Nerón, el asesino






El emperador Nerón
(lo que en latín era Nero
Claudius Augustus Germanicus
Aurelianus Philibertus)
fue fruto del matrimonio
de Agripina con Cneo.
Era sucesor de Claudio,
quien lo nombró en detrimento
de su propio hijo Británico,
porque éste era un gran mastuerzo.

A pesar de que hizo avances
en cultura y en comercio,
que construyó carreteras
y algún que otro coliseo,
se le tiene por el más
malo de todo el Imperio,
sólo porque mató a unos
cuantos como pasatiempo.
Pero si no puedes darles
matarile a los tipejos
que te caen gordos, entonces
¿qué sentido tiene eso
de ser César, si no puedes
cumplir todos tus deseos?

Nerón no lo hizo tan mal:
trabajó como un camello
y nadie puede decir
que no se ganara el sueldo;
y aunque no suele contarse,
consiguió bastantes éxitos
venciendo al Imperio parto,
en su amistad con los griegos,
sacudiendo a los británicos
y en la exportación de quesos.

Fue un asesino, si vamos
a creer los documentos
que describen su reinado
con sus señales y pelos,
pero también fue querido
por muchos en su momento
y se hizo entre la gente
más popular que Di Stefano.

En la sucesión de Césares
—tras la muerte de Tiberio,
de Calígula y de Claudio—
era el único heredero
que parecía que no
estaba como un cencerro
y se quedó con el trono
más o menos por febrero
del año cincuenta y cuatro,
si lo que pone es correcto
en el libraco de donde
estamos copiando esto,
porque los historiadores
es eso lo que solemos
hacer: coger varios libros
distintos, cuanto más gruesos
mejor, hacer un refrito
y venderlo como nuestro.

Como era muy joven tuvo
que sufrir el mangoneo
de Séneca —su tutor—,
de Agripina y del Prefecto,
que era Sexto Afranio Burro,
un inaguantable meto-
mentodo. De esta manera
era imposible un gobierno
como es debido y Nerón
quedó muy insatisfecho,
porque a los reyes les gusta
sentir que ellos son los dueños
del cotarro y permitirse
un poco de desenfreno.

La cosa se complicó.
Por todo lo que sabemos,
Británico —que era hijo
de Claudio (o, por lo menos,
eso le dijo su esposa,
que a lo mejor no era cierto)—
conspiró para subirse
al trono sin perder tiempo
con la ayuda de Agripina.

Al César se lo dijeron,
que nunca faltan chivatos
que te vayan con el cuento.
Nerón decidió acabar
con el complot. ¿Qué habrían hecho
ustedes en ese caso?
¿Para qué están los venenos?
Británico murió al poco
«por un ataque epiléptico»,
según dijo la versión
oficial de aquel suceso
como apareció en el Bole-
tín Oficial del Imperio.

El caso fue que este crimen
salió tan bien, tan perfecto
que Nerón le cogió el gusto
a matar a majaderos
si interferían en sus planes;
por ello, durante el resto
de su vida, cuando le
convino, lo siguió haciendo,
porque hay hábitos que nunca
te los quitas por entero.

La siguiente de la lista
fue Agripina, un buen ejemplo
de esas madres compulsivas
que te ponen de los nervios
y que te hacen desear
haberte quedado huérfano.
Según nos refieren los
historiadores modernos,
quiso poner en el trono
de Roma a Cayo Rubelio
Plauto. Nerón lo supo
y lo tomó muy a pecho.
Busco a un famoso asesino
y le ofreció mil sestercios
y un apartamento en Capri,
todo por cortarle el cuello
a su madre, que se había
convertido en un tremendo
incordio, en un problemón
de aquellos de «aquí te espero».

