Tal como
está el panorama
parece que
no hay escape
y tendré que
hablar de El código
de Da Vinci y de su
padre.
Yo, señores,
no quería
—lo juro por
mis empastes—,
pues no me
parece bien
estar dale
que te dale
atacando sin
parar
a todos,
mañana y tarde,
que parezco
de la «tele»,
que no hay
tipo a quien no falten
al respeto.
Yo, repito,
no quiero
ofender a nadie;
pero vienen
provocando
después de
este libro infame
con una
peliculita
que no hay
nadie que la aguante.
A más que
las librerías
han llenado
los estantes
con veinte
mil sucedáneos
criptograficoenervantes
a imitación
del best-seller
de Dan
Brown, este mangante
que ha
robado aquí y allá
sucesos y
personajes.
Así que
dedicaré
este romance
a contarles
lo que
pienso del librito,
pues yo fui
de los mortales
que en su
día lo leyó
(luego
resulta que salen
en la «tele»
en un coloquio
muchos
Menéndez Pidales
que opinan
sobre la obra
sin leerla,
¡los farsantes!)
Brown se
para y considera
sus lectores
potenciales
y escribe en
párrafos cortos,
para que no
se le cansen;
el argumento
es sencillo,
que el
cerebro no desgaste;
los
personajes son pocos,
que no vayan
a equivocarse
los
lectores, los confundan
y un gran
barullo se armen;
el lenguaje
es facilito,
de deficientes
mentales.
(Podría
seguir así
hasta el
lunes o hasta el martes,
pero no hay
que añadir más
a lo que ya
he dicho antes.)
En fin: que
el libro es muy malo
y no vale
dos reales.
Pero, ¡oh,
sorpresa!, va el mundo
y lo compra
a centenares
y lo leen
hasta los a-
nalfabetos
funcionales.
¿Cómo ha
pasado tal cosa?
¿Va a ser
que la gente sabe
leer? No; no
me lo creo
y no consigo
explicarme
la razón de
este fenómeno.
¿Serán
técnicas de marke-
ting las que nos
han llevado
a leerle más
que al Dante?
¿O puede que
se debiera
a ese morbo
sexizante
de quién se
ajuntó con quién
junto al
lago Tiberiades?
En
cualquiera de los casos
es muy
penoso, ¡diantres!,
que gente
que nunca lee,
que no se
acercó a las artes
literarias
en su vida
y pasó de
mil geniales
escritores,
venga ahora
y así, sin
más, se entusiasme
con un
producto carente
de virtud de
cualquier clase.
Eco tampoco
se explica
—Umberto
Eco, ya saben:
el de El
nombre de la rosa—
este éxito
impactante
de este tipo
de novela,
y asegura,
el muy tunante,
que El
péndulo de Foucault
—ese libro
interminable—
parodia al
género críptico
y lo deja
agonizante.
Según nos
dice, lo lógico
es que el
lector ya no aguante
más
templarios misteriosos,
más complots
universales,
más de lo
mismo, en resumen.
Pero va el
lector y ¡hale!
le enmienda
la plana a Eco,
hace que el
Eco se calle.
(¡Ser
profesor de semiótica
para esto!
¡Qué desastre!)
También
están los que dicen
que es cosa
muy deseable
que la gente
lea y, por eso,
si con Da
Vinci lo hacen,
es un
comienzo. Yo objeto:
Si alguien
(llamémosle Hache)
no leyó
nunca en su vida
no hay razón
para obligarle
y menos si
va a empezar
con obra tan
nauseante,
pues pensará
(con razón)
que la
lectura no vale
la pena y se
irá a los toros
o al bingo a
pasar la tarde.
Bueno.
Aquello fue hace tiempo.
Y para que
no haya nadie
que ni por
casualidad
pueda del
libro salvarse
van y ruedan
una «peli»
con
intención recaudante.
Y la ha
visto mucha gente
que nunca
fue a ver a Stanley
Kubrick, ni
a Ford, ni a Renoir,
ni a
Kurosawa, ni a Kramer,
ni a
Lubitsch, ni a Lang, ni a Lean,
ni a Capra,
ni a Billy Wilder,
ni a
Pollack, ni a Wells, ni a Lumet.
¡Qué
desperdicio tan grande!
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