Cuento folklórico de terror egipcio,
inserto con calzador en la Historia de Sinuhé, que ¡ríanse ustedes de La
momia!
Existió
un Faraón —no estoy seguro
de
cuál— poseedor de tal riqueza
que,
temiendo que alguna buena pieza
le
robase, trepando por el muro,
un
cuarto mandó hacer a tal respecto
con
un resorte oculto e indirecto
en
el que, si un ladrón a entrar llegara,
en
un cepo, con varios torniquetes,
argollas
y cadenas y grilletes,
atrapado
y contrito se quedara.
En
principio la idea era magnífica;
mas
la historia volvióse terrorífica,
porque
ocurrió que el arquitecto vil
a
sus dos hijos, de la cerradura
les
contó en truco; y una noche oscura
se
colaron allí, con un candil,
pero
ignorantes de que el Faraón
—que
era de natural muy escamón—,
temiendo
la traición del arquitecto,
habíale
ocultado a duras penas
el
artificio aquel de las cadenas
cuando
le confiara su proyecto.
Así
que, al acercarse allí el primero,
aherrojado
quedó de cuerpo entero
y
sin poder moverse, en un minuto.
Entonces,
con arrojo y entereza,
dijo
el preso a su hermano: «La cabeza
me
tienes que cortar.» ¡Ya veis qué bruto!
Se
la cortó, pues yéndose con ella
se
podía marchar sin dejar huella.
Cogió
el tesoro y se marchó tan fresco,
que
un cuerpo no revela el parentesco
y
las trampas —cual tú, lector, supones—
no
estaban hechas para dos ladrones.
Al
Faraón le dio tan arrechucho
a
saber que el ladrón era tan ducho
que
estuvo de palmar casi en un tris;
mas
queriendo enfrentarse vis-à-vis
con
el hábil ladrón, lanzó un pregón,
prometiendo
al culpable su clemencia,
si
le explicaba a solas de qué ciencia
habíase
servido en la ocasión.
El
joven, que era astuto y muy valiente,
aceptó
el reto muy tranquilamente.
Embozado
en un manto se acercó
adonde
le aguardaba el soberano
y al
agarrarle el rey por una mano,
se
la dejó en la mano y se largó.
(No
te extrañe, lector, de que así huya:
le
dio la de su hermano, no la suya.)
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