarza más respeto
o ardes tu hoy!
Moisés.— Respeto te prometo.
pero dime, ¡oh tú, zarza parlante!:
¿no es espejismo lo que tengo ante
mis ojos que, aunque viejos y caducos,
no supieron jamás de aquestos trucos?
Yaveh.— Moisés: la voz escucha, de Yaveh
que te habla en esta zarza, poderoso.
No está bien que te pongas tan nervioso.
Moisés.— (Temblando estoy de miedo.)
Yaveh.— Bien se ve.
Mas no tiembles ya más y solo escucha
sin poner esa cara tan pachucha.
Lo primero que harás es acercarte,
mas para ello debes descalzarte;
y ten cuidado en no clavarte astillas
si te quitas aquí las zapatillas.
Moisés.— Te obedezco, ¡oh zarza! ¡Ay, cómo arde
el suelo! Yo no voy.
Yaveh.— No seas cobarde,
que el fuego del infierno, al que prefiere
desacatar a Dios y sus mandatos,
le obliga a soportar muy malos ratos.
Haz al punto, pastor, lo que Dios quiere.
¿O quieres que Él te mate?
Moisés.— No, señor,
que ese sería el mate del pastor.
Allá voy, pues no tengo más remedio.
(Avanza impetuosamente hasta la zarza.)
Yaveh.— ¡Ni tanto ni tan calvo! Ahí en medio.
Y recuerda que estás en tierra santa
y la has de respetar.
Moisés.— (Me arde la planta.)
Yaveh.— ¿Qué murmuras, judío descreído?
Moisés.— Nada, señora zarza.
Yaveh.— ¿No has oído
que me llamo Yaveh?
Moisés.— Sí que lo oí;
pero el que seas Yaveh resulta asaz
extraño de escuchar, zarza locuaz.
Yaveh.— Oye lo que he pensado para ti.
No me tiembles, pues ves que soy tu amigo,
y, oído atento, escucha lo que digo:
arengarás a la israelita raza
juntándolos a todos en la plaza
y si allí te espiara el Faraón,
haz tu discurso en calle o callejón.
Di a los hebreos: «Yo soy el que Soy.»
Moisés.— A relatarlo ahora mismito voy.
(Intenta irse.)
Yaveh.— ¡Por tu vida, Moisés; no seas pazguato!
¡Quédate quieto ahí y escucha un rato!
¿A dónde vas con tal velocidad
si no oíste siquiera la mitad?
Yo soy el Ser Supremo, quien te envía
a acabar con la egipcia tiranía.
Moisés.— Tienes en lo que dices gran razón,
que es necesaria una revolución.
Yaveh.— Tú habrás de ser su alma y su caudillo
por ser el más astuto y el más pillo.
Arramblarás con todos sus tesoros,
robarás las espadas y los oros
y morarás con la israelita raza
en el desierto tras jugar tu baza.
Si renuente estuviere el Faraón
plagas le mandaré en un buen montón.
De una nueva nación serás patriarca
y a los egipcios ni una sola arca
les dejarás. Irás hacia el desierto
dejándoles la cuenta al descubierto.
Yo, Dios mismo, te impongo este precepto.
Moisés, ¿qué me contestas a eso?
Moisés.— Acepto,
que eres un aliado de provecho.
Yaveh.— Entonces, ¿trato hecho?
Moisés.— ¡Trato hecho!
Pero ¿y si no me creen?
Yaveh.— Tira la vara
y pagarán su resistencia cara.
(Moisés tira el cayado, que se convierte en una serpiente, dándole a Moisés un susto morrocotudo.)
Has quedado a dos dedos del infarto,
mi buen Moisés.
Moisés.— ¡Aggg! ¡Lagarto, lagarto!
Yaveh.— Recuerda, pues, que soy Yo quien te ayuda
y es gran ayuda esa.
Moisés.— (Mirando a la serpiente con escama.)
Sí, ¡menuda!
Yaveh.— Ahora coge la sierpe por la cola
y no temas, Moisés, porque es de trola.
Moisés.— ¡Por tu madre, zarcita, te lo pido!
¡Eso no!
Yaveh.— ¡Cógela!
(Moisés cierra los ojos y con muchas precauciones coge a la serpiente, que se convierte de nuevo en un cayado.)
Moisés.— Ya la he cogido.
(La zarza deja de arder.)
El pobre Faraón va a dar un bote,
porque se ha convertirlo en un garrote.
¡Anda! La zarza se ha desenchufado.
Temo, Moisés, que todo lo has soñado.
Aquel que sube raudo a mucha altura
que ve cosas extrañas se figura;
la mente se te nubla fácilmente
cuando bebes a chorro el aguardiente.
Mas no pienses en ello, Moisés, tira
para abajo, que todo era mentira.
(La zarza empieza a arder de nuevo.)
Yaveh.— ¡Te repito que Yo soy el que Soy!
No me tomes a guasa, que me voy.
(La zarza se apaga de nuevo.)
Moisés.— Ya se apagó otra vez la zarzamora.
Mas es verdad y van a ver ahora
a «Yo soy el que soy» y a mí, Moisés,
en varias pesadillas este mes
el Faraón y toda su cuadrilla
que habrán de huir a Tebas o a Sevilla.
Y por fin el milagro será cierto
e Israel será libre, aunque en desierto.
Agarra la batuta esa del mago
y sírvete para el camino un trago.
(Moisés coge el cayado, se pega un lingotazo del odre y se va tan contento por donde vino.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario