Como siempre se habla de lo buenos que son los libros,
conviene, para variar, disentir alguna vez que otra, como hacemos aquí.
Ante la profusión de opiniones encomiásticas de los libros
como vehículos de cultura no deja de ser curioso notar como no todos los
pensadores comparten este entusiasmo. Montesquieu, hizo una deliciosa
observación al respecto en su obra Lettres
persannes [Cartas persas]: «La
naturaleza había sabiamente dispuesto que las tonterías de los hombres fuesen
pasajeras y he aquí que los libros las hacen inmortales.»
Grandes sabios coinciden en que la
escritura es un mal invento.
Sócrates (uno de los más grandes filósofos de la antigüedad, iniciador de una
importantísima tradición erudita, que dio su nombre a una conocida marca de cuerdas
de guitarra), fue un defensor a ultranza de la palabra hablada como medio de
impartir enseñanzas. Sentía repugnancia ante el concepto del libro escrito
(alguna vez está documentado que incluso vomitó) y lo consideraba como uno de
los recursos fáciles y poco aconsejables con los que enseñaban los sofistas.
Llegó a comparar a los libros con algunos políticos, que dan un mensaje pero
que no son capaces de responder a preguntas, por lo que era únicamente un mal
sustituto del profesor. Añadió que la práctica de escribir discursos o
lecciones impulsaba a la imitación servil e incluso al plagio, desarrollándose
la funesta costumbre de encargar a escritores de profesión los textos que se
iban a emplear en las clases.
Platón demostró que tampoco era manco
y consideraba a los libros el origen de muchos males. En el diálogo Fedro hizo decir al personaje de
Sócrates que de las dádivas concedidas por los dioses a los mortales, la
escritura era la más perniciosa y le iba a acarrear al hombre infinitamente más
perjuicios que beneficios. Hizo constar en otras obras su antipatía hacia los
libros por lo que éstos tenían de cadavérico, de expresión paralítica. Además,
el filósofo consideraba que la relación entre el escritor y el lector tenía
algo de inmoral, puesto que el autor no puede responder a las objeciones del
que le lee ni puede tampoco rectificar al lector que entiende en sus obras lo
que él no ha dicho. O sea, que se despachó a gusto.
El mundo musulmán atacó a los libros con una lógica terrible. El
califa Omar (siglo vii) mandó
quemar los 400.000 manuscritos de la biblioteca de los Ptolomeos en Alejandría,
para alimentar las calderas de los baños públicos. Para hacerlo, basó su acción
en un razonamiento aplastante. Los libros pueden dividirse en dos clases: los
que están de acuerdo con el Corán y los que no lo están. Los primeros deben
destruirse por ser superfluos; y los segundos, por ser perniciosos.
En el mundo cristiano la escritura llegó a considerarse
pecaminosa. En el siglo xii muy
pocas personas sabían escribir: el pueblo llano era prácticamente analfabeto y
muchos nobles casi no podían firmar con su nombre. En esta situación, se
consideraba que tener la capacidad de redactar un libro podía conducir al
pecado de soberbia. Cuando la Iglesia permitió que sus monjes compusieran obras
literarias —exclusivamente de tipo religioso y moralizante— obligó a sus
autores a dejarlas inéditas y a redactarlas en un estilo impersonal que no
permitiera reconocer al autor, para que un posible éxito de las mismas no incitara
al orgullo y a la soberbia de sus creadores.
No sólo los tontos declarados se
adhirieron a esta teoría: algunos científicos también lo hicieron. El gran
astrónomo danés Tycho Brahe (Primer premio de un concurso de prejuicios
sociales) consideraba por debajo de la dignidad de un aristócrata el escribir
libros y se lo pensó mucho antes de redactar su pequeño tratado astronómico De nova stella, anno 1572.
Cave
ab homine unius libri [«Cuidado con el hombre de un solo libro»], dice el adagio latino. Y esto probó ser
cierto en el caso de un gobernador del estado de Virginia, Sir William
Berkeley, persona muy apegada a la Biblia. En un exceso de puritanismo, en
1670, se manifestó públicamente en contra de la cultura e hizo la siguiente
afirmación: «¡Gracias a Dios que aquí no
hay escuelas ni imprentas! El saber ha traído al mundo la desobediencia y la
herejía, y la imprenta las ha propagado.»
Luego vino Johann Wolfgang von Goethe (otro que tal), quien
afirmó que la palabra escrita era un mísero ersatz
[«sucedáneo»] de la palabra hablada,
sin voz que la llene y sin carne que la concrete.
Algunos autores consideraron a los
libros, como mucho, un medio fácil de ganar dinero. El poeta y novelista
norteamericano Herman Melville, al ver que su novela Moby Dick no había tenido ningún éxito en el momento de su
aparición, renunció a escribir y pasó el resto de su vida como empleado de
aduanas del puerto de Nueva York, alejado de los círculos literarios y
plenamente dedicado a su actividad burocrática.
Finalmente queda Ortega y Gasset,
quien explicó su tesis de «el libro como problema». Definió al libro como un
saber «petrificado»,
algo que se dijo en una situación concreta y como reacción a ella. Por lo tanto
siempre será incompleto, la mitad de sí mismo, pues no está completado con su
contorno y su circunstancia. Además, la facilidad actual para leer —abundancia
de libros, asequibilidad de los mismos, bibliotecas— hace que se lea demasiado.
La comodidad de poder leer muchos libros ha acostumbrado al hombre medio a no
pensar por su cuenta y a no reconsiderar lo que lee. Según su opinión, gran
cantidad de los problemas actuales radican en que las cabezas medias están
saturadas de ideas automáticamente recibidas desde los libros, entendidas a
medias y desvirtuadas.
Todo lo antedicho no tiene ninguna
gracia; en cambio, es una gran verdad.
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