LA DEL MANOJO DE ROSAS
Pablo Sorozábal, Anselmo C.
Carreño y Francisco Ramos de Castro
El argumento de esta zarzuela parece a
simple vista lo bastante complicado como para que tuvieran que escribirlo entre
dos autores en colaboración.
La
acción transita (o transcurre) en un barrio típico de una ciudad que en seguida
sabemos que es Madrid porque no se han llevado la basura. En cuanto a qué
barrio es, los autores no lo dicen, porque en vista de la cochambre que van a
describir, no quieren ofender a nadie.
En ese
lugar trabaja... una chulapa más coqueta que madrileña que debe de llamarse de
una manera muy difícil, porque nadie se sabe su nombre y todos optan por
llamarla por su mote, que es «la del manojo de rosas», que se debe a que la
chica trabaja en una floristería que se llama precisamente «El manojo de rosas»,
porque allí se venden manojos (en concreto, de rosas). Una vez que el público
asistente ya ha digerido este concepto, la obra puede seguir.
(Un
inciso necesario. Aquí, entre ustedes y yo, les contaré un secreto: la joven se
llama Ascensión y es así como la llamaré de ahora en adelante, en pro de la
brevedad y para ahorrar comillas, pero ya saben que no es con ese nombre como
el personaje ha pasado a la memoria colectiva de los fans e hinchas
zarzueleros.)
Pues «la
del manojo…», digo, Ascensión, tiene fama de guapa y retrechera, aunque he
buscado en diversos diccionarios en qué consiste eso de ‘retrechar’ o
‘retrecherar’ y, la verdad, no he conseguido aclararme.
(He de
hacer otro inciso —de esos que van entre paréntesis— para hacerles observar la
elegancia de esta zarzuela del Maestro Sorozábal, La del manojo de rosas, si la comparamos con aquella otra del
Maestro Chapí titulada El puñao de rosas,
porque ustedes estarán de acuerdo conmigo en que es mucho más adecuado y más
fino vender las rosas en manojos que no a puñaos, porque de la segunda manera las
flores llegan hasta el cliente completamente chafadas y en condiciones
lamentables.)
(Y otro
inciso más para reconocer que es una vergüenza que este escrito vaya ya por el
párrafo séptimo y aún no haya yo empezado a contarles el delirante argumento de
la pieza lírica.)
Cuando
empieza el sainete se nos dice sin ambages que Ascensión está como un tren de
los de largo recorrido, porque una protagonista de zarzuela que fuera una
birria no atraería a casi nada de público. Otra cosa es que la tiple sea guapa,
efectivamente, o que a los espectadores se les exija que tengan una imaginación
comparable a la de Victor Hugo, para que vean belleza en las redondeces
michelínicas y hasta firestónicas que suelen mostrar las cantantes (o
cantantas, para ser políticamente correcto).
El caso
es que hay dos apuestos jóvenes que pretenden a la moza. El tenor, Ricardo, es
aviador y para que nadie se olvide del hecho lleva una chaqueta de cuero y una
bufanda al cuello, aunque sea agosto. Es rico —por lo que puede permitirse
tener hasta bigote— y planea ser el primero en cruzar el Atlántico con su
avioneta. Otros lo han hecho ya antes, pero como él no se ha enterado y
mientras no lo sepan sus compatriotas, será el primero a todos los efectos.
Joaquín, el otro pretendiente —o pretenmuela, que diría un Quevedo— es
barítono, pobre y mecánico de coches, porque los oficios románticos ya no están
de moda y el futurismo impregna estas zarzuelas modernas de la misma manera que
la grasa impregna a los dos galanes.
A ella le gusta más el barítono (lo que
resulta una anomalía, pues generalmente es el tenor el que en las zarzuelas se
lleva el gato al agua, si entendemos el significado metafórico del gato y del
agua). Pero Ascensión es una chica muy original.
Asistimos
a unas escenas chulescas en las que parece que los dos opositores a novios se
van a zurrar la badana, pero todo queda en agua de borrajas y al final no hay
bofetadas, lo que provoca la desilusión de los espectadores, que están
convencidos de que por lo que han pagado por la entrada, tienen derecho a más.
