Digamos,
para simplificar, que el impresionismo es el mismo realismo de toda la vida,
pero con una técnica completamente nueva. En vez de usar luz y sombras se
emplea la diferencia de color. Se limita el negro (un ahorro), se ponen manchas
yuxtapuestas en el lienzo con trazos sueltos y se usan colores más puros,
creando una impresión, como el nombre indica.
No
se trata de que los cuadros estén bien pintados: solamente se trata de que nos
den la impresión de que están bien pintados. Con lograr eso es más que
suficiente.
Es
Francia el país donde surge este diabólico arte, claro está. Los franceses son
tremendos en esto de generar modas tontas. Como fuere, el impresionismo triunfó
plenamente y sus cuadros son los que por más precio se subastan hoy en día, para
desesperación de Velázquez, de Tiziano y compañía, que allí, en la Gloria, se
muerden los puños de rabia.
Dicen
los cursis que este arte trata de captar lo fugitivo y lo fluido: luces que
pasan de acá para allá, neblinas provocadas por esto y por lo otro, centelleos
sutiles, efluvios vagos, sutilezas etéreas y mangarciadas a porrillo.
Tenemos
que confesar con la mano puesta sobre las Páginas Amarillas que Claude Monet
fue el iniciador de esta tendencia y como pintó más de tres mil cuadros ya casi
no hacía falta que hubiese ningún otro pintor de ese estilo. Cuando le gustaba
un paisaje (cosa que sucedía cada miércoles y cada jueves) pintaba varios
cuadros del mismo sitio, a distintas horas del día, con distinta luz y con
brochas de distinto tamaño, de modo que al final no reconocían el sitio ni las
lagartijas que vivían en los huecos de las tapias.
Impresión, sol naciente es una obra
célebre de ésas que se pueden colgar al revés sin que pase nada, pero en tonos
muy agradables azul pastel. La calle Montogueil
muestra un desfile apresurado con cientos de banderas, que no son sino trazos
azules, blancos y rojos, una obra intensamente patriótica pero obviamente
pintada en dos patadas.
A
Monet se le confunde, como es natural, con Manet. Édouard Manet copió a los
maestros españoles. A Velázquez le debe mucho (y no tiene trazas de que vaya a
pagarle nunca). Se caracteriza por usar el blanco, el negro y el gris, a
diferencia de los otros impresionistas. Pero es que para cuando se decidió
hacerse impresionista ya se había comprado los tubos.
Pintó
el Retrato de Émile Zola, jovencito.
Y una estupenda Olympia, que resultó
un escándalo porque había una señora desnuda con un negro al lado. En El almuerzo sobre la hierba también saca
a una mujer desnuda, mientras que los dos caballeros que la acompañan tienen
frío y no se han quitado ni la chalina.
Muy
famoso fue Pierre-Auguste Renoir, también pintor de gachises en cueros (parece
una obsesión impresionista o quizá que las mujeres francesas eran en verdad tan
coquetas como la fama las hace). A Renoir le gustaban las fiestas campestres,
los merenderos, los ambientes populares y las ensaladas de pimientos.
Su
cuadro Baile en el Moulin de la Gallete
es muy conocido. Casi todo el mundo ha hecho alguna vez un puzzle en donde aparecía este cuadro. Hay en él muchos hombres con
sombrero de paja y muchas mujeres con mangas jamoneras. Y muchas farolas por
todas partes. Es, obviamente una tarde de domingo: la gente ríe, bebe, ríe,
baila y procura olvidar que al día siguiente tiene que ir a trabajar.
Edgar Degas fue pintor
de bailarinas de ballet, que le
gustaban especialmente. Es, pues, un artista de los denominados «tutuístas»
(especializados en pintar tutús de baile).
No
trabajaba al aire libre, porque era propenso a los catarros. Fue entusiasta de
Ingres y de Delacroix. Usó la pincelada yuxtapuesta disociada (¿se enteran
ustedes?; nosotros, no). También se dejó influir por algunos grabados
japoneses. Una de sus obras es Bailarina
verde. Otra, Bailarinas en la barra.
