El sexo en la Edad Media

 


Cuando hablamos del sexo en la Edad Media no queremos decir que fuera menos habitual que en la edad joven o más que en la tercera edad. Nos referimos al Medioevo y a sus tabús y licencias.

El cristianismo dominó esta época, plagada de godos y de curas, y sus prácticas fueron de lo más variado, aunque menos públicas que en el mundo clásico, pues la gente se amojigató un montón.

Pese a ser pecado y de los peores, esos siglos no se reprimieron demasiado en cuanto al sexo. Se acusó a los clérigos de sodomía y de otras «omias» parecidas. Los hubo más polígamos de lo conveniente. El mismísimo emperador Carlomagno mantuvo a nueve esposas, una para cada día de la semana (sábados y domingos tenía sesión doble). La prostitución era una parte reglada del Ejército y nadie se espantaba de nada en privado. En público sí: en público todos se hacían cruces y se escandalizaban si tu perro no llevaba pantalones que taparan sus partes pudendas. Fue un tiempo de hipocresía generalizada.

La iniciativa privada funcionó muy bien y así se cuentan los sucesos de la famosa torre de Nestlé, a orillas del Sena, donde las princesas montaban orgías que acaban con sus amantes apuñalados y arrojados al río y con un escándalo de padre y muy señor mío que fue crucial para el proceso que acabó con la Orden del Temple.

París adquirió mala fama ya desde entonces. Allí llegó a haber registradas seis mil rameras y, como se decía que cada una de ellas sabía hacer una cosa distinta, los aficionados tenían que ir probándolas todas para no quedarse sin tal o cual experiencia de vida. Todas ellas tenían que pagar impuestos a la municipalidad y hemos de decir en su honor que eran de las más regulares y puntuales en hacerlo.

Luis IX, por aquello de que tenía previsto convertirse en San Luis, intentó desterrarlas, pero fracasó miserablemente, porque una cosa es que las gentes te hagan santo y otra muy distinta que te hagan caso.

Hubo prostitución voluntaria también. En 1180, al ejército del rey de Francia le acompañaban mil quinientas «señoritas» amateur, para contento de las tropas, aunque esta compañía, obviamente, no satisfizo a todos, pues siguieron en boga la sodomía y hasta la bestialidad.

Los reyes eran los primeros en dar (mal) ejemplo a sus súbditos. Childerico, rey franco, escogía para sí a toda mujer que le hiciera tilín (y aun a las que le hacían tolón, chin-chin o cualquier otra onomatopeya); Clodoveo fue famoso por su harén de rubias tontas, y así muchos otros. Entre los hunos y los bárbaros, el prestigio de un hombre se medía por el número de esposas que poseía: más de cincuenta, potentado; entre veinte y cincuenta, caudillo; entre diez y veinte, jefe; entre cinco y diez, señor normal y corriente; menos de cinco, chisgarabís, y dos o menos, desgraciado muerto de hambre.

En el año 1000 se creyó que tendría lugar el fin del mundo y la cantidad de orgías que se montaron no es para descrita. La sodomía se puso de moda y luego, cuando se vio en el 1001 que no pasaba nada y que la Iglesia —siempre muy reticente con la ciencia— se había equivocado al hacer los cálculos aritméticos, ya el desenfreno se había convertido en una tradición muy difícil abandonar.

Las Cruzadas favorecieron la prostitución en los puertos de mar, normalizaron la violación y trajeron a Europa muchas costumbres sexuales árabes que fueron ya una contribución —bien que temprana— a la globalización de la que gozamos hoy en día.

El derecho de pernada fue otra costumbre seximedieval curiosa: el señor feudal tenía derecho a desflorar a la recién casada si era sierva de la gleba en sus posesiones. Esto puede parecer una salvajada, pero sabemos con certeza que a una joven destinada a pasar el resto de sus noches con un patán bruto e insensible que olía a ajo, aquella primera noche de amor y sexo con el aristócrata conde, duque o quien fuera, le hacía mucha ilusión: era como acostarse con el príncipe azul antes de pasarse toda la vida viviendo con uno de los enanitos. Solía ser la noche más romántica de toda su vida.

