La pasión de Narciso




          El protagonista de nuestra coqueta historia es Narciso Lipocondrioproterinopicopópulos (el apellido suele omitirse en los libros para evitar gastos de tinta), nacido de la ninfa Liríope de Tespias, en colaboración con el dios fluvial Cefiso. Era hijo natural, en el sentido de que después de que sus padres hicieron lo que hicieron, era natural que naciera alguien.
          Con ese cotilleo infinito propio de las madres (y aun de las mujeres que no lo son), Liríope marchó junto al vidente Tiresias para preguntarle sobre el porvenir de su hijo, si le sonreiría la Fortuna y si conocería a algún hombre moreno.
          Consignaremos brevemente que el adivino no tenía ni idea del futuro y en sus pronósticos no daba una, —como de seguro sabrá todo aquel que haya leído la Odisea—; pero, ya que había cobrado, se aventuró a adelantarle algo a la acongojada madre y lo que le dijo fue que Narciso «viviría hasta una edad avanzada... mientras nunca se conociera a sí mismo», lo cual era una sibilina manera de guardarse las espaldas por si luego algo salía mal.
          Resuelta a proteger a su bello retoño (porque era bello, todo hay que decirlo), la madre se deshizo de todos los espejos que había en el hogar, para que Narciso no pudiera mirarse en ellos, así como de las tapas de las latas de Cola Cao, que también reflejaban lo suyo.
          Totalmente ignorante de su helénica guapura, Narcisín creció siendo un muchacho introvertido, de los que bajan la mirada y se comen las uñas cuando viene una visita y le pregunta eso de «¿a qué colegio vas, monín?».
          Un día del mes de Thermidor, siendo ya más púber de lo que le convenía para su tranquilidad, Narciso pasó un día, a eso de las once y cuarto, en su automóvil por delante de la cueva donde se encontraba la ninfa Eco, que, como protagonista de este relato merece, ¿qué menos?, unos párrafos aparte, ¿no les parece a ustedes?
          Eco era la sirviente encargada de hacerle el moño a la diosa Hera y solía entretenerla con su amena charla, pues la ninfa era pizpireta, hablaba por los codos y de su boca salían las palabras más bellas jamás imaginadas. La joven era un hacha con los cultismos. En una frase cualquiera igual te metía el término ‘aljófar’, que ‘rosicler’, que ‘ebúrneo’ o cualquier otro repipi gongorismo. El caso es que daba gusto oírla, porque su prosodia era perfecta, sabía proyectar la voz, no rengloneaba al recitar versos ni hacía esas contracciones tan feas como «m’han dicho», «t’has caído», «ven p’acá» y cosas por el estilo.
          Pero Hera no se chupaba su divino dedo y fue atando cabos hasta darse cuenta de que Eco usaba su labia retórica para entretenerla cuando su esposo, Zeus Tonante, se marchaba a hacer de la suyas en busca de aventuras con jovencitas o a raptar a alguna ninfa que otra. Segura de la connivencia de su marido y su doncella y temiendo celosamente que el sinvergüenza de Zeus estuviera obteniendo beneficios de Eco (esto es: beneficiándosela), la castigó con la más terrible de las penas: la dejó muda. Bueno, no muda exactamente; lo que hizo fue quitarle la voz o más bien la iniciativa para hablar. En adelante, Eco sólo podría repetir lo que otros le dijeran, algo que no le sentó ni medio bien, como ustedes se pueden imaginar.
          Volvamos con Narciso.
          Habíamos quedado en que Narciso paseaba su masculino palmito por delante de la cueva donde Eco vivía retirada y dedicada por completo a hacer una colcha de ganchillo para cada uno de sus hermanos (tenía cincuenta y seis, debido a la fructífera colaboración de sus padres, antes mencionada). Pero al ver al ninfo pasar por su puerta (es un decir: la cueva no tenía puerta alguna), sintió un ardor amoroso en su pecho (en los dos, para ser precisos, pues tenerlo en uno solo no habría sido síntoma de amor, sino de otra cosa peor) e intentó decirle allí mismo al efebo cuán intensos y sinceros eran sus repentinos amores, en un «aquí te pillo, aquí te mato» mitológico.
          El diálogo entre ambos no prosperó, porque ella no conseguía hablar por derecho.
          —Bella joven, ¿cómo te llamas? —preguntó Narciso.
          —Llamas —contestó la otra.
          —¿Llamas? Es un nombre muy raro; ardiente y original, pero raro. Y dime: ¿qué puedo hacer para servirte?
          —... irte —fue la respuesta.
          Narciso se sintió muy ofendido.
          —Pues ahora mismo me voy —dijo—. ¡No faltaba más! Ya está anocheciendo y es hora de arrojarse en los brazos de Morfeo.
          —... feo —repuso Eco, sin poder evitarlo.
          —No entiendo por qué que me hablas con tal descoco.
          —... coco.
          —¡Esto es inaudito! ¡Yo no te he ofendido en nada, sino que te he preguntado cortésmente si podía hacer algo por ti y tú, como respuesta, no dejas de insultarme!—. Y añadió líricamente, porque era más cursi que una aspiradora con forro de cretona—: El barco de mi educación, en el arrecife de tu mala educación encalla.
          —... calla.
          —Y no quiero seguir bogando por ese paralelo —concluyó Narciso, rematando su metáfora náutica.
          —... lelo —fue la respuesta de Eco.
          —En fin: no quiero saber nada más de ti, doncella grosera. Tú por tu camino y yo por el mío.
          Y diciendo esto, Narciso se largó de allí, sin detenerse a considerar que una mujer que nos ame sin condiciones y que no hable en absoluto es lo más parecido al ideal, por no hablar de la estupendez física de Eco, que era de medalla de bronce, por lo menos.
          Eco quedó desconsoladísima (¿o es ‘desconsueladísima? Nunca estamos seguros con esta palabreja).
          Su segundo encuentro no fue mucho mejor. Narciso cazaba conejos para la cena y escuchó un ruido entre los arbustos, pues Eco había pisado (a propósito) una ramita seca.
          Pensando que tras los arbustos podía haber alguien respondiendo a la llamada que la Naturaleza hace a veces a sus hijos, pregunto en voz alta: «¿Hay alguien aquí?». Eco, que era la oculta, repuso: «¡Aquí! ¡Aquí!». Y saliendo de las matas, se arrojó en brazos de Narciso, que la rechazó de plano, bien porque siguiera ofendido por la conversación de marras o porque no le pareciera bien un trato íntimo antes de que la ninfa se hubiese limpiado y lavado como es debido tras el acto muy humano pero eróticamente poco incitante del descomer.
          Como último recurso, Eco pidió ayuda a los animalitos del bosque —como si aquello fuera una película de Walt Disney—, que se portaron y transmitieron a Narciso (no sabemos cómo) la volcánica pasión de la otra. El joven, con una crueldad torquemádica, prorrumpió en una carcajada tan estentórea que las columnas de un templete que había por allí se agrietaron con el sonido, por lo que la cúpula se vino abajo y se hizo añicos tesálicos.
          La ninfa, totalmente desolada y escachifollada, se ocultó en una cueva de renta antigua con el firme propósito de no salir de allí ni a recoger una carta certificada. Durante un tiempo, sólo se alimentó de rocas, pero hubo de abandonar esta práctica, porque en la zona abundaba el feldespato, que le producía acidez. Luego inició la dieta hipocalórica (que recomendamos a nuestros lectores fondones), que acabó por hacerla desintegrarse en el aire, con lo que sólo quedó su voz. Eco no aparece ya más en el resto de la historia, así es que ustedes pueden irla olvidando, si quieren.
Es en este punto donde interviene la justicia poética, ese instrumento del Destino mediante el cual, si robas un banco, la policía no te encuentra y no te detiene, pero luego sufres de hemorroides o de cualquier otra enfermedad molesta, como compensación por tus malas acciones pasadas.
          Entra en escena el joven Aminias, que también se enamora de Narciso y le propone irse los dos un fin de semana a un paradisíaco hotel de Punta Cana, a pensión completa con todo incluido. Narciso se burla igualmente de él y le ofrece una espada para que se quite de en medio y deje de atosigar.
          Aminias se pincha el píloro inmisericordemente ante las puertas de la casa de Narciso, pone el porche perdido de sangre y, en medio de sus últimos estertores, reza a la diosa Némesis, que tiene la contrata —y aun el monopolio— de la venganza, para que haga que Narciso padezca también por un amor no correspondido.
          (Hay otra versión del mito, más puritana y tolerada para menores, en la que no es Aminias sino una mujer la que se ve rechazada por el efebo y la que clama venganza.)
          Némesis tiene que cubrir expediente y decide castigar a Narciso de una forma original, para que el mundo la recuerde y hacerse así un huequecito en los libros de mitología. Y no se le ocurre otra cosa que hacer que el pavo se enamore de sí mismo. Pone un pedrusco en su camino y hace que Narciso tropiece en él y caiga de bruces junto a un profundo charco en el que ve reflejada su imagen por primera vez (tenía la cara llena de churretones, por cierto).
          Según otra versión, la diosa de la venganza hijo que ese día la madre de Narciso pusiera bacalao para comer, por lo que el joven sintió mucha sed durante toda la tarde y tuvo que inclinarse sobre el agua de un arroyo para beber un buchito.
          Narciso se pregunta quién es aquel joven tan apetecible que le contempla con cara de estúpido desde dentro del charco (o estanque, como se dijo luego para hacerlo más elegante) y no se reconoce.
          El resto ya se lo pueden ustedes imaginar. Narciso le escribe cartas apasionadas al objeto de sus amores, pero se le mojan todas al intentar entregárselas. Intenta besar los labios del suculento rostro que contempla y no consigue sino que le entre agua en las narices, al tiempo que la dorada faz se deshace en líquidas ondas concéntricas.
          Desesperado por no poder conseguir lo que anhela, Narciso se suicida comiéndose a cucharadas tres botes de polvos de talco. Según otras versiones, se pincha con su espada, se ahoga arrojándose a las aguas o se atraganta adrede con un hueso de ciruela. Da igual: el caso es que se muere (o estira la pata en el Señor, para decirlo de una forma menos pagana).
          No sabemos muy bien por qué ni para qué, pero el caso es que el sitio donde Narciso muere, los dioses hacen surgir una flor que, a decir de los expertos, no solamente es bella sino también comestible.
          A estas horas, Narciso, allá en el Inframundo, continua admirándose, porque la vanidad es algo que no se acaba así como así.
          Sin embargo, se ha convertido en el santo patrón de los metrosexuales, de todos aquellos que se «se cuidan» y de los que tienen por lema «porque yo lo valgo».

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