Semblanza literaria de un señor ya olvidado, pero que ganó en sus tiempos sus buenos reales con la literatura
Hablemos de este Bretón riojano, con más de cien obras originales, sesenta y tantas traducciones, varios hijos y un montón de sobrinos (que le dieron muchos problemas).
El suyo fue en un inicio un teatro titubeante que oscilaba de un estilo a otro y quería ser algo ligeramente nuevo sin despegarse del todo de la comedia moratiniana. Bretón pasó una primera etapa —una especie de sarampión literario— en el que hizo neoclasicidades de las más aburridas. Ejemplo de esto fue su obra Marcela o ¿A cuál de los tres? (1831), comedia cretina donde las haya. En ella, una protagonista estúpida se encuentra en el trance de elegir un novio entre tres majaderos que la cortejan. El autor, a la hora de definir a sus tres galanes, los deja para el arrastre. De don Agapito nos dice que es (literalmente) lechuguino, afeminado, enclenque, necio, fatuo y chinches. A don Martín le describe como exagerado, atolondrado, hablador, loco, chusco, fatuo y calculador. Don Amadeo es lacrimógeno, taciturno, fútil, misántropo y pagado de sí. ¿A cuál de los tres elegirá la dama?
El caso es que Marcela no ama a ninguno, porque ninguno merece ser amado. Pero ella tampoco se lo merece ni un tanto así. Al final de la obra, resulta que la protagonista no se decide a quedarse con ninguno (por suerte para sus pretendientes, porque el personaje de Marcela es mucho más imbécil que ellos tres juntos).
Este inane argumento es un ejemplo magistral de cómo el teatro neoclásico, por mor de la verosimilitud, se basó en historias sin chicha alguna, sin interés, sin verdadero conflicto y sin sentido literario. Alargar casi tres horas una situación tan simplona y carente de profundidad no dice mucho de la mentalidad de aquella sociedad superficial ni de la caridad cristiana del autor, que no se compadeció ni un ápice de los públicos que tenían que soportar sus tramas. Aquí Bretón nos muestra su cara más fea, su peor lado, por imitar a quien no había que imitar.
(Hemos de añadir que el tema de los pretendientes evaluados le gustó tanto al autor que lo usó en otras seis comedias más.)
Pero todo el mundo en esta vida merece una segunda oportunidad y Bretón supo aprovecharla, cambiando radicalmente de estilo y entrando de un salto en su segunda época, en la que se dedicó a un tipo de comedia satírica de mucha más enjundia, a la que se ha dado en llamar «comedia bretoniana», cuyas piezas iban siendo mejores cuanto más se alejaban de Moratín.
Las obras más destacadas y las que merece la pena conservar son, sin duda, El pelo de la dehesa (1840) y Don Frutos en Belchite (1845), que presentan sucesivas aventuras del mismo personaje teatral, el figurón rústico.
Las obras de figurón se estructuran con un esquema fijo que viene del barroco: galán y dama proyectan casarse para disfrutar de unas actividades que no es preciso mencionar y sus planes se ven obstaculizados por un tercer personaje incordioso que aparece como inoportuno pretendiente. La forma en que se consigue que se desestime su pretensión a la mano de la protagonista constituye la trama argumental de este tipo de obras.
El pelo de la dehesa se basa en la premisa de que los valores tradicionalmente asociados al campo se dan de tortas con los urbanos. La obra refiere el accidentado encuentro que tienen en Madrid don Frutos, natural de Belchite y más bruto que una artesa, y la pija de doña Elisa, para contraer un matrimonio concertado por los padres de ella. La óptima posición económica del novio sacará de apuros a la tronada familia de la novia que, aun así, no le considera en absoluto el mejor partido, al ver que carece del refinamiento de los jóvenes de la Corte y que toma la sopa sin usar la cuchara en absoluto.
La marquesa, madre de la novia, tiene a menos aceptar como yerno a alguien con un nombre tan pueblerino como Frutos Calamocha. Además, madre e hija anticipan que no sabrá conversar más que acerca del campo, de la lluvia, de las crecidas del Ebro y del mercado de gorrinos de la feria de la Almunia de doña Godina. Ridiculizan de antemano su vestimenta y forma de hablar, proponiéndose refinarle y desmañizarle del todo.
