Katiuska





    Pablo Sorozábal compuso en 1931 una zarzuela con nombre de botas de agua: Katiuska.
    Estamos en Ucrania, al poco de iniciarse la revolución. (¿Que qué revolución? ¡Pues la rusa, señores! En Ucrania, ¿cuál va a ser sino la rusa?). En la carretera que va de Kiev a Rumanía, muy cerca de Motilla del Palancar, hay una posada que se llama algo cuyo nombre no nos molestamos en traducir porque estamos seguros de que todos nuestros lectores lo han entendido.
    Vemos allí a un grupo de campesinos y campesinas cansados y cansadas que son fugitivos y fugitivas de la justicia comunista, que se ha propuesto apresarlos y apresarlas, por lo que no han tenido más remedio que optar por convertirse en expatriados y expatriadas. Ninguno de ellos (ni de ellas) hace consumición alguna en la posada.
    Los pocos campesinos infelices y desvalidos que no se largan, se quejan amargamente de que el Soviet quiera cobrarles un impuesto, porque se figuraban que con el nuevo régimen no tendría nadie que pagar nada y que las finanzas del país funcionarían automáticamente.
    Conocemos a un posadero tonto que tiene una novia coqueta y a un huésped gorrón al que persigue un acreedor recalcitrante. Pero estos personajes no nos importan: están ahí solo para hacer bulto y para que los cantantes no tengan que aprenderse largas tiradas de versos.
    De pronto aparece por allí Pedro Stakoff, un comisario comunista con bigote que viene a cobrar los tributos y a comer el salchichón del lugar, que tiene fama. Cena, y, entre plato y plato, se marca una romanza de barítono en fa sostenido en la que dice que va a matar a todos los cerdos capitalistas y que su mayor deseo sería que en Rusia reinara el amor. Dicho lo cual, se va un rato al camerino a descansar del esfuerzo y a retocarse el maquillaje.
    Es entonces cuando llega derrengado a la posada Sergio, un príncipe de los Romanov al que los soviets han quitado sus tierras y un mechero automático que le funcionaba muy bien. Viene con una muchacha rubia e ingenua que se ha traído de no se sabe dónde. Que la muchacha es rubia se ve a simple vista. Lo de que es ingenua nos lo tenemos que tomar como un acto de fe. El príncipe pide a los posaderos que la protejan y se la guarden mientras él sale del país con rumbo a Rumanía.
    Cuando Katiuska se queda sola, canta una romanza, porque no se pueden desaprovechar las oportunidades y en una zarzuela es lo que se espera siempre de un personaje que se queda solo.
    Pero, ¡ay!, entonces entra en la posada un grupo de soldados terribles y sanguinarios, que igual pueden ser ocho que veintitrés, porque van tan borrachos que no saben realmente cuántos son. Descubren a la muchacha y quieren meterle mano (bueno, no todos ellos, porque los hay con otros gustos) y Katiuska tiene que pedir socorro para librarse de aquella situación embarazosa (y nunca mejor dicho).
    Afortunadamente, Katiuska tiene voz de pito (como ya hemos podido apreciar por la romanza) y sus gritos en demanda de auxilio se escuchan desde el camerino del barítono, que viene corriendo a salvarla.
    Stakoff se enfrenta a los soldados con valor eslavo, les afea su conducta y les hace avergonzarse, hasta el punto de que algunos de ellos comienzan a hacer pucheros. El comisario los echa a patadas de la posada y ellos (por ese prurito tan humano de tener la última palabra) le pegan un tiro en una pata (no sabemos en cuál de las cuatro).
    La agradecida joven tiene ahora que curarle para que la historia romántica progrese. Pero como no sabe sacarle la bala, se limita a dejársela ahí y a enrollarle un pañuelo alrededor de la herida, esperando que la cosa se arregle por sí sola.
    El Stakoff, al que nunca le han dado un pañuelo sin cobrárselo antes, se conmueve más allá de toda descripción, derrama una lágrima trotskista y queda enamorado del todo de la rubia de las botas.
