Ricardo "Corazon de León"

 


          Presumidos como monos que son, los ingleses no han desaprovechado ninguna ocasión de exaltar lo que tienen como si fuera lo mejor del mundo. Se han considerado superiores a todos. Han extendido la imperfecta lengua inglesa mediante el procedimiento de negarse rotundamente a aprender ningún idioma de los países que han conquistado y han puesto pedestales a todos los majaderos hijos de la Gran Bretaña que han hecho algo, aunque lo hayan hecho rematadamente mal.

          Tal es el caso de Ricardo «Corazón de León», tenido como un gran rey, cuando fue un inoportuno que metía la pata hasta el coxis cada vez que se movía. Las películas de Robin Hood y sus alegres compañeros con mallas lo han puesto de héroe para arriba, pero aquí estamos nosotros para tirar de la manta y destaparle los pies a este desastroso monarca de inflada reputación.

          Para empezar, digamos que el sobrenombre de «Corazón de León» se lo inventó él mismo y lo popularizó entre sus barones a fuerza de prebendas y de regalitos. El pueblo le conocía en su tiempo como Ricardo «Sí y No», aludiendo a su gran indecisión tanto en asuntos políticos como sexuales. Nunca podías estar seguro de que mantuviese una postura recta y firme en una decisión en ninguna otra cosa. Las mujeres no le hacían tilín, pero, por lo que se sabe, los hombres tampoco, a tal extremo llegaba en su actitud dubitativa.

          Ricardo casi no puso los pies en Inglaterra y no se ocupó de ella para nada, sino que, tras ser coronado rey, le faltó tiempo para irse a la Cruzada, pues tenía verdaderas ganas de hacerse famoso y, en aquella época en la que aún no se habían inventado los realities televisivos, el camino para lograrlo era irse a Tierra Santa a escabechinar musulmanes.

          Claro que, para irse, necesitaba dinero y, como no lo tenía, se lo arrebató por la fuerza a los judíos. Su razonamiento fue que, si tenía que combatir a los infieles, era justo quitarles el dinero a los infieles para hacerlo. Si eran sus enemigos infieles u otros infieles distintos a los que se lo quitaba era ya una sutileza que su real cerebro no estaba en condiciones de distinguir.

          Como no tuvo suficientes ingresos para pagarse las vacaciones bélicas, Ricardo vendió cargos eclesiásticos y seculares, dio cartas a ciudades, esquilmó a diestro y siniestro y dejó tras sí un reino empobrecido. Solo entonces inicio su estúpido viaje.

          Esta Tercera Cruzada salió peor que la primera y la segunda, lo que quieras decir. Ricardo se retrasó en todas partes, pues su logística era pésima. En 1190 llegó a Sicilia y por un quítame allá esas pajas riñó con Tancredo, último gobernante coronado de la isla. Cuando firmó finalmente un tratado con éste, resultó que en él ofendía a Enrique IV, el  emperador alemán que optaba al trono siciliano. Así, haciendo amigos a mansalva, Ricardo prosiguió su camino.

          Se había comprometido años antes a desposarse con una hermana de Felipe, el rey galo —lo que hubiera supuesto una beneficiosa paz entre Francia y el Imperio Angevino—, pero se lo pensó peor (no podemos decir que se lo pensó mejor) y rompió su promesa, cabreando aún más a su ancestral enemigo. Pero era lo que él se decía: «Si no me gustan las chicas, ¿yo qué culpa tengo?»

          De camino, malgastó dos preciosos meses conquistando Chipre, que no le había hecho nada y cuya posesión no servía para maldita la cosa. Allí perdió muchos soldados: unos muertos y otros desertores al comprobar que se habían alistado bajo el mando de un imbécil.

          Llegó a Tierra Santa en 1191, con un año de retraso y unas barbas hasta allí. Los cristianos asediaban San Juan de Acre, que resistía sin problemas. Al ver llegar a Ricardo, cundió el optimismo entre los atacantes, que pensaron que con este refuerzo la toma de la ciudad sería coser y cortar. Ricardo gozó de la adulación que se le tributó y que duró el tiempo justo para que todos —asediadores y asediados— se convencieran de que su presencia no hacía ninguna diferencia.

          Ricardo, enfadado por el hecho de que la guarnición de San Juan de Acre no se rindiera, tuvo un gesto caballeresco a sus propios ojos: hizo asesinar a sangre fría a 2 600 prisioneros musulmanes, que fueron víctimas de su mal humor. Los soldados que los ajusticiaron pidieron que les pagaran pluses y horas extraordinarias por el tremendo trabajo de cortarle el cuello a tanta gente. De los conflictos laborales que acarreó el problema logístico del acarreo de cadáveres hasta una fosa común mejor ni hablamos.

          Finalmente, San Juan de Acre cayó (cayó, por la ley física de que todo lo que sube tiene que bajar) y aquí Ricardo aprovechó la ocasión para hacer otra de las suyas. Uno de los caudillos cristianos, Leopoldo, duque de Austria, que había conducido un contingente en el asedio, se creyó autorizado (y lo estaba) para colocar su estandarte en una de las almenas de la plaza conquistada. Ricardo, para llevarse él solito todo el mérito, quitó el estandarte y lo arrojó al suelo. Leopoldo protestó y «Corazón de León» le pateó el trasero, aprovechando la feliz constancia de que estaba rodeado por su guardia y que Leopoldo se encontraba solo.

          Ricardo marchó sobre Jerusalén, pero no hizo más que eso: marchar. No consiguió conquistarla ni nada. Perdió hombres, dinero y categoría, como suele decirse. Pasó sed, pasó hambre, tuvo almorranas y le picaron toda clase de mosquitos. Además, Saladino (el verdadero triunfador de aquella cruzada) le sacudió por los flancos todo lo que quiso. El inglés solo divisó Jerusalén de lejos y, según la leyenda, se tapó los ojos para no ver lo que no podía conquistar. Tenía que haberse pasado dos años con una venda puesta, ya que no conquistó maldita la cosa.

          En 1192 firmó una tregua deshonrosa con Saladino y se dispuso a regresar a casa sin hombres y sin un duro medieval. Pero el regreso era peligroso. Le reconocieron en las afueras de Viena y le secuestraron para pedir un rescate. Él insistió en que era un rey que solo se rendiría entre otros rey. Le contestaron que, bueno, que como quisiera. Los bandidos llamaron a su monarca, que resultó ser Leopoldo, el de la patada en el trasero. Leopoldo le hizo prisionero con intención de vengarse de la afrenta tratándole mal. Entonces intervino el emperador Enrique IV, que se apoderó del preso con la intención de tratarle muy mal. Por último, el emperador entregó su presa a Felipe de Francia, que se dispuso a tratarle peor.

          El británico tuvo que ceder la mayoría de las provincias francesas del Imperio Angevino y pagar el exorbitante rescate de 150 000 marcos de oro. Aun así, siguió prisionero en un tiempo.

          En la película de Ivanhoe, el héroe escucha a Ricardo cantar desde su celda en un torreón y se propone liberarlo. En Robin Hood, Ricardo aparece gloriosamente al final y es aclamado por su pueblo, que anhelaba su regreso. En la realidad, Ricardo volvió a Inglaterra en 1194, recaudó dinero de nuevo (para gastárselo en el continente) y se marchó con viento fresco (en Dover, todos los vientos son frescos). No volvió nunca a Inglaterra, que no le gustaba ni pizca.

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