Madame du Barry

 

 

          La condesa du Barry sucedió a la renombrada Madame Pompadour en el lecho de Luis XV de Francia sin dar siquiera tiempo a que cambiaran las sábanas, tal era la prisa que tenía.

          Fue una de esas personas que de la nada llegan a todo, pasando por la mitad. Se llamaba Jeanne Becú y era hija de una costurera. Pero ya en sus tiernos años decidió que aquellos delantales los iba a coser Anne Becú (su madre), por lo que agarró el portante y no volvió jamás por su pueblo, Vaucoleurs. (Si alguno de ustedes ha visitado esta localidad encontrará muy justificada la conducta de Jeanne, porque es un sitio infecto).

          Ya en París tuvo diversos trabajos, de los que la echaron por vaga. Si como peluquera peinó poco, como dependiente vendió menos. Pero como prostituta fue una auténtica revelación, acreedora a una distinción nacional al esfuerzo y la constancia, porque no hay nada como encontrar la verdadera vocación.

          Además, empleó y popularizó la denominada «postura del pato», una técnica amorosa oriental que había leído en algún sitio y cuyas modalidades han quedado en el olvido[1]. Pero baste decir que la lista de espera para disfrutar de los servicios de «Mademoiselle Lange» [«la señorita pañales», según un traductor automático] superaba con mucho la de «Le cochon d’Or», el más solicitado restaurante de la capital.

          El pillín del cardenal Richelieu —que frecuentaba esos sitios (y otros aún peores)— olió la carne fresca, como cualquier tigre de Bengala que llevase dos semanas sin probar bocado. Ni corto (que no lo era, porque medía más de 1,90) ni perezoso (que tampoco lo era, pues se levantaba todas las mañanas al alba para despachar los asuntos de estado), se llevó puesta a nuestra heroína (que contaba a la sazón diecinueve añitos de nada).

          Su plan era seducir a Luis XV con sus encantos (con los de Jeanne, porque una vez que lo intentó con los suyos propios el rey le había atizado con un candelabro que tenía a mano). Una vez debidamente seducido, la muchacha debería incitar al lascivo monarca a que nombrara o depusiera a aquellas personas que a Richelieu le apeteciera. La «postura del pato» tenía eso: en medio de su ejecución, si te pedían algo, era muy difícil negarse.

          El siguiente paso del intrigante cardenal fue buscar un tonto en Versalles (lo que entre aquella panda de monárquicos degenerados resultó facilísimo, todo hay que decirlo) para casar con él a la joven y ennoblecerla, con objeto de que pudiera ir por los pasillos de palacio sin que la guardia suiza se atreviese a decirle los piropos que sus formas indiscutiblemente merecían.

          Tras casarse con el conde du Barry, Jeanne se convirtió en la condesa du Barry, como era lo lógico y lo obvio. (Esta es una de esas típicas frases de relleno que ponemos los escritores cuando no sabemos cómo continuar con nuestra narración). En 1769 se la presentó oficialmente en la Corte, aunque para entonces muchos nobles y gran parte de la servidumbre ya la conocían mucho mejor de lo que el rey hubiese querido. Hemos de señalar que Jeanne era una persona extremadamente generosa con su tiempo y con su juventud, para decirlo de una manera que no atente al decoro. De hecho, se fue ganando a sus simpatizantes de uno en uno (y a veces se los ganaba de dos en dos, pero esto era menos frecuente).

Solo tuvo problemas con Mesdames (las hijas de Luis XV), que la veían como una ambiciosa que, para tener dominado al rey de Francia, había sabido emplear su astucia[2]. También la hostigó Choiseul, un consejero del soberano que se llevaba a matar con Richelieu. Este señor fomentó los libelos difamatorios contra la du Barry, acusando a la chica de hacer en la alcoba real cosas que estaban muy mal hechas (cuando, en realidad, todo lo que hacía allí dentro lo hacía muy bien). Otra de sus enemigas fue Maria Antonieta, con quien tuvo un encontronazo que no contamos aquí porque es tema para otra historia y tenemos que reservarnos material para futuros libros.

Luis XV estaba loquito, loquito por la du Barry. Le regaló un montón de collares y otro montón de palacios, que la famosa amante llevaba siempre puestos (los collares nada más). Ella dictaba la moda (porque le era más cómodo que escribirla y así no tenía que preocuparse por las faltas de ortografía).

Su resistencia física fue legendaria. Como la famosa «postura del pato» le daba mucha hambre, hizo construir un elevador manual con un mecanismo para que una mesa con todas sus viandas subiera hasta la alcoba real sin que los criados tuvieran que entrar en ella. Así podían los dos amantes interrumpir sus «batallas de amor en campos de pluma» (que diría Góngora) para sacudirse algún tentempié sin tener que vestirse, lo cual les llevaba mucho tiempo y era una verdadera lata.

Entre unas cosas y otras (ya se figuran ustedes a qué cosas nos referimos), fueron pasando los años y el cuerpo juvenil de la du Barry comenzó a desjuvenilizarse, como suele ocurrir. El rey, no obstante, conservaba su fogosidad. Fue en este tiempo cuando la condesa se dedicó a proporcionarle al monarca diversas mademoiselles para tenerle contento y para poder ella dormir a pierna suelta de vez en cuando, porque Luis XV roncaba con voz de barítono acatarrado.

Finalmente el rey se murió, como era su obligación después de tantos años de estar vivo, y la du Barry se tuvo que ir a hacer gárgaras a sus posesiones de Louveciennes, donde llevó una vida prácticamente monacal, con tan solo dos amantes fijos, concediendo a algunos otros esporádicamente algún favor de esos que es imposible devolver.

En 1793, el Tribunal Revolucionario la acusó de haber estado veinte años acostándose con el rey, lo que la hacía sospechosa de ser ligeramente monárquica. Ella no encontró realmente un argumento lo bastante sólido para convencerles de lo contrario, así es que le cortaron la cabeza limpiamente (lo de «limpiamente» es un decir, porque hubo mucha sangre y la ejecución puso el patíbulo todo perdido).

Desde entonces se han publicado muchas obras muy bien documentadas sobre Madame du Barry, pero nosotros no hemos leído ninguna, como habrán podido deducir de la poca calidad de esta semblanza.



[1] Hemos encontrado en un sutra sánscrito una descripción de la mencionada técnica. Pero, francamente, en el libro se describen unas posturas que no creemos anatómicamente posibles de llevar a cabo.

[2] No hemos encontrado en el diccionario esta peculiar acepción de la palabra ‘astucia’.

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