(Cuento escénico actualizado)
(La cabaña
de los siete enanitos, en el bosque. En escena, Blancanieves, Mudito, Gruñón,
Feliz, Sabio y Tímido, aunque este último, ¡claro!, no dice nada en toda la
pieza porque le da vergüenza. Dormilón y Mocoso no están. El primero está
durmiendo en otra habitación y el segundo ha ido al médico para que le mande un
jarabe contra el resfriado.)
BLANCANIEVES.—Gracias
por acogerme en vuestra casa, pequeños hombrecillos. Como acabo de contaros, mi
madrastra, la reina malvada, quiso asesinarme. Afortunadamente, el cazador al
que encargó que me apuñalara y me arrancara el corazón para llevárselo como
prueba de mi muerte se compadeció de mí y me dejó escapar. No tengo dinero ni
dónde ir.
GRUÑÓN.—Efectivamente:
acabas de contárnoslo, por lo que no entiendo por qué lo has vuelto a mencionar
de nuevo; lo habíamos entendido: no somos tontos.
BLANCANIEVES.—Lo
he mencionado porque esta comedieta ha empezado «in media res» y el público tiene derecho a
enterarse de lo que está pasando.
GRUÑÓN.—Es una
buena razón, aunque imagino que los espectadores aquí presentes conocen
perfectamente tu historia.
MUDITO.—¡No te
metas con ella, Gruñón! ¿No ves que es una pobre niña asustada en medio de un
bosque perdido y entre gentes a las que no conoce?
BLANCANIEVES.—Gracias,
hombrecillo. ¿Quién eres tú?
MUDITO.—Me
llamo Mudito. De todos mis compañeros yo soy el mudo.
GRUÑÓN.—Tú lo
que eres es imbécil. Si eres el mudo, ¿cómo hablas?
MUDITO.—¿Y cómo
quieres que diga que soy el mudo si no es hablando?
GRUÑÓN.—Pues
por señas, cretino. ¡Lo mudos son mudos precisamente porque no hablan!
MUDITO.—¡Es
verdad! Se me había olvidado. Ya me callo.
GRUÑÓN.—Mejor
así.
SABIO.—Mudito
tiene razón en todo lo que ha dicho, Gruñón. La niña tiene que explicarse y hay
mujeres que tienen la costumbre de repetir las cosas muchas veces. (A
Blancanieves.) Entonces, huiste del palacio de tu madrastra y no tienes
nada.
BLANCANIEVES.—Sólo
el traje que llevo puesto. No tuve tiempo de coger mis ahorros.
SABIO.—¿Tus
ahorros?
BLANCANIEVES.—Los
que tenía escondidos debajo de una losa.
SABIO.—¿Pero no
decías que no tenías nada?
BLANCANIEVES.—Unos
ahorrillos los tiene cualquiera.
SABIO.—¡Bien
por ti, porque nosotros no tenemos!
BLANCANIEVES.—Pero
no me importa no habérmelos podido traer. Yo, como buena protagonista de cuento
que soy, desprecio el dinero.
GRUÑÓN.—¡Feliz
tú, que puedes despreciarlo!
BLANCANIEVES.—Aunque
reconozco que ahora me vendría muy bien. No me gusta estar sin blanca.
SABIO.—Volvamos
a lo importante. No tienes nada y, por ello, precisas que alguien
caritativamente te deje un lugar donde esconderte. También necesitas amigos que
te protejan.
BLANCANIEVES.—Así
es.
SABIO.—Pero
nosotros somos varones. ¿No resultaría inadecuado, políticamente hablando, que
necesitaras la protección de un hombre, por no hablar de siete?
BLANCANIEVES.—¡Oh!
Te aseguro que en este momento y en mi situación, eso no me preocupa lo más
mínimo. Si me aceptáis, aceptaré gustosa vuestra protección masculina; eso no
significa en absoluto que renuncie en lo más mínimo a mis derechos femeninos. Pero
lo que quiero es estar a salvo de mi madrastra, que usa su poder para el mal.
No hay peor cosa que una reina cruel. ¡No sé cómo se le permite a un ser tan
maligno dirigir todo un reino! ¡Vivimos en tiempos de oscuridad!
SABIO.—No hay
que verlo así. Considera que la reina, mala o no, es la reina; esto es: que
puede ser reina. Eso es un gran avance, a mi entender. Porque he leído que hay
países en los que a las mujeres no se les permite reinar.
FELIZ.—¡No
puede ser!
SABIO.—Te
aseguro que sí. En esos reinos, aunque ellos presuman de ser muy modernos, a la
infanta mayor no le permiten heredar el trono, sino que se lo dan a su hermano
pequeño.
FELIZ.—¿Quieres
decir que a la princesa, que es la segunda mujer más importante del reino
después de la reina, le privan de sus derechos al trono solo por ser mujer?
SABIO.—Tal y
como te lo cuento.
FELIZ.—¡Qué
vergüenza! Seguro que es un reino muy cutre y retrogrado, con unas leyes asquerosas.
SABIO.—Eso me
temo.
FELIZ.—Y las
mujeres del pueblo no protestan ante esta injusticia tan palmaria?
SABIO.—Por lo
visto, no. Vamos, en el caso del que te estoy hablando, ninguna mujer de ese
reino ha dicho ni mu al respecto. Ni una sola ha luchado por su derechos de esa
princesa.
FELIZ.—O sea,
¿quieres decir que, por comparación, nuestra reina es mala pero nuestra
monarquía no lo es?
SABIO.—Al menos
es mejor que la otra que he mencionado. Pero nos estamos yendo del tema. Ahora
se trata de ver qué vamos a hacer con esta encantadora jovencita.
BLANCANIEVES.—Te
agradecería que no te dirigieras a mí en esos términos, hombrecito.
SABIO.—Me llamo
Sabio.
BLANCANIEVES.—Por
mucho que necesite vuestra ayuda, eso no te da derecho a llamarme «encantadora jovencita». Yo podría tomar cualquier
alusión a mi belleza como un acoso. ¡Y el acoso no se puede tolerar!
SABIO.—No era mi intención acosarte.
Además, yo podría ser tu abuelo y te miro como a una hija.
FELIZ.—Si eres como su abuelo, tendrías
que mirarla como una nieta, ¿no crees?
SABIO.—Claro. Era una forma de hablar.
BLANCANIEVES.—Bien: haré la vista gorda
por esta vez; pero que no se vuelva a repetir.
SABIO.—Descuida. Pero, recapitulemos: tu
madrastra quiso matarte porque está celosa de tu belleza, no es eso.
BLANCANIEVES.—Sí. Es una mujer
extremadamente envidiosa, por lo que lleva muy mal lo de envejecer ella y que
yo sea más joven.
GRUÑÓN.—No creas; les pasa a casi todas.
BLANCANIEVES.—Está obsesionada con la
belleza. No sabe pensar en otra cosa. ¡Qué superficialidad! No cesa de
preguntar a su espejo mágico quién es la más bella del reino. Es su monomanía.
¡No sé cómo puede haber seres tan rastreros que sólo se fijen en el cuerpo y no
sepan ver que la belleza está en el interior!
FELIZ.—¡Qué gran verdad!
SABIO.—Y para
estar a salvo de la reina pretendes que te dejemos vivir aquí con nosotros. ¿Es
eso lo que quieres, no?
BLANCANIEVES.—Eso
es. Yo no lo habría expresado mejor.
SABIO.—Bien,
pero, ¿en calidad de qué? Una chica joven, hermosa..., bueno, retira eso de
hermosa; haz como si no lo hubieras oído. No quiero que luego digas que usé
contigo palabras inadecuadas... Bueno, una chica joven, viviendo con siete
hombres... ¡Qué diría la gente! ¡Les parecería inmoral!
BLANCANIEVES.—¡Pero
yo necesito un refugio! ¡No me importa nada que la situación sea o no inmoral!
GRUÑÓN.—No es
eso lo que has dicho antes.
BLANCANIEVES.—Además,
¿qué hay de malo que hombres y mujeres vivan juntos? ¿No vivís juntos todos
vosotros?
SABIO.—Sí; pero
nosotros siete somos todos hombres.
BLANCANIEVES.—Y
yo os digo que la diferenciación entre hombres y mujeres es mala: los seres
humanos somos todos iguales y tenemos derecho a hacer las mismas cosas.
SABIO.—¿En serio?
BLANCANIEVES.—¡Por
supuesto!
SABIO.—Si tú lo
dices...
BLANCANIEVES.—Somos
todos iguales, te repito.
FELIZ.—Quizá si
te casaras con uno de nosotros, la situación sería mucho más formal.
BLANCANIEVES.—(Tras
una pausa.) ¿Estás de broma?
FELIZ.—¿Qué?
BLANCANIEVES.—¿Casarme
yo con un hombrecillo? No puede ser.
FELIZ.—¿Por
qué?
BLANCANIEVES.—Hay
mil razones que lo impiden.
GRUÑÓN.—(Molesto.)
Di una.
BLANCANIEVES.—Pues...
yo soy princesa. No puedo casarme con nadie que no sea de la realeza.
GRUÑÓN.—¿Pero
no habías dicho que los seres humanos éramos todos iguales?
BLANCANIEVES.—Sí,
pero no tan iguales. Y, además, sois muy viejos.
SABIO.—No
todos. Gruñón, Feliz y yo mismo sí; pero Dormilón, Tímido, Mocoso y Mudito son
jovencitos y están llenos de vigor.
BLANCANIEVES.—No
es sólo eso. Es que sois muy bajitos.
GRUÑÓN.—¿Y un
hombre bajito no puede ser un buen marido?
BLANCANIEVES.—Pues...
quizá para otras, pero no para mí.
FELIZ.—¡Ah! ¿Las
mujeres tampoco son iguales unas a otras?
BLANCANIEVES.—Y,
perdonad que os lo diga, pero sois todos bastante feos... y yo, en cambio...
SABIO.—(Entristecido.)
Tú eres muy guapa, eso es cierto.
GRUÑÓN.—(A
Sabio.) ¡No le digas eso, que igual te denuncia!
FELIZ.—Sí,
somos feos; lo reconocemos. Aunque a nosotros no nos importa.
BLANCANIEVES.—Pero
a mí, sí.
GRUÑÓN.—(Aparte.)
Al parecer, la obsesionada con la belleza no era sólo la reina malvada.
BLANCANIEVES.—Yo
me merezco un príncipe azul, como mínimo.
FELIZ.—¿Azul?
SABIO.—Todos
los príncipes, por definición, son azules. ¿Tú has sabido alguna vez de un
príncipe rojeras?
FELIZ.—No: es
verdad.
SABIO.—Ahí lo
tienes.
BLANCANIEVES.—Un
guapo y apuesto príncipe azul.
GRUÑÓN.—(Aparte,
a Sabio.) Toma nota, Sabio: si el príncipe es feo, entonces no le vale.
BLANCANIEVES.—Un
príncipe que matara a dragones por mí.
FELIZ.—¿Cómo?
BLANCANIEVES.—Sí;
un dragón podrían tenerme cautiva y entonces un gallardo príncipe podría vencerlo,
matarlo y rescatarme.
FELIZ.—¿Y por
qué haría eso el príncipe?
BLANCANIEVES.—¿Que
por qué?
FELIZ.—¡Claro!
¿Por iba un príncipe a tomarse ese trabajo y arriesgar su vida enfrentándose al
dragón para salvarte?
BLANCANIEVES.—¿Que
por qué lo iba a hacer? ¡Por mi belleza, claro está! ¡Pareces tonto!
GRUÑÓN.—Sí,
ahora está claro.
BLANCANIEVES.—Y
yo podría estar dormida a causa de algún conjuro mágico en medio del bosque y
el príncipe podría bajarse del caballo, acercarse lentamente y deshacer el
hechizo dándome un largo y apasionado beso de amor.
GRUÑÓN.—Un
largo y apasionado beso a una mujer que está dormida y no ha dado su
consentimiento para el magreo, ¿no podría considerarse una cosa mal hecha,
incluso penada por la ley?
BLANCANIEVES.—No,
si el que la hace es príncipe y es apuesto y guapo.
GRUÑÓN.—¿Y si
es príncipe, y apuesto, y guapo, pero es viejo?
BLANCANIEVES.—Entonces
no.
BLANCANIEVES.—Y
si es príncipe, y apuesto, y guapo, y joven, pero su reino está arruinado?
BLANCANIEVES.—Entonces
tampoco.
GRUÑÓN.—¿Pero
no decías que no te importaba el dinero?
BLANCANIEVES.—¡Y
claro que no me importa! Cuando me case con un príncipe rico, entonces no
necesitaré el dinero para nada.
GRUÑÓN.—No le
falta razón.
BLANCANIEVES.—Pero
todo eso será... sería más adelante. Por lo pronto tenemos que decidir en
calidad de qué voy a vivir con vosotros. Y creo que ya tengo la solución.
FELIZ.—¿Ah, sí?
BLANCANIEVES.—Claro.
Seré vuestra ama de llaves. Si me dejáis vivir aquí con vosotros sin pagar nada
por el alquiler, si me mantenéis, me protegéis de la reina y me dais de comer,
si me proporcionáis ropa y todas las demás cosas que necesite, yo seré vuestra
ama de llaves y limpiaré la casa.
FELIZ.—¿Lo
harás?
BLANCANIEVES.—¡Claro
que sí! (Aparte.) Ya me las apañaré para no tener yo que barrer ni
fregar nada. Haré que ciervos, conejos, ardillas y todos los demás animales del
bosque se pongan a la labor y la limpien por mí, que eso es lo que pasa en los
cuentos.
FELIZ.—Me
parece un trato justo.
SABIO.—No sé...
GRUÑÓN.—Eso
estaría muy bien, pero hay un serio problema.
BLANCANIEVES.—¿Un
problema?
GRUÑÓN.—Verás:
no podemos poner a una mujer a cuidar de la casa, a fregar, coser y cocinar.
Eso sería un planteamiento machista.
BLANCANIEVES.—¿Machista?
GRUÑÓN.—Claro
está. La mujer ha de tener una profesión. Tiene que ganarse la vida. No puede
estar confinada entre cuatro paredes.
BLANCANIEVES.—¿Ah,
no?
GRUÑÓN.—No. Y
en cuanto a la limpieza, nosotros trabajamos muchas horas, casi no estamos en
casa y, por tanto, no la ensuciamos prácticamente nada.
SABIO.—Gruñón
tiene razón. Y Mudito cocina estupendamente bien. A todos nos gustan mucho sus
platos, sobre todo sus sopas de letras.
GRUÑÓN.—Y
nuestras ropas son muy bastas, de una tela muy fuerte que no se rompe nunca.
BLANCANIEVES.—¡Vaya!
GRUÑÓN.—Por lo
tanto, puedes quedarte con nosotros...
BLANCANIEVES.—(Esperanzada.) ¿Sí?
GRUÑÓN.—...
siempre y cuando...
BLANCANIEVES.—
¿Siempre y cuando qué?
GRUÑÓN.—Siempre
y cuando trabajes con nosotros mano a mano, hombro con hombro, en pie de
igualdad.
SABIO.—Es lo
justo. La mujer ha de labrarse su lugar en el mercado laboral.
BLANCANIEVES.—(Pensándoselo
con detenimiento.) ¡Mmmm! Y ¿podéis decirme a qué os dedicáis vosotros,
pequeños hombrecillos?
SABIO.—Al
negocio de los diamantes.
BLANCANIEVES.—(Contenta.)
¡Qué bien! Siempre me han gustado los diamantes.
FELIZ.—Pues
nosotros los tenemos a sacos.
BLANCANIEVES.—¿De
verdad?
FELIZ.—¿Qué te
creías? Todos los días sacamos diamantes para llenar diez o doce sacos.
BLANCANIEVES.—¿«Sacamos» has dicho?
FELIZ.—Sí, de la mina.
GRUÑÓN.—Y cuando piques tú también,
sacaremos más?
BLANCANIEVES.—¿Qué es eso de «piques»?
GRUÑÓN.—Somos mineros. Trabajamos incansablemente
con el pico y la pala desde al amanecer hasta que anochece, no menos de dieciocho
horas diarias en la mina, todos tiznados y sudando a chorros.
FELIZ.—Aunque paramos veinte minutos para
comer el bocadillo. Algunas veces hasta veinticinco.
SABIO.—Sacamos muchos diamantes. Los vendemos
y ganamos dinero.
SABIO.—Pero nunca nos lo gastamos, porque
estamos todo el día ocupados con el pico y la pala.
GRUÑÓN.—Como lo estarás tú, cuando vengas
con nosotros a trabajar. Por cierto, puedes empezar mañana mismo. Con que te
levantes a las tres y media, tendrás tiempo de prepararte para tu primera
jornada laboral.
BLANCANIEVES.—¡Ah!
FELIZ.—Tiene que hacerte mucho ilusión
empezar a trabajar.
SABIO.—Así, no serás una mujer sometida
por los hombres, sino un ser humano independiente y que sabe un oficio. Se lo
podrás decir, orgullosa, a tu príncipe azul cuando venga a por ti.
GRUÑÓN.—Si es que antes no te has muerto
de silicosis.
SABIO.—No tiene por qué. La silicosis no
afecta a todos los que trabajan en las minas: sólo al setenta y cinco por
ciento. Hay muchos mineros sanotes que pueden trabajar perfectamente hasta los
noventa años.
FELIZ.—Tú pareces de esos.
BLANCANIEVES.—(Tras una larga pausa.)
¿Sabéis lo que os digo? Que me lo he pensado mejor. No me parece bien abusar de
vuestra hospitalidad. Sería algo muy egoísta por mi parte. Así es que me parece
que me voy a volver a palacio. Quizá la reina no sea tan mala después de todo.
Quizá esté arrepentida de cómo me ha tratado y, si regreso, cambie de modo de
ser. Y aunque cometamos errores, todos nos merecemos una segunda oportunidad,
¿no es cierto?
GRUÑÓN.—Cierto.
BLANCANIEVES.—Pues ya está. Ha sido un
placer conoceros. Vendré a visitaros algún día, con mi príncipe azul, y os
traeré algún regalito.
GRUÑÓN.—Es muy considerado por tu parte.
BLANCANIEVES.—Bueno, pues, ¡hasta la
vista! (Aparte.) Tendré que buscar al cazador que se compadeció de mí,
impresionado por mi juventud y mi belleza. ¿Estará casado? ¿Tendrá novia? Porque
hasta que aparezca mi esperado príncipe yo podría engatusarle para que me diera
alojamiento y comida gratis en su cabaña. ¡A ver si tengo suerte! (Blancanieves
sale de la cabaña apresuradamente.)
GRUÑÓN.—¡Ya me lo parecía a mí!
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