Alfonso Vázquez: El fantasma de Azaña
se aparece en chaqué, Reino de Cordelia, Madrid, 2019, 254 págs.
Lo ha vuelto a
hacer. Alfonso Vázquez lo ha vuelto a hacer. ¡Mira que se lo habíamos dicho
todos los compañeros de oficio...!: «No escribas otra novela estupenda, por favor, que
cada vez que lo haces nos dejas en ridículo a los demás escritores, que por
comparación con tus libros, los nuestros resultan insustanciales, vacuos y
soporíferos.» Pero no ha habido forma. Vázquez se ha mostrado implacable e
inclemente, se ha liado la manta a la cabeza y se ha descolgado con otra novela
genial, que producirá tanto entusiasmo en el lector como indignación en el
gremio. Eso es competencia desleal, porque Vázquez tiene algo que la mayoría de
los escritores no tenemos: talento. Y, claro: ¡así cualquiera! Escribir con
talento en este país es competencia desleal.
No es la primera vez que lo hace. Ya nos
puso a todos los dientes largos con otros libros suyos anteriores, como Viena
a sus pies, Livingstone nunca llegó a Donga, Crimen on the rocks,
La invasión de los hombres-loro y otros que preferimos no recordar. Porque
si es difícil que te perdonen el haber escrito un libro genial, ¡ya me dirán
cómo se te perdona el que hayas escrito muchos! Así es que yo no doy un duro
por la integridad física de Vázquez, que puede en cualquier momento recibir una
puñalada a manos de cualquier novelista envidioso (no por la mía, porque yo lo
quiero mucho, que conste; pero no puedo responder de los demás). Así es que más
le vale andarse con cuidado.
Vázquez cultiva un refinadísimo humor que
le hace destacar sobre el marasmo de la literatura cómica actual, lamentablemente
compuesta por monólogos televisivos. Su fuerte es el culturalismo, que cultiva
con un cariño y un cuidado no inferior al que Mendel prodigaba a sus guisantes.
En las tramas de sus libros (y en éste más) es frecuente que se cuelen los más
pintorescos personajes históricos, que siempre resultan más interesantes que esos
protagonistas anónimos a los que no les suele pasar nada de particular. De esta
manera, el autor crea su propio «posibilismo cómico-histórico», una especie de apasionante
ucronía retrospectiva: «¿Qué pasaría si el gran Fulanito se encontrase con el
no menos grande Menganito?» (Y no digamos nada si Zutanito y Perenganito
también asomaban por allí la gaita e intervenían en la acción.) El resultado está
abocado a ser hilarante, como es el presente caso, en el que el fantasma de
Manuel Azaña se le aparece a don José Ortega y Gasset, ese famoso filósofo
raciovitalista con cuyos apellidos se han hecho tantos chistes, afirmando que
no era un filósofo, sino dos (Ortega y Gasset, que aparecían siempre juntos, lo
que hacía sospechar que estaban unidos sentimentalmente).
No faltan otros personajes apasionantes,
como Julio Camba o María Zambrano, junto a algunos famosillos menores de los
que quizá alguien haya oído hablar (Trotski, por ejemplo, o un tal general
Franco).
A partir de esta original premisa, de esta
felicísima idea motriz, ya se pueden imaginar ustedes la juerga. El autor se
recrea en el humor de situación y nos mantiene como hipnotizados por la acción,
de la que no podemos apartar los ojos. Si al talento y la originalidad antes
mencionados le sumamos el hecho de que la novela está admirablemente elaborada
en lo tocante a técnica escritural, pues ya se imaginan que tenemos ante nosotros
una obra mayor. Es un libro «de libro», redundancia que indica que todo está como
debe estar. Vázquez no ha cedido a la joycesca tentación de escribir de cualquier
manera y hacer experimentos raros, sino que ha elaborado un libro pulcro de
estilo, equilibrado en sus diálogos, apasionante en su trama, elegante en su
conjunto y —¿por qué no decirlo?— muy bien encuadernado. Es una novela, como
suele decirse, «de las de antes de la guerra», expresión que, en mi niñez, venía
a significar «lo mejor de lo mejor».
¿Qué se puede añadir? Poco más: diremos,
con la exquisitez expresiva que nos caracteriza, que Vázquez es un hacha y que
la novela está de rechupete.
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