Andrés Amorós

 

 


          Otro filólogo al que yo admiraba y que me defraudó visto de cerca fue Andrés Amorós. No se le puede negar la capacidad investigadora y yo sigo apreciándola al máximo. Sus estudios literarios son impecables y muchas de sus opiniones, definitivas.

          Por eso, cuando te encuentras con un «cráneo privilegiado» —que diría Valle-Inclán— como el suyo, te resulta más duro de aceptar ese axioma de que no hay grandes hombres para su ayuda de cámara y que vistos en la cotidianeidad, los seres superiores pierden mucho.

          Coincidí con Amorós en un congreso sobre literatura del Siglo de Oro o similar y estuvimos tomando café y charlando como una hora y media o así. Yo saqué a relucir sus libros, los autores sobre los que se había especializado y temas de esos, y le pregunté por sus intereses y por su manera personal de llevar a cabo las investigaciones, con el objetivo de aprender de él alguna técnica, de tener información de primera mano, de conocer algún detalle curioso sobre autores o libros; en fin: yo quería hablar de literatura, que es lo mío (y yo creía que lo suyo también).

          Pero todo fue inútil: de lo único que conseguí que Amorós hablara durante aquella conversación fue de toros. De nada sirvió que yo le dejara muy claro que el tema no solo no me interesaba, sino que me desagradaba; no valió que le preguntara directamente cosas que requerían una contestación concreta y extensa. Fue inútil que, dejando a un lado la literatura, probara hablar de cine (supuestamente otro de sus intereses), de ecología o del resurgimiento cultural de Valencia (ya que él es de allí, como yo mismo). Al poco tiempo, redirigía la conversación hacia lo único que al parecer le importaba. Su mente y su corazón estaban en medio de un ruedo y no había forma de sacarlos de allí.

          Imagínense la sensación consistente en hallarte frente a una persona a la que admiras por su intelecto y darte cuenta de pronto de que tu propio cerebro funciona mucho mejor y está más lúcido, más centrado y más abierto a las diversas formas de arte y a todo lo demás que el mundo ofrece.

          La segunda vez que me lo encontré, le saludé muy cortésmente, pero no tome café.

          Y dejando a Amorós en su mundo y ya que ha salido el tema de la «fiesta nacional», he de decir que mi muchas veces manifestada posición antitaurina me ha perjudicado como escritor. Me consta que muchos han dejado de comprar mis libros tras leer algunos de mis crudos ataques contra esa barbaridad a la que algunos llaman cultura. Me han insultado repetidamente en las redes en varias ocasiones. Pero, ¿qué quieren? Yo pienso lo que pienso y es triste que un autor tenga que censurarse y pensárselo siete veces antes de expresar una opinión por miedo a enajenarse a medio país. Es lamentable que cuando expresas tu parecer sobre política, religión o costumbres, los que mantienen pareceres contrarios te desprecien y hasta consideren un enemigo. Tenemos tolerancia cero para algunas cosas. ¿Deberían los republicanos dejar de ver comedias de Shakespeare porque este era monárquico? ¿O los monárquicos dejar de leer a Victor Hugo, porque era republicano? A estos intransigentes yo les diría: «No visiten ustedes el Taj Mahal, porque lo diseñó un musulmán ni acepten nunca el Premio Nobel si se lo dan, porque Nobel era protestante». La lógica de los intransigentes es así de absurda.

          Este escrito se ha olvidado de don Andrés, pero todo encuentro es valioso si te hace reflexionar sobre la esencia de las cosas.

No hay comentarios: