(La cima de
un monte. Encadenado a un gran peñasco, Prometeo, con cara de no estar
precisamente disfrutando de unas bien merecidas vacaciones. Al cabo de siete u
ocho años, llega un águila volando.)
ÁGUILA.—¡Buenos días!
PROMETEO.—¿A
ti te parece que puedo tener buenos días encadenado como estoy a este peñasco?
ÁGUILA.—Pues
reza para que no llueva.
PROMETEO.—Sí: siempre podría ser peor. ¿Quién
eres tú?
ÁGUILA.—Soy
un águila. ¿Es que no lo ves? ¿Es que no se me nota en las alas?
PROMETEO.—Lo
veo; pero yo, la verdad, no distingo bien a las águilas de los buitres y los
cóndores.
ÁGUILA.—Me
tomaré eso como un insulto. Como ves, yo soy bella y majestuosa, y los buitres
son descaradamente feos. En cuanto a los cóndores, sólo los hay en América.
PROMETEO.—¿América?
¿Y dónde está eso?
ÁGUILA.—No
lo sé. Aún no la han descubierto y por eso no sé dónde está.
PROMETEO.—¿Y
qué te trae por aquí, si puede saberse?
ÁGUILA.—Vengo
a comerme tu hígado.
PROMETEO.—¡Estás
de broma!
ÁGUILA.—¡Qué
más quisiera! Me manda Zeus.
PROMETEO.—¿Zeus?
ÁGUILA.—Sí. Estoy en comisión de servicio.
PROMETEO.—¿Comisión
de servicio? ¿Eres funcionaria?
ÁGUILA.—Algo
así. Me han transferido a estos montes. Tengo que devorarte el hígado, como te
he dicho.
PROMETEO.—¿Y qué harás cuando me lo hayas
devorado? ¿Te quedarás ahí, de alas cruzadas?
ÁGUILA.—Obviamente
no. Tú eres inmortal; o sea, que te volverá a crecer un hígado nuevo cada
noche.
PROMETEO.—Que
tú te volverás a comer al día siguiente.
ÁGUILA.—¡Ahí
le has dado!
PROMETEO.—¡Pues
vaya un plan!
PROMETEO.—¿Y
esto será así por toda la eternidad?
ÁGUILA.—¿Por toda la eternidad? ¡Ah, no, no!.
Únicamente treinta mil años.
PROMETEO.—No
deja de ser un consuelo.
ÁGUILA.—Pero
reconozco que es un castigo tremendo.
PROMETEO.—En
efecto. (Tras una pausa.) Gracias por simpatizar conmigo.
ÁGUILA.—¿Qué?
PROMETEO.—Que
te agradezco que te compadezcas de mi desgracia.
ÁGUILA.—No,
si yo hablaba de mi propio castigo, del que me han impuesto a mí.
PROMETEO.—¿A ti?
ÁGUILA.—¡A
ver! ¿Te imaginas lo que va a ser
estar treinta mil años comiendo solo hígado todos los días?
PROMETEO.—Visto
de esa manera…
ÁGUILA.—En
fin: lo que hay es lo que hay; y ya que estamos condenados a entendernos, como
dicen ahora, no estaría mal que nos fuéramos conociendo.
PROMETEO.—Me parece muy bien. ¿Charlamos antes
y me comes luego o vienes con hambre?
ÁGUILA.—No; puedo
esperar, gracias. Me presentaré: soy hija de los monstruos Tifón y Equidna.
¿Los conoces?
PROMETEO.—De
oídas, pero en persona, no he tenido el gusto.
ÁGUILA.—Pero
la verdad es que los veo muy poco. No nos llevamos muy bien. Mi padre tiene un
genio insoportable y mi madre… Pero prefiero que me cuentes cosas de tu vida.
Tengo curiosidad.
PROMETEO.—Dispara.
ÁGUILA.—¿Por
qué Zeus te tiene tanta manía?
PROMETEO.—Es
muy largo de contar.
ÁGUILA.—Pero
seguro que en treinta mil años te da tiempo. Empieza.
PROMETEO.—Pues
verás: yo vengo de una familia de titanes. Soy hijo de Jápeto y de la ninfa
marina Clímene.
ÁGUILA.—En Internet
pone que tu madre fue la océanide Asia.
PROMETEO.—Sí, pero como sabes, no hay que
hacer caso de esas fuentes: la mitad de lo que dicen es mentira.
ÁGUILA.—Sigue.
PROMETEO.—Junto con Epimeteo, mi hermano, yo
tenía que crear la humanidad y proveerla de todo lo que necesitara para vivir.
Yo enseñé a los hombres a andar erguidos, a domesticar a los animales, a recoger
los frutos de la tierra y a jugar al tute arrastrado. Y, además, les otorgué
otro don: la capacidad de hacer fuego.
ÁGUILA.—¡Ah! Muy buena idea. Y, ¿de dónde lo
sacaste?
PROMETEO.—Los ignorantes
dicen que la robé en la forja de Hefesto, pero no es cierto. ¡Pues bueno es Hefesto
como para permitir que le roben nada! Tiene instalado un sistema de seguridad
que no veas… No, la verdad es que cogí el fuego del carro de Helios.
ÁGUILA.—¿Y entonces?
PROMETEO.—Lo entregue a los hombres, que así pudieron
calentarse y freír salchichas. Zeus, que tiene la manía de controlarlo todo, se
tomó muy a mal que yo le diera este regalo a la humanidad sin pedirle permiso.
¡Ahora a ver qué es lo que los humanos hacen por mí!
ÁGUILA.—Te dejarán aquí tirado, como si lo viera.
PROMETEO.—¿Tú crees?
