La famosa finca del 221B de Baker Street es la vivienda más
famosa de toda la literatura, después de la cabaña de la abuela de Caperucita.
Se
trataba de un piso compartido. Al parecer, el prestigioso detective no ganaba
bastante como para pagarse una casa propia. O quizá añoraba la compañía
(masculina, se entiende; porque en aquella época y lugar un hombre podía vivir
con otro hombre sin casarse, pero no con una mujer. ¡Peculiaridades de la moral
victoriana!)
Holmes puso un anuncio en The Times buscando
compañero de piso, como hoy haría cualquier joven mileurista. Le respondió el
doctor John H. Watson, se pusieron de acuerdo y ambos residieron desde 1904
hasta 1881 (¿o fue al revés?) en esa casa de arquitectura georgiana, donde
hicieron cosas que el Dr. Watson no recoge en sus crónicas (porque no tuvo
tiempo para contarlo todo, no vayan a pensar que lo digo con intención aviesa).
Sir Arthur Conan Doyle, el creador del personaje, le hizo
vivir en una transitada calle del West End, una zona preferida por los ciudadanos
londinenses de mayor renta. ¿Por qué, si no tenía dinero, como acabamos de
saber, y tenía que compartir piso? Pues porque Sherlock era un snob.
Holmes no era rico, pero sus clientes sí solían serlo y él
tenía que recibirles en un sitio adecuado para que le pagaran más. Es raro,
pero la cosa monetaria es así: cuanto más dinero parece que tienes, más
fácilmente te dan más dinero. Es el catecismo de los bancos.
La mayoría de los relatos se inician con la visita al
domicilio de Holmes de una persona de la alta sociedad con muchos problemas,
que se detiene en la calle un rato para que el detective pueda deducir cosas
sobre él o ella antes de que suba.
La dirección indica un apartamento en un primer piso (de
ahí la letra B del domicilio). La casa era propiedad de la Sra. Hudson, que
alquilaba habitaciones «sólo a caballeros respetables». Cocinaba para Holmes y
su amigo y les hacía las funciones de ama de llaves. La «residencia» del
sabueso consistía en dos alcobas, un saloncito común y nada más. Obviamente
comían allí y el excusado era todavía más común con los huéspedes de otros
pisos, lo que le daba a Sherlock ocasión de analizar restos orgánicos de toda
índole y deducir en qué restaurante habían comido sus compañeros de finca.
Por la lectura de sus aventuras sabemos que el salón estaba
siempre acaparado por todos los artilugios que Holmes empleaba para sus
experimentos y aficiones: un pequeño laboratorio, panoplias con espadas, un punching-ball
para ejercicios, atriles con partituras para tocar el violín... La habitación
estaba repleta de muebles hasta el agobio y permanentemente desordenada, por lo
que Sherlock y Watson estaban siempre cogiendo trenes para irse a cualquier
sitio.
El número 221 es una finca situada al norte de Baker
Street, cerca de Regent’s Park (aclaración que incluyo aquí para presumir de
que conozco Londres). Es una calle mucho más estrecha de la que estamos
acostumbrados a ver en las películas, donde siempre se emplea una lente de gran
angular para que quepa todo en la imagen. Es una arteria con mucho tráfico y en
la época en la que se sitúa la acción (última década del siglo xix) estaba tan transitada como en la
actualidad. En realidad, el problema del tráfico en Baker Street data del año en
que Cromwell suspendió la Reválida.
Hoy se siguen recibiendo cartas de todo al mundo, dirigidas
al personaje, lo que da una pobre idea de la cultura de la gente, y la Oficina
de Correos de la zona tiene una sección aparte para ocuparse de esta
correspondencia. La denominan «el cuarto del lanzallamas».
La finca es hoy la sede de un museo dedicado al detective
que se alquila por horas para el rodaje de series televisivas sobre Holmes
(aunque también se rodaron allí dos episodios de «Bonanza» y uno de «Viaje al
fondo del mar»).
Finalmente,
la casa de Sherlock Holmes ha sido infinitamente más visitada que la casa de
Shakespeare, lo cual no es de extrañar, si se considera que en Stratford-upon-Avon
sólo hay tres hoteles, donde te clavan a base de bien.
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