También tenemos Tres bailarinas con
faldas amarillas y Ensayo, donde
aparecen bailarinas. Generalmente se ven desde arriba, como si el artista
tuviera la costumbre de pintar subido a una escalera.
También
pintó caballos, pero sin tutús.
Siguiendo
con los impresionistas nos damos de bruces con Paul Cézanne quien, como se
apuntó al impresionismo ya fuera de plazo, acabó catalogado como
post-impresionista.
Intentó
mezclar lo figurativo con lo no figurativo, cosa harto complicada; quiso
encontrar las formas esenciales de la naturaleza en formas más o menos
geométricas y acabó sus días artísticos entre prismas, cubos, esferas,
pirámides y paralelepípedos. Esto sirvió para que luego los cubistas le
adoptaran como abuelo honorífico.
Su
cuadro Cesto de manzanas es un bodegón
vulgar y corriente con la diferencia de que la botella está torcida y el plano
de la mesa parece inclinado, por lo que todas las manzanas —en buena lógica
euclidiana— tendrían que estar rodando y cayéndose al suelo, cosa que no hacen
porque Cézanne no quiere y para eso el cuadro es suyo.
Vicent
van Gogh —al que todos asociamos con Kirk Douglas cortándose una oreja ante la
brutal indiferencia de Anthony Quinn en la película El loco del pelo rojo— fue un pintor fracasado que sólo vendió un
cuadro en su vida (a su hermano Theo y eso porque su madre se empeñó). No
obstante ello, ahora se cotiza como la espuma y si por casualidad tienes uno de
sus cuadros en tu trastero, debes venderlo enseguida y hacerte millonario,
porque sus obras son caras, pero no bonitas —no sé si nos hemos explicado bien—
y no te merece la pena tenerlo en tu comedor, porque no te sentarán bien los
alimentos. Puesto en la alcoba, perturbará tu sueño. Así es que lo sensato es
vender.
Vicente
pinta a brochazos gordos, especialmente con amarillos, y su estilo es muy
peculiar, eso no se le puede negar. Pretende siempre expresar sus sentimientos
íntimos, como si le importasen a alguien. Sus cuadros tienen multitud de
espirales de colorines y provocan una sensación intermedia entre la epifanía
artística y la náusea común. Su Autorretrato
deja ver una expresión de enfado poco habitual. Parece que el pintor está
enojado contigo mismo por pintarse; pese a ello lo hace, en un caso de
desdoblamiento de personalidad que no nos extraña lo más mínimo, si
consideramos las noticias que tenemos sobre su vida privada.
Otra
manera de enfocar el asunto es no ver sus composiciones como cuadros, sino como
colecciones de manchas. Si así lo hacemos, entonces a Van Gogh no hay quien le
meta mano.
Henri
de Toulouse-Lautrec hizo un arte muy personal, retratando la vida bohemia de
París con colores puros sacados directamente del bote, para no tener que
manchar paletas, que luego son complicadas de lavar.
Reveló
el apabullante secreto de que todas las mujeres livianas de la capital eran
feas como el mismo demonio. Se especializó en carteles, como Molin Rouge: La Goulue, donde se entrevé
a un señor narizotas con sombrero de copa mirándole las piernas a una
bailarina. Ese es el leitmotiv de
este pintor que, como era muy bajito, gozó siempre de una posición y un ángulo
privilegiados a la hora de verle la ropa interior a las chicas.
Camille
Pissarro también fue impresionista y a este Pissarro no hay que confundirlo con
el conquistador extremeño. Es un pintor más relamido que otros. En su cuadro Dos mujeres conversando junto al mar son
las dos mujeres quienes no añaden nada a una agradable imagen. Paisaje tropical con casas rurales y
palmeras es bastante más bonito, aunque sobre gustos no hay nada escrito,
si se exceptúan algunas decenas de miles de tratados de estética.
Para que no se diga que
ignoramos a los ingleses porque nos caen mal,
le hacemos un huequecito a Alfred
Sisley, que lo era sólo a medias.
Este francobritánico fue
paisajista soleado, pues los días que hacía niebla se quedaba en la cama bien
arrebujado entre las mantas y no salía a pintar.
