Correrías nocturnas de Harun al-Rashid





Según se cuenta en Las mil y una noches, el Califa de Bagdad Harun al-Rashid (766-809), de la dinastía abasí, gustaba de disfrazarse de cosas raras y mezclarse entre su pueblo, para enterarse de cotilleos y correr aventuras, hasta que dejó de hacerlo de un día para otro. Los historiadores especulan con que esto se debió a que oyó que sus súbditos decían de él cosas que no le agradaron especialmente y que le designaban con palabras que no es de buen gusto escribir. Pero ésta no fue la verdadera razón. Si ustedes quieren conocerla, lean esta comedieta.


Primer y último acto (porque sólo hay uno)

(Una callejuela de Bagdad, con barro y excrementos de cabras hasta el tobillo de los viandantes. Es de noche. Salen Harun al-Rashid, su ministro Jafar, su poeta de corte Abu Nuwas y Masrur, eunuco del harén y guardaespaldas del Califa. Van los cuatro disfrazados de pordioseros.)

Harun al-Rashid.—¡Cómo me gusta pasear entre mi pueblo y ver de cerca a mis súbditos!
Masrur.—(Aparte.) Pues esta noche no hemos visto a nadie, porque es tardísimo y están ya todos en la cama.
Harun al-Rashid.—(A Abu Nuwas.) ¿Estás tomando nota de mis andanzas, Nuwas?
Abu Nuwas.—¡Oh, sí, Emir de los Creyentes! Estad seguro de que la posteridad sabrá de sobra vuestra generosidad y valor.
Harun al-Rashid.—No emplees mis títulos para interpelarme. Alguien podría oírnos.
Abu Nuwas.—Y entonces sabría que erais vos y ello aumentaría vuestra fama de campechano entre el pueblo.
Harun al-Rashid.—Bueno; a un monarca nunca le viene mal dárselas falsamente de campechano. A algunos reyes inútiles les ha servido muy bien esa treta.
Abu Nuwas.—Mi única queja, gran señor, es que no puedo contar en mi crónica nada interesante. Vuestro pueblo es feliz bajo vuestra férula, reina la paz en Bagdad y estos paseos nocturnos son muy agradables debido a vuestra excelsa compañía, pero resultan poco emocionantes para un relato.
Harun al-Rashid.—No te quejes de tu suerte. Y, sobre todo, no te inventes nada. Cuenta tan sólo la verdad de nuestras salidas nocturnas. Pero no olvides recoger mis frases lapidarias y llenas de sabiduría.
Abu Nuwas.—Desde luego, gran señor. (Quedan ambos hablando aparte.)
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) ¿Se puede saber qué hacemos aquí a estas horas, Gran Visir?
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) Obedecer a nuestro amo, Masrur. No creas que a mí me hace mucha gracia tener que vestirme con estos pingajos. Pero a él le complace esto de andar de incógnito. Dice que es para saber en realidad cómo vive su pueblo, pero eso es una gran mentira. Lo hace para que luego, en las historias, le describan como un monarca moderno y justiciero.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) El caso es que yo tengo que hacer horas extras para acompañarle y cuidar de su persona. Y luego no me las paga. Además, no me fío mucho de lo que esté pasando en palacio durante mi ausencia. Mis ayudantes...
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) ¿No confiáis en ellos para la seguridad de las esposas de nuestro Califa? Son todos eunucos, estoy seguro.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Yo no lo estoy tanto. Al menos, yo no he tenido ocasión de comprobarlo personalmente y de manera directa. Veréis: algunos consiguen el puesto por recomendación.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) ¡Ya!
Masrur.—(Aparte. Jafar.) De todas maneras, no sé para qué quiere un harén: nunca va por allí.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) Es una cuestión de estatus, más que nada. ¿Qué birria de Califa sería si no tuviera un harén como es debido?
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Y luego está su esposa preferida, su prima Sett Zobeida.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) A quien se dice que al-Rashid ama con amor extremado.
Masrur.—(Aparte. A Jafar.) Yo no sé exactamente con qué la amará, pero caso es que prefiere pasarse las noches pisando estiércol por estas callejuelas infectas en vez de en su compañía, así es que no la querrá tanto.
Jafar.—(Aparte. A Masrur.) La voluntad de Califa debe ser sagrada para nosotros, Masrur. Después de todo, él no sólo es el descendiente del Profeta, sino también quien nos paga el sueldo. (Por un lateral sale el Cadí, con su patrulla de guardias correspondiente.)
Cadí.—(Indignado al verlos.) ¿Eh! ¿Qué es esto? ¿Mendigos en Bagdad? ¡Qué dirán los turistas chinos que vienen por la ruta de la seda! Nuestra ciudad es famosa por ser un lugar limpio y próspero, donde los pordioseros no importunan a los transeúntes. (A sus guardias.) ¡Detenedlos!
Harun al-Rashid.—¡Eh? (Los guardias del Cadí agarran fuerte a los cuatro.)
Masrur.—¡Nos hemos caído!
Harun al-Rashid.—(Aparte. A Abu Nuwas.) Esto no pongas en tu relato. (Al Cadí.) ¡Oh, Cadí de Bagdad! ¿Por qué se nos detiene?
Cadí.—¡Son las ordenanzas municipales, perro! La gentuza como tú no merece pisar las calles de nuestra preciosa ciudad, que es el orgullo de Oriente. Tenemos un edicto que sólo permite pedir limosna en las escalinatas de las mezquitas. En otros lugares está terminantemente prohibido y los que infringen esa ley deben ser encarcelados y azotados sin compasión.
Harun al-Rashid.—¿Y quién fue el grandísimo idiota y cretino que decretó tal cosa?
Abu Nuwas.—(A Harun al-Rashid.) Fuisteis vos mismo, señor.
Masrur.—(Aparte.) Si no tuviera esa manía de decretar y decretar sin parar todo el rato, no nos veríamos ahora en tan grande apuro.
Harun al-Rashid.—(Al Cadí.) Pues pese a esa norma, Cadí, deberéis soltarnos. ¡Hacedlo!
Cadí.—¡Esta sí que es buena! ¿Os atrevéis a darme órdenes? Tomad. (Le cruza la cara al Califa con la fusta.)
Harun al-Rashid.—¡Por Shaitán y todos los diablos de Gehenna! ¡Cómo duele!
Jafar.—(Aparte.) ¡Lo estoy viendo y no me lo acabo de creer! Este Cadí ha hecho las diez de últimas, eso esta claro. Pero antes de que eso suceda, yo no daría un dinar por todos nosotros juntos.
Harun al-Rashid.—(Rabioso.) ¿Qué habéis hecho? ¿Es que no sabéis quién soy?
Cadí.—Ni lo sé ni me importa unos orines de camello.
Harun al-Rashid.—¡Soy Harun al-Rashid Muhammad al-Mahdi Abu Jafar Abdallah ibn Muhammad al-Mansur, Califa de Bagdad y Comendador de los Creyentes!
Cadí.—¡Qué humorista!
Harun al-Rashid.—Y me acompañan el Gran Visir Jafar al-Barmaki y...
Cadí.—(Con sorna.) Y mi tía, la del pueblo.
Harun al-Rashid.—¿Cómo?
Cadí.—¡No agotéis mi paciencia. (A los guardias.) Lleváoslos y encerradles.
Jafar.—No somos mendigos: ved. (Saca de la faltriquera una bolsa, que vacía en su mano. mostrando un montón de monedas de oro.)
Cadí.—¡Oro! ¡Tanto oro en manos de mendigos! ¿Cómo es posible? De seguro que se lo habréis robado a algún honrado ciudadano. Os acusaré, además, de ser ladrones y perderéis vuestra mano derecha. ¡Se os ha caído el pelo!
Jafar.- (Mostrándole una moneda al Cadí.) Ved aquí; ¿no reconocéis este perfil? ¿Sabéis de quién es la efigie que aparece en la moneda?
Cadí.—¡Claro que sí! De nuestro amadísimo Califa, Harun al-Rashid, las bendiciones del Profeta sean con él!
Jafar.—Pues bien: contemplad el rostro de mi compañero. (Señala a Harun al-Rashid y éste pone la cara de lado, para que se le vea mejor.)
Cadí.—¿Me tomáis por tonto? No se le parece en nada.
Harun al-Rashid.—¡Os aseguro que soy el Califa!
Cadí.—Os haré azotar el doble, por el delito de querer suplantar la personalidad de nuestro muy amado príncipe.
Harun al-Rashid.—¡¡¡Os lo juro por Alá, el Clemente, el Misericordioso!!!
Cadí.—¿Sois perjuro, además? ¡Esto ya es intolerable! ¡Guardias! ¡Dadle su merecido a esta escoria humana! (Los guardias comienzan a golpear a Harun al-Rashid, dándole puñetazos y puntapiés.)
Harun al-Rashid.—¡Ay, mi madre!
Masrur.—(A Jafar.) ¿Por qué no le ha reconocido?
Jafar.—(A Masrur.) El tallista le embelleció para adularle y en las monedas aparece mucho más guapo de lo que es y con la nariz menos ganchuda.
Abu Nuwas.—(Contemplando cómo le dan la paliza al Califa.) ¡Lo más original que nos ha pasado y no lo voy a poder contar!
TELÓN

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