Hay varias razones (principales y secundarias) para
escribir un libro. Las enumeraré:
Por vanidad.
Por soberbia.
Por presunción.
Por fatuidad.
Por pedantería
Para darse postín.
Para fardar.
Para presumir.
Para vanagloriarse.
Para alardear.
Para conseguir ser famoso
Para ligar más (el que ligue algo) o simplemente para ligar
(el que no ligue nada).
Todo esto resulta muy deprimente, lo reconozco, pero el caso es que estamos
aquí para decir la verdad, como ya hemos anunciado en el prólogo. En cuanto a
la razones secundarias, podríamos volver a echar mano de sinónimos, pero la
verdad es que se pueden reducir a una:
Por ver
de forrarse.
Luego,
obviamente, viene la desilusión cuando te queda claro que aunque escribas
libros, ni te forras ni ligas ni nadie que no te respetara antes te va a empezar
a respetar ahora porque garabatees palabras en un papel o aporrees un teclado
de ordenador.
Las
personas que viven de los libros en el mundo hispánico se cuentan, como informalmente
se dice, con los dedos de una oreja. No viven de sus derechos de autor, sino de
participar en mesas redondas, cursos de verano y similares. Si tienen mucha
pero que mucha suerte, se convierten en columnistas de un periódico y cobran
todas las semanas, pero escriben lo que les mandan escribir.
Eso, en
cuanto al dinero. En lo tocante a la fama, cualquier asesino amateur consigue en una hora mucha más
cobertura mediática que un escritor profesional que lleve cuarenta años
produciendo obras maestras.
Y en
cuanto a lo de ligar, no merece la pena ni que le dediquemos un párrafo a tan
remota posibilidad. Máxime si se tiene en cuenta que la calidad de un escritor
suele ir en proporción inversa a su atractivo sexual. Si no me creen, miren
durante unos instantes la foto del grandísimo poeta Rubén Darío y luego me lo
cuentan.
Volviendo
al tema que nos ocupa... (bueno, que me ocupa mí, que soy el que está
escribiendo sobre ello), tendría que haber otras razones para dedicarse a la
literatura. Pero yo desconfío de ellas, como voy a exponer ahora mismito.
Algunos
podrían argumentar —muchos escritores lo hacen— que escriben porque les gusta escribir. Esto es una mentira
del tamaño del Naranjo de Bulnes, como mínimo. Si les gustara escribir,
escribirían más.
Demostración:
sin apresurarse mucho, se pueden escribir tres hojas por hora, a doble espacio.
Eso son más de 1000 palabras; 8000 palabras en una jornada laboral de ocho
horas. Cinco por ocho, cuarenta. Y hay muchos libros en el mercado que tienen
mucho menos de 40.000 palabras. O sea, que alguien a quien le gustara su oficio
(aunque no tanto como para trabajar sábados o domingos), tendría que producir
un libro a la semana: 56 libros al cabo del año.
(Y si
no tiene nada que decir, entonces no es un escritor. Y si escribe menos de eso,
entonces es un escritor, pero muy vago[1].)
Otros
afirman que escriben para comunicar sus ideas al mundo. Permítame que también
disienta (y me ría mucho). Porque en la literatura actual (y en la pasada)
hayamos que el 97,5% de los libros que se publican no añaden ninguna idea nueva
al firmamento aún por llenar del pensamiento. Son libros escritos a base de
clichés y que, por eso mismo, acabarán por desaparecer. Además, para transmitir
ideas o posiciones siempre es mejor un ensayo breve o un manifiesto que una
novela en la que la protagonista encuentra en un cajón una caja oculta que
contiene una antigua carta de amor, un lazo rosa y una fotografía virada en
sepia de una mujer misteriosa (la antigua amante de su padre, con toda
seguridad) y se pasa 800 páginas jugando con los sentimentalismos del lector.
Algunos
aseguran que escriben libros por un impulso irresistible. Éstos son los peores
(por lo menos, los peores a la hora de pretender explicar lo inexplicable).
Juran por sus difuntos abuelos que escribieron su primera novela a los tres
años (ya que habían aprendido a leer con siete meses), que ganaron su primer
premio literario a los once y que desde entonces no han parado. Viendo lo exiguo
de su producción, te entran dudas más que razonables sobre este hecho.
Pero lo
malo es que parangonan el deseo e impulso de escribir con el que pueden sentir
ante el escaparate de una pastelería de entrar y comprarse dos kilos de bollos
surtidos. Para ellos existe esa cosa mística e intangible: la inspiración, que
es el equivalente espiritual a los retortijones intestinales: algo que si te
sobreviene, te obliga a dejar lo que estés haciendo, por importante que sea, y
dedicarte por completo a sacar de tu organismo (nos referimos de tu cabeza)
esas ideas que no te dejarán reposar hasta que no estén fuera[2].
Hay
idealistas (presuntos, como es moda hoy en día adjetivar a los criminales) que
dicen que escriben por el bien común. Tienen dentro de sí algo tan maravilloso
que no creen que la humanidad pueda (o deba) pasarse sin ello: «Qualis artifex pereo!» («¡Qué gran
artista pierde el mundo!», que parece ser que dijo Nerón). Esta actitud es de
una suficiencia insoportable. Como mis tortillas de patata son las mejores del
mundo, publico una receta para obsolescer la recetas anteriores. Ningún gran
artista ha sido tan poco humilde.
Y ahora
viene la pregunta del millón de dólares. Si me preguntaran a mí por qué escribo,
tendría que dar una respuesta mejor que las antes apuntadas, ¿no es así?
Afortunadamente, nadie me ha hecho nunca esa pregunta y confío en que siga
siendo así en lo sucesivo. Y creo que no me la han hecho porque todos mis
lectores dan por descontado que mis razones para escribir son absolutamente
todas las apuntadas más arriba, una detrás de otra.
Estos
son los inconvenientes de comprometerse a escribir la verdad: que te acabas
pillando los dedos con el cajón que tú mismo has cerrado.
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