ÁGUILA.—¡Digo! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
PROMETEO.—Unos diez años largos.
ÁGUILA.—¿Y ha venido alguien a verte, antes que yo?
PROMETEO.—La verdad es que no.
ÁGUILA.—Pues ahí lo tienes. Los hombres son desagradecidos
por naturaleza. No te puedes fiar de ellos ni esperar nada.
PROMETEO.—Lo estoy aprendiendo por las malas.
ÁGUILA.—Pero lo del fuego no era para tanto. Seguro que Zeus
te odia por alguna otra cosa.
PROMETEO.—Bueno….
ÁGUILA.—Cuéntamelo. Yo no se lo diría a nadie. Y, además,
aquí no hay nadie a quien decírselo.
PROMETEO.—Pues la cosa es que sacrifiqué un gran buey que
dioses y humanos habían de repartirse. Yo, filántropo siempre, quise dar a los
hombres lo mejor y me valí de una treta para ello.
ÁGUILA.—Cuenta. Esto parece apasionante.
PROMETEO.—Pues dividí los despojos en dos partes. En una
puse la piel, la carne y las vísceras, que oculte en el vientre del buey. En la
otra puse sólo los huesos, pero los recubrí grasa, dándole un aspecto apetitoso
al todo. Zeus, que eligió primero, prefirió quedarse con la capa de grasa y, al
descubrir que debajo solamente había huesos, cogió un cabreo prehomérico. Así
es que decidió castigarme.
ÁGUILA.—Pero, ¿en qué organización o empresa has visto tú
que se le pueda tomar el pelo al jefe y no sufrir las consecuencias? ¿Así es
que engañaste y dejaste en ridículo al más poderoso de los seres del universo?
PROMETEO.—Ya sé que esta frase que voy a decir es un tópico
como un castillo y que no resulta muy convincente en mi descargo, pero en aquel
momento parecía una buena idea.
ÁGUILA.—Y ahora a ambos nos toca apechugar con las
consecuencias.
(Heracles, un joven con aspecto de tener más músculos que
neuronas aparece subiendo por la ladera de la montaña. Lleva un arco.)
HERACLES.—¡Buenos días! Soy Heracles, el ser más fuerte del
mundo. ¿Se va por aquí al jardín de las Hesperides?
ÁGUILA.—¿Cómo?
HERACLES.—Me da vergüenza reconocerlo, pero es que me he
perdido. Tengo un mapa, pero no lo entiendo. (Lo muestra.) Con gran
dificultad he trepado hasta esta cima, pero ahora me doy cuenta de que voy mal.
Llevo varios años dando tumbos. ¡Menos mal que soy inmortal y puedo disponer de
todos los años que me hagan falta!
ÁGUILA.—(Mirando el mapa.) A ver...
HERACLES.—No hago más que dar vueltas, subiendo y bajando
picos de esta cordillera.
PROMETEO.—Hemos oído hablar de ti.
ÁGUILA.—Por aquí no es. Este lugar es el Argimusco.
HERACLES.—¿El qué?
ÁGUILA.—El Argimusco. Un lugar situado entre Nebrodi y Peloritani.
Puede que lo conozcas por estos nombres.
HERACLES.—No lo conozco de ninguna forma. Y tengo que
llegar al dichoso jardín y hacerme con unas manzanas doradas que crecen allí.
Pero, al paso que voy, para cuando llegue ya estarán podridas.
PROMETEO.—Yo te podría decir cómo llegar a ese jardín y
cómo conseguir las manzanas. Es más: podría servirte de guía.
HERACLES.—Me vendría muy bien, gracias.
PROMETEO.—Lamentablemente, hay una tremenda dificultad. Yo
me veo aquí encadenado y con problemas de hígado. Esta señora águila que ves
aquí se me lo va a comer enterito.
HERACLES.—¿Ese es todo el problema? Eso te lo resuelvo yo
en un periquete. (Le dispara una flecha al águila, que cae malherida.)
ÁGUILA.—(Agonizando.) ¡Ah! ¡Mecachis en la mar!
¡Tenía que venir el necio este a matarme! Eso me pasa por estar en el lugar
equivocado en el momento equivocado. Bien es verdad que no podía estar en otro
sitio. Bueno, por lo menos me he librado de tener que comer hígado, que no me
gusta nada. (Muere.)
PROMETEO.—¿Por qué has hecho eso? ¡Pobrecita! La verdad es
que ella no tenía la culpa de nada. Y me caía muy bien.
HERACLES.—No te pongas sentimental. ¿Quieres ser libre y
abandonar este lugar o no?
PROMETEO.—¡Ya te digo!
HERACLES.—Pues venga. (Intenta romper las cadenas que
atan a Prometeo, pero no puede.) ¡Uf! Esto está muy duro!
PROMETEO.—¡Pues si no puedes tú…!
HERACLES.—Tendrás que llevar siempre a cuestas este
pedrusco al que está unida la cadena.
PROMETEO.—¿Para siempre?
HERACLES.—Todo es cuestión de acostumbrarse. Otros tienen
joroba y se joroban.
PROMETEO.—(Resignado.) Pues entonces yo tendré que apedruscarme.
HERACLES.—Tú lo has dicho. ¡Anda, vamos! (Prometeo carga
con la roca y ambos inician el mutis, montaña abajo.)
PROMETEO.—Ten cuidado, que bajar es más peligroso que
subir.
HERACLES.—Descuida. (Resbala y cae rodando por el monte.)
¡Aaaaaaah!
PROMETEO.—(Mirando para abajo.) ¡Por Cronos y su
santa madre! ¡Se ha pegado un morrón olímpico! ¡Pues menos mal que es inmortal,
porque si no, no lo cuenta!
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