Semblanza biográfica (como todas las semblanzas, ¡vaya una estupidez!)
El conocido y generalmente bien encuadernado libro de viajes A través del Islam dedica sus primeras páginas tan sólo a poner el nombre del autor, que figuraba como Shams ad-Din Abu Abd Allah Muhammad ibn Muhammad ibn Ibrahim al-Luwati al-Tanyi al-Merini Ibn Battuta. Solamente después de leer todo esto nos enteramos (por la letra pequeña) de que, en realidad, el libro no lo escribió él, sino que se lo redactó su «negro» particular, un granadino llamado sólo Ibn Yuzayi y que, evidentemente, tuvo unos padres menos pomposos a la hora de bautizar o que tenían más prisa por acabar la ceremonia.
Este Battuta, tangerino él, es el más famoso de los viajeros árabes, sin duda. Efectuó una rihla (un periplo semita) de veinte años y un día, allá por el siglo XIF (creo que aquí hay alguna letra mal puesta). El relato que surge de esto es tremendamente fantasioso y exagerado, pero como es el único de su tiempo, no tenemos más remedio que creérnoslo o quedarnos sin noticias de cómo eran muchos sitios en aquellos días. Según se nos cuenta, Battuta no sólo cubrió una distancia mayor que la de su contemporáneo Marco Polo, sino que lo hizo a la pata coja (lo que entraña mucho más mérito) y, además, encontrando siempre hoteles más baratos que el veneciano.
El viajero, en realidad, no tenía intención alguna de circunvalar Asia; él sólo pretendía ir de peregrinación a La Meca, pero compró una guía de viajes que tenía los mapas pintados al revés y acabó dando bastante vueltas y andándose 80.000 kilómetros arenosos y 40.000 pedregosos. A su regreso —y para no hacer el ridículo entre sus familiares y conocidos— mintió y dijo que había ido a todos esos sitios adrede, para completar su colección de servilletas de bar.
Veamos su recorrido.
Battuta anduvo por la costa norte de África, chapoteando todo el rato, hasta llegar a Alejandría, en Egipto, donde se bebió de un golpe tres vasos de limonada, que buena falta le hacían. Cruzó Palestina y Siria sin detenerse más que para hacerse un retrato al carboncillo para llevarse de recuerdo. Siguió su camino hasta llegar a Irak, en cuyas posadas le clavaron, dejándole sin un dinar. A partir de allí, su viaje se volvió más trabajoso, pues tuvo que desempeñar diversos oficios para sustentarse y costearse las sandalias, porque ¡hay que ver cómo destrozaba el calzado este hombre!
Fue camellero hasta llegar a Persia, donde se dedicó a vender seguros de vida durante un tiempo. Bajó luego a Arabia, hasta alcanzar La Meca y poder presumir de haber estado allí. En Yemen se dedicó a un oficio no muy bien visto, que implicaba conocer (y dar a conocer) a muchas señoritas. En un barco a la India hizo las veces de cocinero. El bajel arribó a las costas de Malabar con una tripulación muy mermada.
Una vez allí, como la comida picante le hacía daño al estómago, decidió irse a la China y, sin pensárselo dos veces, se marchó. Pasó por Nepal (donde cazó un ratón, para que le hiciera compañía). Se dirigió luego en dirección a Tánger, ya desorientado del todo, pero con bastante buena puntería, porque acabó en el África occidental. En Tombuctú cogió la gripe y, desde allí, regresó a su país natal, donde se encontró con que su vecino, Qasim al-Barda, no le había regado las plantas en su ausencia como le había prometido hacer, por lo que se le habían secado todas.
Hay unas cuantas anécdotas un tanto vergonzantes de la vida de este viajero que a él no le hubiera gustado que se contaran, pero que nosotros hacemos públicas porque nos cae muy antipático (por una razón que expondremos más adelante).
Durante una de sus estancias en La Meca se dedicó a vender buñuelos a los peregrinos a precios exorbitantes y arreglándoselas para no pagar los impuestos, por lo que las autoridades de la ciudad acabaron por echarle de allí a patadas.
En Anatolia ejerció por varios meses el oficio de traductor de arameo, sin saber ni una sola palabra de tal lengua y sin que nadie descubriera su superchería.
En las islas Maldivas se metió en política y, por ser demasiado de izquierdas para lo que se estilaba en su época, le expulsaron de allí también a gorrazos.
Con su costumbre de lavarse poco para no tener que cargar en su equipaje con una pastilla de jabón, contribuyó a propagar diversas enfermedades infecciosas en las ciudades donde pernoctaba.
Battuta estuvo en la península ibérica, donde visitó Ronda, Marbella, Málaga, Alhama, Granada y algún sitio más. De todos estos lugares salió escapado, huyendo al amanecer y sin pagar la posada.
A Yuzayi nunca le remuneró por su trabajo, incumpliendo flagrantemente lo que le había prometido. (Y es esto por lo que a nosotros —que también hemos escrito cosas para que las firmaran otros— no nos puede caer bien este señor).
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