Al hablar de personalidades famosas y famoseables
(dícese de aquéllas que aún no son célebres pero que pueden llegar a serlo),
surgen invariablemente las preguntas: ¿Por qué es famoso quién lo es? ¿Qué
méritos aduce para que así lo consideremos y leamos sobre él mientras esperamos
nuestro turno en la peluquería? ¿Sus frecuentemente horteriles actos justifican
su inmensa gloria y la papanática admiración que les tienen las gentes
anónimas?
Si pensamos en ello en lugar de no hacerlo, nos
interesará de seguro el proceso de «famoseación» de alguien —valga el
neologismo— y nos provocará una urticante curiosidad la opinión generalizada
sobre el asunto. Para ello recordamos ejemplificantemente un experimento
cretino-sociológico de ésos que les dan tan requetebién a nuestras
culturizantes televisiones patrias.
Estas reflexiones hechas con mi aparato reflexor
se refieren a aquel momento en el que mis compatriotas eligieron en votación al
«Español de la Historia», lo que me compele a protestar en voz alta (lo que en tipografía se conoce como negrilla).
Para mis queridos lectores
de América que tienen el grandioso privilegio de no tener que ver las inmundas
televisiones españolas, diré que esta mangarciada (copiada, por cierto de otros
países) consistió en una encuesta patrocinada por cierta cadena televisiva cuyo
nombre no diré (¿para qué?, si todo el mundo sabe que fue Antena 3), para
dilucidar de una vez por todas qué español resultaba más famoso y
representativo.
Tengo ante mí la
clasificación final que se hizo y tiemblo cual flan. Los resultados fueron
atroces.
La segunda posición fue para
Cervantes, el tópico con patas. Un señor aburrido, que fue a la cárcel por
malversación de fondos y contabilidad creativa y que tuvo una idea literaria
que no supo aprovechar y desperdició en un libro farragoso que no ha leído casi
nadie. ¿La causa de este voto? Sencilla: ¿cómo no vamos a decir que Cervantes
era genial? ¿Qué pensarían de nosotros? Hay cosas que es obligado decir y las
personas bien amaestradas las dicen cuando se les indica.
Pero, si Cervantes fue
elegido como el segundo español más universal, ¿quién fue entonces el primero?
El español más universal e influyente de la Historia resultó ser —a decir de
sus contemporáneos— el rey Juan Carlos I.
Esto suena a papanatismo. Parecía que daba miedo
no votarle como mejor español. Sus logros, malogros o deslogros la historia los
dirá. Sólo indicaré que sirvió esto para que los presentadores —entre risitas— hicieran
comentarios sarcásticos de este jaez: «Parece ser que no hay muchos
republicanos en este país, ¿no?» Lo cual, puede que sea verdad, pero es un
craso error. En un mundo bien organizado, para los puestos de poder debe
imperar siempre la meritocracia y no un anticuado sistema de castas, como el
que representan las monarquías hereditarias y sexualmente discriminatorias.
Pero no sigo con esto, porque me enfado. (NOTA:
En la encuesta equivalente hecha en los EE.UU. ganó Ronald Reagan.)
Lo siguiente ya fue más
triste, porque los españoles eligieron como tercer español más representativo a
Cristóbal Colón, ¡que no era español! La cultura nos rezuma. Sí hubo, ¡cómo
no!, gentes que dijeron en su momento que Colón era gallego (como también lo
dijeron de Walt Disney), pero ningún historiador que se precie se ha tomado
nunca en serio ese exabrupto patriotero. Los Colón eran genoveses mientras no
se demuestre lo contrario. Luego el almirante no podía figurar en esta lista.
Tampoco fue una figura honrosa: a) se equivocó al interpretar un mapa; b) no
reconoció que aquello no era Cipango; c) murió creyendo tontamente que el fin
del mundo tendría lugar a los pocos años; y d) ahorcó a bastantes indígenas
inocentes y cometió tantas tropelías que le tuvieron que traer de vuelta a
España aherrojado. No fue una persona muy honorable, sino un malvado ambicioso
con suerte.
De ahí para abajo, la lista
confundía y abochornaba.
Un ciclista como Miguel
Induráin, incapaz de hablar dos palabras seguidas en correcto castellano, se
consideraba un español más representativo que Velázquez, Picasso o Dalí.
Un chófer con el buen gusto
y la elegancia natural de Fernando Alonso estaba por delante de Goya o de Antonio
Machado.
La tonadillera Lola Flores
era más importante que Carlos V o Felipe II.
La también tonadillera
Isabel Pantoja vencía a Ortega y Gasset y a Unamuno.
La asimismo tonadillera
Rocío Jurado resultaba más española que el mismísimo don Pelayo.
Valorábamos más los méritos
históricos de la entonces pre-reina Letizia Ortiz que los de Alfonso X, «el
Sabio» o de Gaudí.
Felipe González estaba por
delante de García Lorca.
La labor de David Bisbal era
más apreciada que la de Vicente Ferrer.
No había ningún músico en la
lista.
No estaban en ella Lope de
Vega, ni Góngora, ni Calderón, ni Quevedo; pero Aznar sí.
Franco no ganaba, pero
ocupaba un honroso lugar.
Según esta votación el mejor
actor español de la historia había sido Antonio Banderas.
En cuanto a los
presentadores del programa, contribuyeron también decididamente a la cultura
con afirmaciones equivocadas, como que Ramón y Cajal fue el primer español en
recibir el Premio Nobel, en 1906 (era mentira: José de Echegaray lo había ya
recibido en 1904).
Las gentes entrevistadas no
quedaron mucho mejor. Todo fue patriotería. Los habitantes del pueblo natal de
San Juan de la Cruz (Fontiveros, en Ávila) dijeron que el santo había sido «el
mejor español de todos los tiempos y que indiscutiblemente merecía sobradamente
el galardón», aunque reconocían que no sabían muy bien por qué.
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