Zarzuela de Amadeo Vives, Guillermo Perrín
y Miguel de Palacios
Como el protagonista de esta historia es
un joven artista con mucho talento, los libretistas hacen que la acción no
suceda en España, sino en Francia, para que sea más creíble.
Nos
encontramos en una buhardilla de París que casi tiene más pisos que peldaños y
a la que subir es dificilísimo. Roberto, un compositor novel con bigote (novel
también, porque se lo ha dejado crecer hace sólo dos o tres días) es un músico
que está medio muerto de hambre, como es la
obligación de todo artista romántico. En el momento de comenzar la obra compone una ópera del demonio. Y decimos que es una
ópera del demonio porque se titula Luzbel,
que es el protagonista. En estos momentos está dándole los últimos toques al dúo
amoroso entre Satanás y su novia, a quien no nos han presentado, por lo que no
sabemos cómo se llama.
Quien sí sabemos cómo se llama, porque
llama, es Víctor, el libretista y amigo del músico que ha venido a visitarle
para ver si el otro tiene algo que comer, porque aunque se diga que lo que los
bohemios persiguen en París es la fama, esto no es exacto: lo que buscan con
más ahínco son los filetes.
Roberto
está de mal humor porque hay una vecinita a quien no soporta —aunque no la conoce—
porque le hace la vida imposible cantando sin
cesar por el balcón a grito pelado una
canción cursi sobre una mariposa que vuela de rosa en rosa, lo que le impide
concentrarse en su ópera de todos los diablos (Luzbel, como ya hemos dicho). Así es que decide optimistamente irse
con su amigo a ver si encuentran algo de cenar por algún sitio, pues han visto
la opereta El conde de Luxemburgo en
donde se dice literalmente en un cantable que «el placer es gratis en París».
Esto es lo que pasa por creerse las cosas que se dicen en el teatro.
Tan pronto como se han ido, la vecinita
se mete en la buhardilla del músico por tres razones poderosísimas: una es que
está locamente enamorada de él (y eso que aún no le ha visto con bigote); la
segunda es que intuye que el compositor se
hará rico y famoso, y ella está decidida a llevarle al huerto y casarse con él,
para poder hacerle desgraciado toda su vida; y la tercera es que es una grandísima cotilla y quiere enterarse de
cómo vive el músico, hasta dónde lleva compuesta la ópera, qué calcetines ha
puesto a lavar y muchos otros detalles de la intimidad de su amado que se le
escaparían hasta a un Sherlock Holmes parisién.
Tendríamos
que decir —y, como tendríamos que decirlo, cumplimos nuestra obligación y lo
decimos— que ella también es cantante, que es hija de un tenor que perdió la
voz (y lleva varios años sin encontrarla, pese a haber hecho la pertinente
denuncia, haber puesto avisos en los periódicos y hasta ofrecido una
gratificación al que se la encuentre y la devuelva) y que tampoco tiene una
peseta (un sou, que dirían allí), pero sí los contactos suficientes como
para que su hija cante esa noche en los salones del Théâtre
national de l’Opéra-Comique —mientras los
asistentes pican algo y se ponen aveugles a bebidas espumosas— y consiga
hacerse un nombrecito en el mundillo del bel
canto, con un poco de suerte y si no desafina en exceso.
Los
siguientes actos —como ya hemos anunciado (y si no lo hemos anunciado, lo
anunciamos ahora)— no van de arte, de ideales bohemios, de romanticismo ni de
nada sublime, sino simplemente de comer. En casa de Roberto se presentan unas
grisetas, que le dejan una nota explícita donde dice literalmente: «Emos benido. Estamos en casa de Mimí. Ay cena.»
El compositor lee la nota y se encuentra, además, con una invitación que le ha
dejado la vecinita para que se persone personalmente en la fiesta de la Ópera
Cómica. Sin saber quién es su misteriosa benefactora ni cuántos kilos pesa (un
detalle que hay siempre que tener en consideración tratándose de tiples), se
pone en marcha en busca de ropa lo suficientemente poco apolillada como para
poder presentarse en los operacómicos salones sin que los porteros le echen a
patadas.
Mientras
tanto, Víctor no ha tenido tanta suerte. Cuando llega a casa de Mimí, ya sus
amigos se han zampado todo el condumio. Busca a sus compañeros de fatiguitas,
los artistas bohemios, para ver si tienen algunos macarrones que prestarle,
pero sin éxito. En ese momento, los artistas bohemios están todos haciendo el
burro por los bulevares y cantando himnos a la libertad, porque si no cantas
himnos a la libertad a grito pelado por las calles de París cuando se hace de
noche, ni eres bohemio ni eres nada.
Nieva
para abajo. Víctor está aterido y famélico y opta por fingir un suicidio, para
ver si algún transeúnte de los que transean por allí le socorre con un
bocadillo. «¡Adiós, mundo cruel! ¡Adiós, esposa mía! ¡Adiós, hijos míos!», gime
el tenor cómico, apuntándose a la sien con un pistolón. Pero aquellos que
presencian su comedieta no le dan ni las buenas noches, lo cual no dice mucho
en favor de la compasión gala, a decir verdad.