Pero,
¡ay!, en un momento dado la joven ve a su mecánico vestido de niño bien (o
‘pollo pera’, que era como se conocía entonces a los borjamari pijos) y se
entera de que el susodicho está estudiando para ingeniero de puentes y caminos (¡ya
le vale, con los cuarenta y tantos que aparenta tener el actor, incluso con el
bisoñé puesto!) y que su familia tiene dinero. Se ha hecho pasar por obrero
para ligarse a la florista, que prefiere tener un novio pobre a uno rico,
porque para eso estamos hablando de una obra de ficción.
La
estratagema le estaba saliendo bien al mecánico apócrifo, pero después de que
Ascensión se entera de la superchería, le manda a freír espárragos aunque usando
una expresión más castiza y enfática. No sólo esto, sino que todo el coro (que
había estado mucho rato sin salir a escena y se aburría esperando entre
bastidores) aprovecha para aparecer por allí y afearle a Joaquín su conducta, diciéndole
«que la blusa del obrero se hizo para trabajar y no debe un señorito usarla
para camelar a una prójima y llevársela al huerto» (o algo parecido).
Como la
situación, de momento, no tiene arreglo, los autores optan por que acabe allí
el acto, pues echando el telón se dan un tiempo de margen para que el tiempo —«que
ni vuelve ni tropieza», como diría Quevedo (¡y dale con lo que Quevedo diría o
dejaría de decir!)— sea quien se encargue de arreglar aquel desaguisado
argumental.
Han
pasado veinte minutos (los del descanso) y Ascensión, desengañada del de la
grasa, se ha liado con el aviador, no sabemos si para darle achares al otro y
dejarle hecho una piltrafa emocional o para que el tenor tenga algo que hacer
en la pieza, porque no es cosa de pagarle un sueldo al cantante y luego tenerle
todo el tiempo en el camerino, desaprovechado.
Pero,
¡las cosas de la vida!, la familia del señorito preingeniero se arruina (parece
ser que invirtieron todos sus ahorros en las acciones de una empresa que
fabricaba maquillaje para buzos, un negocio que no llegó a cuajar) y Joaquín
tiene que buscarse un empleo para dar de comer a los suyos (y comer él también,
de paso, aunque los cantantes que suelen interpretar este papel suelen estar
tan orondos que no parece que necesiten comer ni poco ni mucho). No se le
ocurre otra que pedir trabajo en el taller donde estuvo de mecánico de
mentirijillas. Además, cuenta con la ventaja de que su mono, talla XXXXL, no le
venía bien a nadie y está como nuevo y su disposición.
Cuando Ascensión
se entera de que Joaquín es ahora de verdad pobre y pasa hambre, se conmueve
(aunque para creerse esto del hambre hay que tener muy buenas tragaderas). Se
arrepiente de haberse comprometido con el aviador y durante varias escenas no
sabe qué hacer.
Los
autores del libreto se encuentran ahora en un impasse. En cuanto la
tiple y el barítono hablen, el amor resurgirá y la cosa se arreglará. Sin
embargo, como todavía faltan por rellenar cuarenta minutos de obra más o menos,
se ven en la necesidad de hacer que los personajes secundarios salgan y digan
muchas tonterías que no tienen nada que ver con la historia principal. Pero
esto es una licencia poética que tienen las zarzuelas: como al fin y a la
postre el mérito de la obra se lo va a llevar el músico, el libretista puede
ser todo lo malo que se quiera, que no pasa nada.
¿Cómo
resuelven los señores Carreño y Manojos de Castro el conflicto planteado? (Perdón:
nos hemos colado, pues no queríamos decir ‘Manojos de Castro’, sino ‘Ramos de Castro’:
la inercia de la obra nos ha hecho una jugarreta). ¿Cómo resuelven los señores
Carreño y Ramos de Castro el conflicto planteado (ahora sí está bien)? Pues muy
fácilmente. El tenor, que estaba enamorado de la tiple, se desenamora de ella
no sabemos cómo ni por qué, y tras estar emperrado en casarse por la posta,
decide no casarse en absoluto, con lo que la del manojo queda libre para hacer
con su capa un sayo o cualquier otra prenda que se le antoje y para concederle
al mecánico su mano y el resto de su organismo.
Ascensión
y Joaquín cantan ambos un dúo de dos —hecho con retazos de los otros números
musicales de la obra, porque a esas alturas Sorozábal ya había cobrado y tuvo pereza
de componer más melodías por el mismo precio—, la pareja se jura amor eterno y
la obra se acaba felizmente o, mejor dicho, felizmente la obra se acaba, porque
a esas alturas el público ya está harto y deseando irse a su casa.
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