Jardiel y su poema a su coche

 


Uno de los grandes amores de Jardiel fue su coche, un Ford V8. Tuvo varios iguales durante su vida (aunque uno de ellos se lo arrebataron durante la Guerra Civil y otro se lo embargó el semanario La Codorniz). El tener coche fue uno de los lujos que le permitió entonces la alta cotización de sus escritos.

          Cuando se compró el primero, le dieron un cursillo acelerado de cómo funcionaba la máquina. En cuanto cogió un poco de soltura invitó a uno de sus amigos a dar una vuelta por Madrid. Sorteó el tráfico de la capital y enfiló rápidamente la carretera de Chamartín.

          Su amigo, admirado, le dijo:

          —Chico, ¡hay que ver qué bien conduces! Has aprendido en muy poco tiempo.

          Y Jardiel repuso:

          —Sí, no es difícil. Ya sólo me falta aprender a frenar.

          Lo mucho que apreció a estos automóviles queda bien patente por un sentido verso que les dedicó, en los últimos años de su vida y que creo muy oportuno transcribir por la nostalgia que encierra y por su patente originalidad:

 

          Ford V8

Siempre un Ford V8... Porque otros dos tuve,

es ya éste el tercer Ford en el que voy.

En cuestión de coches, siempre un Ford 8V:

un Ford V8 y made in Detroit.

El que no es Ford 8V me parece feo:

y porque he tenido tres Ford, gran turismo,

confundo los de antes con éste y me creo

que los tres son uno, es decir: el mismo.

Fueron el uno del otro el vivo retrato

porque les di a todos idéntico trato.

¡Muy mal trato: es cierto! ¡Pobre el que ahora uso...!

No parece un Ford, sino un coche ruso:

abollado y sucio y tan despintado

que por todas partes le invade la herrumbre.

Pobrecito coche, siempre estacionado

ante alguna puerta: y en invierno helado

y en verano, echando por sus chapas lumbre.

¡Pobre leal amigo!, que haces mi deleite

gimiendo y soplando con alma de fragua:

porque lleva el cárter vacío de aceite

y porque me olvido siempre de echar agua...

Y él, aun así sigue... Aun así camina...

Corre hasta, yo creo, que sin gasolina.

¡Pobre coche mío! ¡Pobre gran amigo

de tanta aventura cómplice y testigo!

¡Cómplice y testigo de tantas escenas,

y de tantas bromas y de tantas penas:

penas que, sin duda, siempre ha recordado

porque no se olvida, si es el pasado;

y, en cambio, los días amables y tiernos

seguro que todos los ha ya olvidado!

¿A que no recuerda las lindas sonrisas

que se reflejaron en su parabrisas?

No, claro; ni una... No hay gestos eternos

y aquellas sonrisas de mujer, borraron

los dedos de lluvia de muchos inviernos;

pero todavía mi suerte es peor

que encuentro un instante y de nuevo pierdo

sonrisas o rostros o escenas de amor

al reproducirse el fugaz recuerdo

en el espejito «Liliput-Cinema» del retrovisor.

Y es que envejecemos, Ford 8 querido:

pues, cuando se vuelven al ayer los ojos,

es que ya los muelles se nos ponen flojos

y que nada es ahora lo que antes ha sido.

Sí. Los años jóvenes, que como una hilera

de resplandecientes faroles de gas,

vi siempre delante de mí, y a la espera

de que yo llegase, los veo hoy detrás.

¡Noble coche mío! ¡Noble y leal amigo!,

servidor paciente de largas esperas

y ejecutor dócil de mis fantasías,

que igual rompes vallas, que trepas aceras;

que, cuando es preciso, subes escaleras,

y saltas cunetas y vas por las eras

y por los sembrados: y que llegarías,

si yo te pidiese también que lo hicieras,

a entrar por los túneles y andar por las vías.

¡Oh, fiel compañero de rutas viajeras

de todas las horas y todos los días...!

¡Lugar geométrico de mil averías!

¡Rastrillo de caucho de las carreteras,

que, si en vez de España eran extranjeras,

sacabas más fuerzas de las que tenías

y entonces volabas, mejor que corrías,

porque, así, humillando en locas carreras

a todos los coches de allí que veías

dejabas bien altas nuestras dos banderas!

(Pero calla, no hables... ¿por que te sinceras?,

ya sé que es la mía por la que lo hacías.

Pero no te asustes, que seré discreto

y de tal manera guardaré el secreto

que desde ahora mismo juro por quien soy

que no han de saberlo jamás en Detroit.)

Te estimé siempre y te honré también.

Te honré en tus tuercas, te honré hasta en las «juntas»

y si no, contesta a algunas preguntas.

¿Estando tú en forma tomé yo algún tren?

¿Y no callé siempre y siempre me callo

los contados días que tienes un fallo?

Y aunque ambos sabemos que sí existen varios,

¿he dicho yo a alguien, ni una sola vez,

que ni entre los coches más extraordinarios

exista uno solo de tu rapidez?

¿Ni otro igual de fuerte? ¿Ni igual de bonito

aunque estás de feo que causas espanto?

¡Di! ¿Opiné algo de eso ni hablado ni escrito?

¡No! Porque te quiero. Y te quiero tanto

a pesar del trato que te doy, ¡oh, Ford!

que ya lo ves: ahora compongo este canto

en tu solo elogio, en tu único honor...

¿Y con quién he obrado como contigo obro?

¡Con nadie del mundo! Pues sabes de sobra

que el arte, aun siendo arte, se vende y se cobra

y yo, cuanto escribo lo vendo y lo cobro.

Y si fui contigo un poco locatis

eso que te escribo te lo escribo gratis.

¿Cómo? ¿Te emocionas? ¡Oh, no! No te dejo...

y menos que llores, pues no eres un viejo

para que ahora llores a más y mejor.

¿Lo niegas? ¿No lloras? ¡Vamos, que estás chocho!

Si hasta has hecho charco... ¡Ah! ¿Es el radiador?

Entonces, perdona, y a todo motor

dame un buen abrazo, ¡oh, Ford V8!

¡Y aprieta bien fuerte, oh, V8 Ford!

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