Finalmente
pasa por allí el autodenominado Papá Giraud, un bocazas de marca (y hasta con
denominación de origen) que tampoco le da de comer, pero que cuando se entera
de que es un libretista novel, se ofrece a protegerle, le promete la fama, la
riqueza y la gloria inmediatas, y le convence para que no colabore con ningún
músico desconocido y le dé el libreto de su ópera a un compositor de fama, ya
que él es amigo intimísimo de todos los grandes músicos de París. El famélico Víctor,
¡qué remedio!, accede, con la esperanza puesta en un porvenir donde las patatas
no sean únicamente un concepto abstracto o un tema para pintar un bodegón.
Un rato
después, por la misma calle (todo lo que sucede en aquel París sucede en la
misma calle, lo que es una verdadera suerte para los que tienen que construir
la escenografía de la obra, porque así se ahorran trabajo) aparece Roberto del brazo
de las dos grisetas que le han dado de cenar y es así como se lo encuentra la
vecinita, que también pasaba casualmente por allí y que le llama por su nombre.
El
músico queda ipsofácticamente subyugado por los rubios ricitos de la vecinita
(a quién no conoce, como ya hemos dicho, porque no ha tenido ocasión de encontrársela
nunca por la escalera, ya que era Víctor el que siempre bajaba la basura). Él
queda prendado de la virginal belleza de la otra, como ya hemos dicho, y —tras
mandar muy injustamente a paseo a las dos generosas grisetas que le han dado
opíparamente de cenar— pregunta cómo se llama esa donna angelicata que un benévolo destino ha puesto en su camino en
forma de esencia de la femineidad.
Ella le
contesta que se llama José, lo que, de primeras, deja al tenor un tanto
despistado (y desilusionado también, si hemos de ser sinceros).
Pero
todo ha sido un equívoco auditivo; el nombre de la dama es Cosette, que
indudablemente es nombre de mujer, aunque suene igual que el otro nombre que
provocó el equívoco.
Roberto
le jura a Cosette amor eterno, lo que en el siglo XIX no era jurar gran cosa,
pues es sabido que la mayoría de los artistas bohemios se morían de
tuberculosis nada más cumplir los cuarenta.
Llegamos
ya al acto cumbre de la pieza. En los salones de la Ópera Cómica los camareros
ya están preparando los canapés, que van a ser el plato fuerte de la noche y lo
que verdaderamente ha congregado allí a la buena sociedad parisina, aunque
también habrá algunas personas que cantarán mientras se sirven las viandas, más
que nada para dar ambiente.
Roberto
se presenta allí y se entera de que ha sido Cosette quien ha falsificado la
invitación para que él pueda entrar allí de matute. Además, ella le presenta a Papá
Giraud, que al enterarse de que es un músico desconocido, le convence para que
deje de colaborar con Víctor y le dé su ópera a un libretista famoso, porque él
los conoce a todos desde el parvulario. Roberto se decide a traicionar a su
buen amigo de siempre porque la pela es la pela aquí y en París también.
Pero el
tal Giraud es un grandísimo bocazas (grande gueule, en francés) que
presume mucho pero que no conoce a nadie, por lo que acaba entregando a Víctor
la partitura de Roberto y a Roberto la partitura de Víctor, con lo que los dos
amigos se tienen que perdonar mutuamente su momentánea traición (¡qué remedio!)
y seguir apechugando el uno con el otro.
Por fin
se insta a Cosette a que cante y ella —pensando en que se si ha de casar con
Roberto, más vale que éste sea famoso y tenga un capitalito — le promociona,
sugiriendo que ambos canten la ópera de todos los diantres (Luzbel), que ella se sabe a base de entrar y entrar a cotillear en la
habitación de Roberto diariamente (y algunos días, hasta tres veces).
Ambos
cantan el dúo final. La letra de Víctor es horrorosa, pero nadie se percata del
hecho, porque los dos cantantes (como es habitual en los intérpretes de
zarzuela) no vocalizan y no se entiende nada de lo que dicen. En cuanto a la
música sospechamos que Roberto la ha «fusilado» de una opereta vienesa, pero
como los franceses son muy chauvinistas y tienen a menos escuchar música que no
sea suya, no conocen las operetas austriacas y nadie se da cuenta.
Así es
que ambos tienen un éxito rotundo: les lloverán los contratos y dejarán de
pasar hambre, que era de lo que se trataba. Papá Giraud se ofrece incluso para casarlos,
porque es un hombre que sabe hacer de todo y conoce mucho al buen Dios.
La
moraleja de esta pieza es que los artistas bohemios pobres acaban por triunfar
con su arte, siempre y cuando sean personajes de una obra de ficción.
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