Cuando parecía que ya no había más que rascar,
literariamente hablando, en nuestros Siglos de Oro, va y aparecen cuatro liras
(y un pandero) atribuidas a San Juan de la Cruz, quien no ha dicho
absolutamente nada para negar su paternidad artística. Y ya saben ustedes que
el que calla, otorga. Al parecer, este poema magnífico, bien que corto, se lo
mandó San Juan a Santa Teresa, para que ésta le pusiese bien los acentos, como
solía hacer a cambio de favores que no se han especificado.
La Santa se encontraba a la sazón en Pastrana
fundando algo (se sospecha que un convento) y, lamentablemente, traspapeló la
carta, que ha aparecido recientemente en unos legajos junto con un pedido de
argamasa y ladrillos. La autoría no ofrece lugar a dudas. Hállase en los versos
esa cadencia tan característica de San Juan, ese hondo misticismo, la unión del
Amado con sus criaturas, el palpitar de la naturaleza y las gotas de café con
leche que —como los especialistas saben— inundan el manuscrito del Cántico espiritual.
Viendo como
estoy viendo
del aire puro
el aspirar sabroso,
los ojos
confundiendo
de mi sentir
hermoso
como un ritmo
suave y cadencioso
del alma que,
transida,
rompe el peso
sutil de tu hermosura
y al verte
decidida,
con tu mirada
oscura
y la flor que
se esconde en la espesura,
quisiera,
compungido,
sentir el
leve toque del ferviente
calor que
brota herido
de cristalina
fuente
saltando por
los prados de repente
y, loco de
alegría,
mi alma de
gozo y júbilo inundada,
acabo esta
poesía
y, después de
acabada,
observo,
triste, que no entiendo nada.
Como se ve, los versos no dan pistas
que permitan saber de qué va el asunto, pero, señores, eso es lo que tiene la
mística.
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