Hizo
Las orillas del Oise, a base de
manchas, que era lo que se esperaba de un impresionista que se preciara de serlo.
Si te acercas mucho al cuadro, no ves absolutamente nada. Si te alejas,
entonces ves un río, aunque muy borroso.
Otro pintor igual pero
diferente fue Paul Gauguin, del que se ha dicho que era post-impresionista, que
era simbolista, que era cromatista y que era un borrachín de campeonato. Parece
ser que todo era verdad.
Lo
de ser simbolista consistía en dar más importancia a la idea que a la
impresión. O sea, lo mismo de toda la vida. Elimina la realidad de un plumazo y
se centra en la imaginación. Pinta las cosas como le gustaría que fueran.
Se
concentró principalmente en pintar muchachas con poca ropa. Parece ser que su
ideal eran las indígenas de los mares del Sur, delgadas y tostaditas.
Gauguin
se fue a Tahití y a la Martinica, y allí paso sus días en una hamaca,
abanicándose, bebiendo limonada y rodeado de chicas espectaculares.
Vahine no tiare (Mujer con flor) es un cuadro típico de
indígena con fondo amarillo, que era un color que le gustaba mucho. De hecho,
tiene también El Cristo amarillo, sobre
un paisaje amarillo también. (Se le habían acabado los otros colores y parece
ser que le dio pereza vestirse y salir a comprarlos.)
Darío
de Regollos es el primero de los impresionistas españoles. Asistió a las clases
de Carlos de Haes y a los pocos días sintió la imperante necesidad de irse a
Bruselas sin perder un momento. No sabemos qué pasó en aquellas clases.
Allí
entra en contacto con los impresionistas franceses y decide pintar lo mismo que
ellos, sólo que traducido. Volvió a España y se la pateó toda, pintando cuadros
llenos de color, porque el blanco y negro ya se habían pasado de moda. Sin
embargo, eran cuadros pesimistas, dicen los que los han visto.
Almendros en flor o Paisaje de Hernani son lienzos coloristas, con unas tonalidades muy
contrastadas, que parecen estar pintados ambos justo en ese momento en que deja
de llover y sale el sol.
Otra
pintura que recuerda todo el mundo (por lo cual nos vemos en la obligación de
mencionarla para que nadie la eche de menos) es El gallinero, que muestra desde arriba el patio trasero de una casa
de campo. Hay ocho gallinas contadas, un primer plano de lechugas y varios
árboles que así, de pronto, parecen almendros, pero que muy bien pudieran ser
algarrobos (nosotros no entendemos de botánica). Al fondo hay sábanas tendidas
secándose al sol. Más al fondo todavía, se ven casas. Y encima, montañas. Y más
encima aún, el cielo. Y sobre el cielo... ya no hay nada más. ¿Es que les
parece poco?
Pero
el que de verdad se llevó el gato al agua en esto del impresionismo fue Joaquín
Sorolla, nacido en Valencia y muerto, sin embargo, en Cercedilla.
A
su impresionismo se le ha llamado «luminismo» por sus tonos claros, sus
blancos, sus reflejos y, en general, por los muy limpios que van todos sus
personajes. Pinta el Mediterráneo y todo lo que le rodea: bañistas, señoras que
se mojan los pies en el mar, pescadores, chiringuitos de playa, ensaladas de
tomate y atún con aceitunas, etc.
Este
estilo resplandeciente tiene como resultado que en el invierno y en los días de
lluvia, Sorolla no daba golpe.
Paseo por la playa muestra a dos señoras de blanco
impoluto paseando por la playa con grandes sombreros. Se anticipa que los bajos
de los vestidos se les van a poner perdidos. ¡Y aún dicen que el pescado es caro! es un cuadro social, donde
vemos a un pescador herido al que le están curando en un sitio tan cochambroso
que nos tememos que la herida se le infecte y se le ponga mucho peor.
Dicen
los libros que Sorolla era el pintor de la alegría, pero es mentira. Vean el
gesto que pone en su Autorretrato y
ya nos dicen.
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