La primera impresión que produce el bueno de don Frutos al llegar no puede ser peor. Se muestra torpe y se equivoca en la presentación: confunde a una criada con su futura novia y la saluda ceremoniosamente. Tampoco su lengua llana contribuye en nada a mejorar su imagen, sobre todo cuando cuenta que de camino se cayó en un pedregal y que «casi se desnalga».
Asistimos en esta pieza a un ejercicio de desprecio hacia los pueblos y, en general, hacia las costumbres rurales, poco refinadas, pero indudablemente democráticas, pues tienden a igualar el trato de la gente, como el personaje explica cuando describe la costumbre de poner apodos a los habitantes de Belchite y nos habla de sus amigos: el tío Roña, el tío Pozuelo, el tío Perote, la tía Lechuza, la tía Ponzoña y otras personalidades destacadas de la localidad.
Poco a poco, a medida que transcurre la obra, se van poniendo de relieve las virtudes que el belchitano tenía ocultas en el zurrón. Para empezar, muestra un gran corazón y una excelente disposición para que el matrimonio concertado resulte un éxito. No conoce los prejuicios sociales, tener dinero a espuertas no le ha maleado en absoluto y se enorgullece de que de veinticinco abuelos que tuvo ninguno fue ladrón.
El personaje se muestra en todo momento muy amante de su patria chica y dice estar dispuesto a partirle un número sustancial de costillas al que la menosprecie. Cuando en medio de un banquete le ofrecen vino francés, él lo rechaza por asqueroso y ruega que le den a beber otro vino cualquiera, siempre y cuando los pies que hubiesen pisado la uva hayan sido aragoneses.
Don Frutos es bruto, pero no es tonto y comprende que aquel enlace no está precisamente destinado al éxito, máxime cuando su futura esposa se niega rotundamente a residir en Belchite, al que no considera un lugar vividero. Pero vivir en Belchite es la única condición que don Frutos impone para el desigual matrimonio, para desagrado de su novia. Si ella no va a Belchite, no habrá consorcio. A esta difícil situación se suma la aparición de un nuevo pretendiente, un petimetre elegante y más del agrado de la novia. Don Frutos, hasta las narices ya de tanta pamema y tanta pamplina, renuncia al matrimonio y echa caballerosamente sobre sí todas las culpas del rompimiento, alegando que no hacen buenas migas perro y gato en una alforja.
Habiendo resuelto la complicada situación, don Frutos rompe el contrato matrimonial, se salva de aquella dama repipi y emprende de inmediato el viaje a su querida ciudad, afirmando que tiene todavía el pelo de la dehesa y que se va a Belchite porque la Corte no es para él.
Don Frutos en Belchite es la continuación argumental de la obra anterior y se le parece mucho en eso de la exaltación del terruño.
La tesis de esta bilogía dista mucho de ser obvia. Por un lado, parece que quiere decirnos que es mejor que te cases siempre con una de tu pueblo. O quizá que el campo es el campo, la ciudad es la ciudad y que ambos nunca se encontrarán. El hecho es que el protagonista es un animal de bellota y nos cae más simpático que los personajes refinados, lo que nos lleva a pensar que Bretón quiere tomarnos el pelo y llevarnos de las narices. Casi nos quedamos con la idea de que el dramaturgo solo quiere ridiculizar a unos y a otros por igual y aprovechar el costumbrismo sin otra pretensión que agarrar un éxito grande de taquilla.
Hay que mencionar, por último, que el estilo de Bretón es bueno. Versifica
bien y nunca rima ‘bellas’ con ‘estrellas’ ni cosas así de pedestres. Cuando
escribe en prosa, pone las comas en su sitio, que es bastante más de lo que
puede decirse de muchos otros autores que se ganaron la vida con la pluma. Sus
personajes se comportan siempre con decoro y, cuando están en público, nunca se
meten el dedo en la nariz.
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