Odio la costumbre de
dedicar libros, porque elegir las palabras adecuadas es quizá mucho más difícil
que escribir el libro en sí.
He reflexionado a menudo
sobre las dedicatorias más comunes y he llegado (cansado, pero he llegado) a la
conclusión de que no sólo son un ejercicio de vanidad, sino que te traicionan y
dejan que el lector sagaz conozca tus más básicos defectos.
Muchos dedican su libro
a su pareja: «A Fulanita (o Fulanito), con amor eterno.» La experiencia enseña
que tardas más en vender la edición que en quedarte sin pareja, así es que al
cabo de unos meses o años te encuentras haciendo el ridículo.
Algunas indican, además:
«... sin cuyo apoyo esta obra no hubiera podido llevarse a cabo.» Ahí estás
demostrando tu incompetencia. Como mínimo, pareces un vago. O un mentiroso,
porque escribir libros es tarea solitaria y lo máximo que le puedes pedir a tu
pareja es que te deje en paz mientras lo escribes.
Otra variedad de lo
mismo («...que me instaron a escribirlo») es todavía peor. Da una impresión de
suficiencia inaguantable. Tú nunca te hubieras rebajado a una tarea tan
despreciable como escribir un best-seller, conseguir fama imperecedera y
forrarte; pero tu pareja prácticamente te obligó a hacerlo. Tú accediste de
mala gana y ahí está el resultado. Indicas que la culpa no fue tuya y que, por
tu gusto, a tus posibles futuros lectores les podían muy bien haber dado
morcilla.
Están también los
exhaustivos. Dedican la obra a un montón de gente. Obviamente son hipócritas y
quieren quedar bien con propios y ajenos. También transmiten la impresión de
que escribir el libro ha sido una tarea ímproba que no se repetirá, por lo que
no habrá en el futuro otras ocasiones de dedicar nada a nadie. Aquí encaja
perfectamente la anécdota de Antonio Pérez (1534-1611), secretario del rey
Felipe II, quien dedicó su obra Relaciones de su vida «A Nuestro
Santísimo Padre, al Sacro Colegio, al Rey... y a todos». (Hay que especificar
que antiguamente se dedicaban los libros a los mecenas que se esperaba que
pagaran las ediciones.)
Algunos lo dedican a
alguien que les mecanografió el ejemplar. Esto es de una sandez y un mal gusto
extremos. Si alguien te copió el texto, págale o hazle un buen regalo. Una
dedicatoria no es recompensa suficiente. Además, colocas a tal persona en un
plano de inferioridad. Tú eres el talento creador y la otra persona, tu criado.
Y surge la pregunta: ¿por qué no lo mecanografiaste tú mismo? Porque no te ibas
a rebajar a una tarea tan subalterna. En fin: que quedas muy mal.
El otro extremo es casi
peor: «...a Fulanito, que revisó y corrigió el manuscrito.» Eso es tanto como
confesar que no sabías ni poner las comas. Descubres al mundo que eres un
escritor que ignora cómo se escribe y que precisa que le corrijan (cosa muy
frecuente, por otra parte). Es como cuando Madonna graba un disco y el técnico
del estudio de grabación le corrige las notas desafinadas mediante un programa
informático.
Las dedicatorias no
sirven para hacer la pelota. Si dedicas un libro a tu jefe o a cualquier
persona importante de cuyo capricho dependas, sólo conseguirás que te tenga
envidia y se ofenda. Copérnico dedicó De Revolutionibus Orbium Coelestium
[Las revoluciones del orbe celeste], la obra de su vida, al papa Pablo III.
Pero este gesto no le valió absolutamente de nada, puesto que la obra fue
considerada perniciosa y pasó a formar parte del famoso Índice de libros
prohibidos por la Iglesia.
La obviedad no hace sino
mostrar la vulgaridad de uno. «Dedico este libro a mis padres, a quienes quiero
mucho.» ¡Faltaría más! La persona que cree que es necesario informar al mundo
de que quiere a sus padres difícilmente nos sorprenderá con algo interesante en
medio del libro.
Está, además, probado,
que las personas a las que les dedicas tus libros jamás los leen.
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