Trabajé —brevemente, unas pocas horas— con Icíar Bollaín doblando unas escenas de su película Kathmandú, un espejo en el cielo (2011), sobre una maestra que iba a Nepal a arreglarles la vida a los escolares de allí.
Yo nunca había hecho esa labor y no esperaba lograr gran cosa. Ella tampoco lo esperaba de mí, pues no me había llamado porque le pareciera un buen actor, sino porque el personaje al que había que poner voz era un nepalí y se precisaba de alguien que supiera dar la entonación local.
He de decir que, pese a haber pasado diecisiete años de mi vida en la India (aparte de viajar allí casi todos los años), nunca pisé Nepal. Este hecho siempre ha sorprendido a muchos. «¿Cómo es posible que no hayas estado en Kathmandú?», me han preguntado muchas veces. «Pues porque me gusta la India y hasta que no acabe de verla, no tiene sentido que haga turismo por un país muy parecido», acostumbro a responder. «Pero Nepal está muy cerca», insisten algunos cabezotas. «En efecto», suelo contestar yo. «Pero ¿qué pensarías de un japonés que viniera a España y tras visitar Madrid, en lugar de ir a Granada o a Sevilla o a otra ciudad preciosa, se marchara a ver Andorra?»
Como fuere: allí estaba yo dispuesto a dar un tono más o menos indio al personaje, que era el de un maestro de escuela corrupto que no hacía más que poner pegas burocráticas para que la protagonista pudiese angustiarse y poner caras para que le dieran luego premios.
Cómo era mi papel es algo que tuve que deducir yo, porque Icíar (encantadora de trato, por otra parte) no me dio prácticamente indicación alguna de cómo era el personaje ni de cómo plantear las frases. Con que encajaran con el movimiento de los labios, le parecía suficiente. Así es que no puedo decir que me dirigiera mal, porque no lo hizo de ninguna de las maneras.
Mi criterio, obviamente, no casaba con el suyo. Yo creía haber grabado una frase satisfactoria y ella me la hacía repetir un montón de veces. Decía yo rematadamente mal un diálogo y ella quedaba como en éxtasis, diciendo que mi interpretación era genial. No coincidimos en nada. Obviamente, la señora Bollaín nunca me volvió a llamar para doblar nada.
La película no fue a ninguna parte. La crítica dijo que la protagonista (Verónica Echegui) había hecho una interpretación horrible, pero la nominaron para un Goya. Se dijo que el argumento era manido, que se trataba de la visión que tiene un turista de las duras realidades de Asia, que parecía dirigida por un niño de trece años, que no era sino una mala copia laica de un film de Hollywood sobre misioneros en China o una versión lacrimógena de «Españoles por el mundo».
Y, no contentos con esto, los críticos insistieron en que el doblaje era pésimo.
Claro, que se referían principalmente a la Echegui, que no supo encajar bien sus propias frases, pero aquello también tocó mi pundonor.
Desde entonces aprendí a no meterme en algunos fregados (léase trabajar con cualquiera).
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