Cuando el señor feudal estaba viejecito y sin fuerzas o cuando sus gustos iban por otros derroteros, se limitaba a meter simbólicamente el muslo en el lecho conyugal y así cumplía con la letra, que no con el espíritu de la ley.

Otra particularidad medieval era que no se criticaba la desnudez. Las mujeres salían a veces con el pecho desnudo y los hombres llevaban unas mallas que se les incrostaban en el escruto (se les incrustaban en el escroto, queremos decir), sin dejar nada a la imaginación de las jovencitas.

No faltaron las prácticas satánicas que aprovecharon la heterodoxia para hacer de las suyas en materia libidinosa. En horrendos aquelarres (horrendos porque las supuestas brujas eran viejas y feísimas) aquellos seres se desnudaban, bailaban frenéticamente y copulaban con quien les pillaba más a mano en ese momento. Se supone que estas brujas se especializaban en filtros de amor, compuestos todos ellos con pelos, uñas, mocos y otras varias porquerías corporales que es mejor no listar.

La creencia en súcubos e íncubos también estaba a la orden del día y cualquier doncella que hubiera cenado más garbanzos de los aconsejables solía soñar por la noche que un diablo se le ponía encima del torso, con sus ganchudos y malolientes pies sobre sus virginales pechos, impidiéndole respirar a placer.

Hubo sectas religiosas hippinudistas, como los adamitas, los turlupinos o los picardos, que se exhibían desnudos y hasta fornicaban públicamente, permitiendo efectuar apuestas de todo tipo a los que los contemplaban. Estos grupos practicaban la comunidad de bienes y de mujeres y, cuando la Iglesia los quemaba, solían subir a la pira gritando: ¡«Los que van vestidos no son hombres libres!»

Entre los nudoheresiarcas más famosos se cuenta Tanchelm (Tanchelino para nosotros), que en 1100 se estableció en Amberes para practicar ideas místico-eróticas, con tal poder de fascinación que las mujeres se le ofrecían públicamente, abandonando a sus maridos. A partir de ese momento, Tanchelm decidió predicar desde un tejado o desde una barca separada del muelle, para encontrarse más a salvo de la femenil devoción religiosa.

Una curiosidad de la época fueron las «Cortes de amor», una cursilada como un piano vinculada al código de la caballería. Las damas nobles reunían en sus mansiones o palacetes a poetas expertos en la «gaya ciencia» (la poesía), para que debatiesen sobre si el amor era bueno o malo y cosas así, todo ello supuestamente con mucha elegancia y remilgo, sublimando el instinto sexual hasta el misticismo y la cursilería.

Las damas presidían estos torneos de ingenio y daban —esto hay que reconocerlo— pocos o escasos premios carnales a los vencedores, que se desquitaban luego de tanta exquisitez aristocrática y de tanto amor platónico, empleando con campesinas y criadas el amor aristotélico, mucho más terrenal y satisfactorio.

Hubo historias terribles, como la de Abelardo, que se enamoró de Eloísa y acabó siendo violentamente privado de un aditamento corporal que le había acompañado desde desde que nació y al que tenía en especial estima. O la de Guilles de Rais, asesino y violador (en ese orden, pues era adicto a la necrofilia), que hizo también sus pruritos con el vampirismo chupando la sangre de sus víctimas «para que no se desperdiciara», porque no sabía hacer morcillas.

A fines de la Edad Media el puritanismo se acentuó: ya no se aceptó que los curas tuvieran concubinas y se les prohibió tener hijos, permitiéndoseles solo los sobrinos. Las prostitutas fueron arrinconadas a unas determinadas calles de la ciudad (las llamadas «cortes de los milagros», pues allí se sobrevivía de milagro) y se las obligaba a llevar unas vestimentas especiales feísimas, diseñadas por sus enemigos (los afeminados del tiempo, que las odiaban porque eran más guapas que ellos). Si las rameras no respetaban estas normas, las marcaban a fuego y, si las respetaban, también las marcaban a fuego, porque los inquisidores eran gente muy concienzuda y amante de su oficio.

No hay comentarios: