Claves literarias del carácter hispano




Ahora que se ha puesto de moda hablar de la unidad de España, de su identidad nacional, de sus raíces y todas esas zarandajas, no estaría de más centrarnos un poco y ver en qué consiste el espíritu español.
          Ya los del 1898 lo intentaron y fracasaron estrepitosamente. Por fortuna, nuestra patria ha estado siempre llena a rebosar de lúcidas mentes pensantes —si bien que olvidadas— que nos dan la clave para muchas cosas.
          Así es que el que quiera saber de verdad de qué va esto del espíritu español, que no pierda el tiempo leyendo Defensa de la hispanidad, de Maeztu, Castilla, de «Azorín», ni siquiera Judíos, moros y cristianos, de don Américo Castro, porque no se va a enterar. La obra que nos ilustra de veras es la zarzuela en cuatro actos Gigantes y cabezudos, del maestro Caballero, con letra maña de Tomás Bretón.
          ¡Pásmense!
          La acción de esta obra esencialmente típica y regionalista comienza en una cochambrosa plazuela de Zaragoza, mientras dos vendedoras de hortalizas se tiran de los pelos. El simbolismo inicial es ya impactante. Veamos qué cosas podemos deducir de este principio de acto: 1) España es un mercado; 2) España está sucia; 3) En España la gente tiene la educación de verduleras; y 4) Los españoles, a poco que pueden, se atizan entre sí.
          Como se ve, abundan los significados subliminales. Sigamos.
Llega la autoridad, personificada en un municipal, que comunica que el alcalde les sube a todas la contribución. Las verduleras se rebelan, abandonan su enemistad para aliarse contra un tercero (típico de España), le pegan al guardia (más España) y dicen que la contribución la van a pagar a medias el alcalde y su señor padre (España otra vez). Éste es el espíritu indómito e individualista de la raza, que se muestra en todo su esplendor cuando se enfrenta al duro trance de pagar impuestos.
          ¿Y quién tiene la culpa de que todo vaya mal? Los hombres, porque tanto el alcalde como el gobernador —que son quienes pretenden aumentar las tasas— son hombres. Una lógica impecable.
          Entonces, las mujeres (que han empezado la escena cascándose de lo lindo entre ellas y la han acabado arreándole al municipal) cantan una bonita jota que dice:
Si las mujeres mandasen
en vez de mandar los hombres
serían balsas de aceite
los pueblos y las naciones.

Dicho lo cual, le atizan de nuevo al guardia, cogen sus mercancías y se van todas de allí, porque la tiple tiene que cantar una romanza y no puede hacerlo en medio de tanta gente y tanta fruta.
          Como ven, hasta aquí el contenido conceptual no tiene desperdicio y su visión de lo que es España resulta tan profunda y penetrante como un enema bien puesto.
          La tiple tiene un problema de «cuidiao», porque ha recibido una carta de su novio, que está en la guerra de Cuba; y ella es muy devota de la Pilarica, eso sí, pero analfabeta. Y se pregunta en una bonita pieza musical: «¿Por qué, Dios mío, no sé leer?» Pero no halla la respuesta y se limita a llorar e imaginarse lo que le dirá su novio y a guardarse la carta en el bolsillo internacional (ya saben dónde), porque la pobre no se ha aprendido todavía el mecanismo de los bolsillos que tiene en la falda. El público simpatiza con ella y se limita a sorprenderse de que el novio sí supiera escribir.
          Ella le pide a un sargento malvado que se la lea y el muy canalla le miente y le dice que es una carta de ruptura, que el novio no la quiere, que no va a volver nunca y tal. (Este sargento es, ¡cómo no!, andaluz. Porque en el tradicional pintoresquismo de nuestra literatura costumbrista, en cada región los malos son siempre los de otra región. Ésta es la verdad cruda y dura sobre la tan cacareada unidad de España.)
          Al escuchar estar noticias, ella se desconsola o se desconsuela, porque no está muy segura de cómo se conjuga el verbo, y se va a rezarle a la Virgen, como es su obligación de maña afligida. Afirma, sin embargo, que se casará con el novio, porque se ha empeñado y los aragoneses siempre se salen con la suya, ya se trate de matrimonios o de trasvases.
          Aparece entonces inesperadamente el novio, junto con otros soldados heroicos que llegan triunfantes, después de perder la guerra de Cuba. Han llegado ellos antes que las noticias, pero no importa. La literatura se puede permitir estas licencias. De hecho, en aquella época los periodistas no tenían teletipos de donde copiar las noticias, así que no es extraño que los periódicos españoles no se hubieran enterado del final de la guerra.
          Los soldados cantan y cuentan que añoraban mucho el Ebro. El malvado andaluz le dice al novio que la tiple se ha ido a Calatayud, a ayudar a su prima Dolores en un boyante negocio que tiene allí. El novio queda también hecho migas, pero también es cabezón e insiste en que se acabará casando con la tiple, aunque tenga que tomarle en traspaso el negocio a la Dolores.
          La Virgen del Pilar nada menos tiene que intervenir en la zarzuela para arreglar este conflicto, porque, si no, no había manera. Durante la procesión, el novio y la novia se encuentran y todo se aclara. Corren a gorrazos al sargento andaluz y el novio jura por lo más «sagrao» que ya nunca se separará de la tiple, así es que no le escribirá más cartas y ella no tendrá que aprender a leer.
          Como el argumento se ha acabado y la historia se queda corta, el libretista y el músico añaden una jota al final a modo de «¡Viva Cartagena!», para que el público aplauda. En la jota se dice que los aragoneses son gigantes y cabezudos.
          España ha quedado bien explicada, me parece a mí.

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