    El posadero viene corriendo (porque si lo hubiera hecho a la pata coja habría tardado más) para advertir que los infelices y desvalidos campesinos han desarmado y apresado los terribles y sanguinarios soldados y que se dirigen hacia allí para coger a Stakoff y tirarlo de cabeza a un pantano que tienen allí y que les viene muy bien para quitarse de encima a los funcionarios del gobierno que se pone muy puñeteros.
    ¿Cómo huir? ¡Imposible! Solo queda esconderse, pero en la posada no hay armarios (por un olvido imperdonable del arquitecto que la diseñó). Entonces Katiuska propone que se esconda en su dormitorio, corriendo el riesgo de que luego se sepa y que las gentes digan de ella que si tal y que si cual.
    El comisario se esconde debajo de la cama de Katiuska y sin querer mete la mano en un recipiente de loza que hay allí, no sabemos con qué propósito.
    Llegan los irritados campesinos y Katiuska asegura que el comisario huyó. Los perseguidores se lo creen (porque si no se lo hubieran creído y hubieran registrado la habitación, la zarzuela habría tenido que acabar allí mismo) y se van.
    Para que los otros huéspedes de la posada no sospechen, la chica tiene que meterse en la habitación, arriesgándose a la maledicencia y puede que a algo más. Pero no pasa nada, porque esta es una Zarzuela muy moral y mientras ella entra por la puerta de su dormitorio, el otro sale por la ventana (haciéndose un roto en los pantalones con un clavo que sobresale, todo hay que decirlo).
    Antes de escapar definitivamente, canta una canción de amor dedicada a Katiuska, lo que nos parece una soberana majadería, porque si alguno lo hubiera escuchado, Stakoff habría hecho las diez de últimas.
    Aquí se acaba el primer acto y el público sale a tomarse un café al bar del vestíbulo.
    (Nosotros, que lo estamos contando, interrumpimos nuestro proceso de escritura para tomarnos también un café, porque no vamos a ser menos que nadie.)
    Se reanuda la función, aparecen unos bailarines salidos no se sabe de dónde y hacen un baile ruso (no iban a bailar una sardana) y desaparecen. Un músico anciano habla con Katiuska y por la conversación nos enteramos de varias cosas: a) que ella viene de una familia noble; b) que de pequeña vivía en un palacio con jardines y piscina; c) que tenía vestidos lujosos, un coche de catorce caballos y un postillón; d) que luego vivió con su abuelita escondida en un pequeño pueblo, y e) que era tonta de capirote, por no recordar todo aquello que pasó cuando era ya bastante mayorcita.
    Mientras tanto, el comisario ha apresado al príncipe y va a ordenar a un pelotón de fusilamiento que le ahorque, porque con la emoción de haber apresado a un enemigo del pueblo se aturrulla. Katiuska se muerde los puños de angustia.
    Su reencuentro con el barítono es emocionante. Ambos se juran amor eterno y se prometen hacer cualquier cosa el uno por el otro y no separarse nunca jamás. Acto seguido, Katiuska le pide a Stakoff que perdone al príncipe y este dice que tururú. Ella sale corriendo, llorosa, y aquel idilio resulta el más corto de toda la literatura universal.
    Y llegamos al apoteósico clímax de la obra. El príncipe Sergio, para acabar de liarla, revela que Katiuska es una princesa de sangre imperial, lo que son ganas de poner a la chica innecesariamente en peligro.
    El comisario, en un rato de generosidad (en un rato no, en un rapto: se nos había caído una letra), escribe un salvoconducto para que el príncipe huya, con tan mala pata que, nada más hacerlo, le pillan, porque llega allí el Alto Comisario, con más poder que Stakoff y con soldados todavía más terribles y sanguinarios que los suyos, y le chafa el plan de huida al aristócrata, al que se llevan esposado a Moscú para darle un disgusto.
    A Katiuska le dan a elegir entre irse fuera de Rusia y depender de la caridad o casarse con Stakoff y vivir con el sueldo del comisario. Ella decide quedarse, porque en Rumanía tendría que ponerse a trabajar y es mejor ser una ama de casa soviética que una chacha en Bucarest.

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