Carlos Castel

 


Hay actores a los que les gustan los aplausos (es lógico), pero no los otros aspectos de la profesión. Me explicaré. Disfrutan con el aspecto público de su oficio (ser conocidos, firmar autógrafos, recibir ovaciones y mutis aplaudidos, etc.), pero no les gusta ensayar (se cansan o se aburren) no leen manuales técnicos sobre su oficio (algo indispensable para un buen intérprete) ni se interesan en absoluto por los aspectos complementarios de la representación teatral (ignoran los conceptos básicos de escenografía, luminotecnia, atrezo), como aspectos que no les conciernen.

         Debido a la lamentable abundancia de este tipo de semiprofesionales de la escena resulta mucho más meritoria la actitud de personas que, como Carlos Castel, aman su profesión hasta el punto de dedicar su vida al mantenimiento de la misma de una manera total, no meramente con su capacidad actoral, sino en este caso como factotums, como empresarios-productores-actores, todo en una pieza.

          Castel es uno de estos admirables ejemplos que combina y alterna sus intervenciones como intérprete con su labor como productor. Ha creado un proyecto artístico que da cabida a los más variados montajes —dirigidos a todo tipo de público—, todos ellos de gran calidad, para mantener vivo el teatro, para honrar a los autores clásicos e impulsar a los nuevos y contemporáneos. A esa actividad dedica todas las horas de su día y no recuerdo haber hablado nunca con él ni del calor o del frío que hace ni de la tortilla de patatas. Su conversación gira siempre en torno al teatro —su pasión— y a temas artísticos. Ya dijo Balzac que lo que caracteriza a un temperamento inteligente y sensible era su aprecio por el arte escénico.

          La carrera de este hombre ha sido brillante. Comenzó como actor y presentador en televisión y tras destacadas intervenciones en diversas películas y series se volcó en el mundo del teatro, dirigiendo compañías y productoras audiovisuales. No es cosa de detallar aquí sus logros, pues muchos los conocen.

          Castel me ha mostrado una de las facetas más bonitas del teatro... y hasta de cualquier profesión: el entusiasmo inveterado. La manera en que aborda su labor es admirable por eso. Porque todos nos cansamos en un momento dado o perdemos ilusión e ímpetu. Pero él no. Mantiene una tensión creativa —si se puede decir así— que produce magníficos frutos en calidad y en cantidad. En el descanso de un ensayo, mientras otros se relajan o toman café, él aprovecha para realizar con esmero las labores complementarias de un montaje: diseña publicidad, mejora dossiers, planifica apariciones públicas, perfecciona el producto, por así decirlo. Y, sobre todo, lo hace con el mejor talante del mundo, porque aparte de simpatía, la emoción que Castel transmite es la de alegría. Se le ve como un niño jugando, siempre de buen humor, siempre entusiasmado con lo que hace, siempre pasándolo bien. Una magnífica excepción en un mundo donde la mayoría de los mortales no pueden o no saben disfrutar de lo que hacen. Me atrevo a decir que Castel es feliz gracias al teatro y que el teatro es mucho mejor gracias a Castel.

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