¿Quién vino después? ¡Ah! Séneca,
que resultó un sinvergüenzo
y malversó muchos fondos.
¿A que no lo habían supuesto?
¡Claro que no! Que la historia
siempre ha dicho que fue honesto
y como Nerón odiaba
al que fuera su maestro,
hizo que se suicidara
leyendo libros de Homero.
Esto no sucedió así:
Séneca era un elemento
de mucho cuidado, un caco,
un corrupto y un ratero
que metió mano en la caja
con su carita de bueno.
Nerón lo supo y le dio
pasaporte a los infiernos,
que era mucho más barato
que condenarle a estar preso
y tener que alimentarle
hasta que se hiciera viejo,
no fuera a ser que el filósofo
resultase muy longevo
y mantenerle tuviera
efecto en los presupuestos.

¿A cuántos mató? A unas cuantas
docenas, puede que a cientos;
quizá a miles: ahora mismo
es muy difícil saberlo.
Pero si se los cargó,
alguna cosa habrían hecho.

No le dejaron tranquilo,
todo hay que reconocerlo.
Muchos de sus enemigos
se le tiraron al cuello.
Hubo grandes rebeliones,
generales puñeteros,
complots para asesinarle
y miles de descontentos
que fueron reuniendo firmas
para mandarle al destierro.

¿Cómo acabó su reinado?
Por un tema de dinero.
Pasó que un tal Cayo Julio
Vindex, que ocupaba el puesto
de gobernante en la Galia,
se negó a darle talentos
a Nerón, porque decía
que ya eran muchos impuestos.
El César se cabreó
y llamando por teléfono
a todos sus generales,
les echó encima al ejército.
Vindex pidió ayuda a Galba,
que entonces vio el cielo abierto
—porque quería ser em-
perador desde pequeño—
y lió en esto al Senado,
que por no estar muy contento
con el gobierno nerónico,
accedió a aquel chaqueteo.
Nombró a Galba emperador
y proclamó en un decreto
que Nerón era, sin duda,
un enemigo del pueblo
y que al que lo asesinara
le darían como obsequio
un pasaje gratuito
de primera en un crucero
de catorce días y siete
noches por el mar Tirreno
y dando a su acompañante
un sustancioso descuento.

Llegamos al final de
la vida de este gamberro.
Quiso huir de Roma dis-
frazado de gondolero
—con su camiseta a rayas,
con su sombrerete negro
y empujando con la pértiga,
cantando el Torna a Surriento—,
pero por no tener góndola
muy pronto le descubrieron.

Pensó en matarse y llevó
a cabo algunos intentos
que no le salieron bien,
no sabemos si por miedo,
por timidez o tan sólo
porque no estaba muy diestro
en eso de atravesarse
(ya que dicen los expertos
que el acto de suicidarse
no es fácil, no es un paseo
en barca, tiene su intríngulis
y, además, te lleva tiempo).

Nerón tuvo que pedir
ayuda para el proceso
a Epafrodito, un criado
muy fiel y bastante memo
que le sostuvo la espada
con la que se pinchó el pecho.
ya con el último aliento,
fue y dijo: «¡Qué artista pierde
el mundo!» Pues bien: no es cierto.
Lo que dijo en el instante
en que sintió el frío acero
rasgándole las entrañas
fue un taco bastante feo
que no escribimos aquí
(por si nos está leyendo
algún niño) y que aludía
de forma muy clara a Zeus,
en un tono escatológico
y hasta un poquito blasfemo.


Sobre este señor tan malo
hay tres tópicos señeros
con los que finalizamos
la redacción de este verso.
El primero es que era gordo
como una bola de sebo
y así aparece en Quo vadis?
y en alguno que otro peplum.
No es verdad: era finito
y casi estaba en los huesos.
El segundo es que parece
ser —si no es un chismorreo—
que persiguió a los cristianos,
que huyeron todos corriendo
por lo que tan sólo pudo
apresar a los más lentos.
Y el tercero, que un buen día,
agobiado por el tedio
y aburrido como un mono,
pensó en hacer un incendio,
que es algo que siempre gusta.
Así es que le prendió fuego
a Roma, causando el caos
en el Cuerpo de bomberos
Y mientras que Roma ardía,
no dejó de darle al plectro
en su lira todo el día
y se estuvo componiendo
una canción destinada
al Festival de San Remo
y que estuvo casi a punto
de llevarse el primer premio.

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